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viernes, 8 de febrero de 2008

Pizarro y el Círculo Legítimo


Por Nicolás Iaconis IV


No mostró preocupación. Era un claro inconveniente, un escollo para la malograda tranquilidad de la sociedad. El Comisario Saarbrücken, hombre de mediana edad, patillas boscosas y enrevesados bigotes oscuros, recibía quejas a cada instante por la penosa situación de la ciudad. Quizás no era nada nuevo en la historia del país, ni siquiera en la historia universal, no obstante, lo cierto es que era mejor promulgar la anarquía que la estabilidad y la paz. A tal punto llegaban las recriminaciones por vía de medios televisivos, radiales y periódicos en relación a las numerosas manos que manejaban los asuntos citadinos con fines lucrativos personales, vale decir la legendaria mafia, que todos los dedos inocentes, y otros no tanto, marcaban como principal marioneta de la organización criminal a Saarbrücken. Aunque no estaba preocupado por las acusaciones, porque ninguna había calado profundo en la curiosidad de las autoridades, ni se formularon en explícitas demandas para brindar explicaciones ante las inculpaciones y ante la inacción morbosa de las fuerzas policiales, aún así, por interés de su esposa que abogaba por salir al shopping sin acoger improperios y recomendaciones de a dónde ir con su marido, decidió el comisario nombrar una comisión especial para tratar el asunto.

El detective Angel Pizarro fue elegido como Jefe de la Comisión Especial para Asuntos Mafiosos. En realidad, todos sabían el carácter irónico de tal nombramiento, pues Pizarro se contentaba apenas con un trabajo mediocre, con el mínimo exigible de los procedimientos policiales. Su rostro cansado o, tal vez, estirado visiblemente por el aburrimiento y la ociosidad atestiguaban la falta de seriedad que tendría la labor de la Comisión. Pero lo cierto es que la creación de la Comisión y el desconocimiento puertas para afuera del detective Pizarro y sus ímpetus laborales, permitieron la relajación de tensiones en las personas.

Nadie supuso en la comisaría, ni tampoco quienes eran allegados a Pizarro, cómo aconteció que el detective se motivó. Nadie sabe si recibió amenazas o si el mero nombramiento de tan importante misión lo impulsó decididamente a saborear el fruto del arduo compromiso, la limpieza definitiva de la ciudad. La cadena casi infinita de los acontecimientos posteriores, de la victoria gloriosa y en adelante recordada por las generaciones de ciudadanos, comenzó con un simple interrogatorio, en el cual un pobre diablo queriendo guapear con su posición en la jerarquía de una pandilla terminó cantando a los cuatro vientos tres nombres clave. Joaquín Gálvez, Roque Acevedo y Lucio Alcorta: tres importantes proveedores de droga. Fueron arrestados, pese a los pedidos exagerados por un abogado. Pizarro se comportó como un caballero: los hizo encerrar en tres habitaciones para interrogaciones separadas y los prisioneros pasaron veinte horas sentados en el suelo, sin luz, sin agua, sin calefacción -la crudeza del invierno se vive mejor desde el suelo- y sin otro movimiento humano que el del propio cuerpo. En las primeras tres horas gritaron desaforadamente, sermoneando brutalidad policial. Reclamaban, también, sus derechos constitucionales. Pasadas las veinte horas de cautiverio, Pizarro entró en cada una de las habitaciones, haciendo encender las potentes luces blancas que había hecho instalar previo a la llegada de los reos. Y en todas acaparó la misma actitud: abogados, derechos, brutalidad, venganza y millonaria denuncia. Y a todas ellas respondió con lo mismo: “Usted ha perdido sus derechos por ser una basura”.

Fue así que con claros métodos de extorsión, consiguió de cada uno tres nombres más, por lo que en total sumaban nueve sujetos clave (sucedió que Gálvez creyó que Acevedo y Alcorta delatarían a los mismos, que Acevedo creyó lo mismo de Gálvez y Alcorta, y que Alcorta creyó lo mismo que Gálvez y Acevedo, de manera de no dar indicios mayores de la organización, pero no fue así debido a que el cuerpo y la mente responden distintamente ante estímulos exteriores en las personas, por más que sean los mismos). Rápidamente, el CEAM arrestó a los nueve hombres y procedió con iguales métodos: encierro y extorsión. Poco a poco, los grandes e importantes sujetos de la organización criminal iban cayendo. Ya casi no había lugar para realizar los interrogatorios con el susodicho método. La situación empezaba a calmarse.

Entonces, los criminales de distinta estirpe decidieron acabar con la Comisión y, especialmente, con su impulsor Pizarro. Las pandillas, los vendedores de mercadería, los “representantes” de prostitutas, los capos de las apuestas y del juego, en fin, toda esa pestilente putrefacción de la sociedad se unieron bajo un mismo anillo sagrado: acabar con Pizarro y la condenada Comisión, para luego racionar los bienes y proseguir con las actividades delictuosas. Sin embargo, en esa misma reunión surgieron algunas dudas. No todos los miembros presentes estaban seguros de cómo se haría la repartición luego de acabada la Comisión. Un tal Gareliano, en su macabra lucidez de marihuana, preguntó por quién haría la partición. Un tal Zelaya propuso como juez de partición al magnate München, extranjero nacionalizado que embaucaba con sus inmobiliarias
fantasmas y sus casas de electrodomésticos. A esto respondieron con evidente enojo los representantes del movimiento de prostitutas y mujeres fáciles de la zona, en voz de Fernández, por ser el magnate un desentendido de los problemas patrios.

“Lo mejor para repartir los bienes es que sea por medio de un argentino, que entiende lo que pasa y que sabe lo que es más beneficioso para todos”. Pero era también evidente que, por más que München aceptara la propuesta de un argentino a cargo de la partición, el resto de los oriundos del país no confiaban en otro argentino, por razones ya sabidas y harto fundamentadas. Además, todos provenían de lugares poco confiables, lo cual hacía mirar al vecino con recelo y suspicacia. Y entre tanta discusión acalorada, de palabras fuertes para oídos castos, se llegó a la conclusión de que el único que podría ser un buen juez era Angel Pizarro. Decidieron sobornarlo para que aceptara el puesto, y luego tributarle mercadería, mujeres y dinero para que se mantenga en tal puesto. Era un plan perfecto.

Al momento de hacer la propuesta al detective, en su propia casa, éste no desdeñó el ofrecimiento y allí, sin más, se lo nombró Juez de Repartición de Bienes Sociales. Tendría, como obligación, detener el accionar del CEAM o hacer la gran vista gorda, para que las cabezas de ganado se subieran a los camiones equivocados. Además, y por cierto, debía promover la desaparición del Comisario Saarbrücken. El detective Pizarro dispuso todo para tal fin y el Comisario un buen día no fue a trabajar. El Intendente nombró a Pizarro como Comisario y allí se dio la victoria definitiva contra la organización criminal. Como Juez de Repartición de Bienes Sociales, invistió de legalidad medicinal a la droga, recordando la maravillosa sensación de bienestar que el estupefaciente logra en el consumidor; organizó el servicio de atención para disminuir el estrés y el colesterol, por medio de la actividad dinámica de las prostitutas; organizó las apuestas y el juego para lograr una paridad justa y un tributo a los organizadores (el que pagaba más en la apuesta ganaba más y pagaba más de tributo), etcétera. Los medios informativos proclamaron la victoria gloriosa, la limpieza definitiva de la ciudad.

No mostró preocupación.

El gángster



Por Matías Alfredo Verna

Sintió el frío de la Browning 9 milímetros en la palma de su mano y colocó el cargador con 10 balas, dejando una en la recámara. Se llevó la pistola a la cintura, se aflojó un pasador del cinto y cubrió el arma con su remera blanca estirada que llevaba fuera del vaquero gastado.

Recorrió su casa con la mirada y salió a la calle.

Las luces quedaron encendidas por si llegaba tarde y dejó las cortinas tapando las ventanas, para que nadie mirara hacia el interior.

Llevaba unos zapatos marrones lustrados, con suela de goma para no hacer ruido. Su paso era seguro, aún en las veredas más desastrosas.

Miraba hacia delante con los ojos clavados más allá y fuera de si. Su mano derecha estaba apoyada sobre la remera blanca que acariciaba la pistola y con la otra mano contaba de uno a cinco sin parar.

No sabía el nombre de la víctima ni los motivos de su asesinato; conocía el lugar de residencia y su rostro. No era necesario saber más.

Seguía caminando y al acercarse al lugar comenzó a sudar un frío más cortante que el de la Browning 9 mm.

Simulaba muy bien su miedo y su necesidad de matar. Nada lo detenía, su mente estaba tatuada con la cara del futuro cadáver, la tapa de los diarios de mañana, el desafortunado.

Le pareció llegar al lugar y sacó de su bolsillo izquierdo (sin sacar la mano derecha de la pistola) un papel con la dirección correcta: Islas Malvinas 4822 piso 5 departamento B.

Miró el reloj y no miró la hora. Esperó a que alguien bajara para poder entrar; salir no era ningún inconveniente porque la puerta podía abrirse desde adentro. Pasaron cinco minutos y una mujer con su bebé salieron del edificio.”¿La ayudo señora?”; - sí por favor -, clavó los ojos en la criatura que dormía en su cochecito, miró a su madre que agradecía con una sonrisa y entró.

Tomó el ascensor que estaba en la planta baja y que seguramente había dejado la mujer. Con el dedo índice temblando oprimió el botón Nº 5; el sacudón del ascensor le ofreció unas ganas de vomitar que no quiso aceptar.

Sudaba mucho, se secó la transpiración con la remera blanca estirada y al levantarla vio en el espejo la pistola que ocultaba en su cintura; la tomó con su mano derecha y la apoyó sobre su pierna.

Se detuvo en el piso indicado. Abrió la puerta con cuidado, la dejó así para que nadie usara el ascensor y buscó la letra B. Los mosaicos del pasillo estaban encerrados y las suelas de goma de sus zapatos marrones se adherían al piso. Caminó lentamente y con los nudillos de su mano izquierda golpeó dos veces.

La puerta se abrió, las bisagras chillaron un poco y el tatuaje que llevaba ensu mente con la cara de la víctima se hizo realidad.

Colocó el caño helado de la 9 mm en la frente de la víctima, inspeccionó los rasgos de su cara y se detuvo en los ojos aterrados. Quiso escucharle la voz, pero no dijo una palabra, cerró los ojos y disparó cuatro veces.

Nadie escuchó los disparos y muchos no quisieron escuchar.

Volvió la pistola a su cintura y se sacó la remera blanca manchada de sangre que luego guardó en una bolsa de supermercado. supermercado.

Encontró una camisa de la víctima que le quedaba ajustada, le costó un poco prender los botones porque eran pequeños y porque seguía temblando; recorrió el departamento con la mirada, cerró la puerta con el pie y se fue hacia el ascensor.

Llegó a la planta baja y se llevó a la axila la bolsa de supermercado del muerto con la remera blanca estirada manchada de sangre.

La puerta del edificio estaba abierta.

El portero baldeaba la vereda concentrado en la escoba y el secador. Los zapatos de goma siguieron en silencio y mientras caía la tarde caminó hacia su casa.

En el camino se cruzó con la mujer y su bebé, la saludó con la cabeza y ella se detuvo un instante en la camisa ¿sería de su marido?... Quién sabe.

Siguió con la mirada hacia delante y se metió en su casa. Las luces estaban encendidas, las cortinas seguían corridas y la noche cubría al asesino.

Apagó las luces, cerró las ventanas, se duchó por más de media hora y se acostó con la Browning 9 mm cargada con las 6 balas restantes debajo de su almohada. No soñó ni se interrumpió su descanso. Cuando la radiodespertador anunció las 7 a.m. saltó de su cama. Corrió hasta su puerta donde lo esperaba un sobre cerrado.

Buscó la luz de los primeros rayos del sol para no dañar la correspondencia y la abrió con un cortaplumas que tenía en el cajón de su escritorio sin papeles.

Sacó un cheque de $ 5000 y el diario del día con su víctima en la tapa; buscó en la anteúltima página del matutino la información necrológica y conoció el nombre del desafortunado.

Cerró el diario.

Sintió la Browning debajo de su almohada y siguió durmiendo, hasta el próximo encargue.