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martes, 22 de enero de 2008

El disparo instintivo


Por Darío César Dublanc

El disparo instintivo, el disparo rápido y al bulto se eleva entre las rutinas diarias, diáfano, íntegro y seducido por su propio destino incierto e inamovible. El cuerpo alerta como una serpiente sobresaltada. Las manos que suben juntas atrapando la culata del arma, montando al mismo tiempo el martillo, tratando de no apresurarse dentro de la rapidez, de la locura que requiere el momento. Buscando certezas en un instante de total incertidumbre, por la velocidad de las circunstancias. El cuerpo propio buscando cubrirse, buscando el cuerpo del otro, tal vez los ojos del otro, o solamente el cuerpo, quién sabe o quién se acuerda en una ocasión así.

La boca seca por la angustia, por el humo de la pólvora que entra por la garganta sin asimilarla, el estampido de los disparos que casi no se sienten en los oídos aliviados por la creciente descarga de adrenalina. Mientras la boca del cañón del arma del otro lo busca a uno, tratando de llegar primero y definir la balanza a su favor más allá de las razones, de la justicia. Tal vez ese momento no pertenece a la justicia o a la razón o a la equidad. Quién sabe. El cuerpo buscando reparo y los disparos que ya resuenan en el aire, y aún con la convicción y el deseo de no ser uno el herido, seguir disparando para que del otro lado no haya más disparos.

Desear estar en otro lado o no desearlo. Tal vez desear estar en esa situación por la adrenalina, por la detención en el tiempo o tal vez porque hay una intuición de justicia o de caballero cruzado
en ese instante límite.

Quizás realmente no hay otro enfrente disparando. Tal vez es uno mismo disparando a sus propios fantasmas, rutinas, miedos, falta de convicciones, y el otro enfrente haciendo lo mismo, tal vez también disparándose a sí mismo, a sus propias impotencias, desventuras, frustraciones.

Y los dos contendientes, en definitiva, intercambiando atenciones, en esa ocasión cumbre, no buscada, o sí, no deseada, o sí, en que los hombres tratan de probar cosas en nombre de sí mismos, la justicia, las instituciones, las marginaciones. Y las cápsulas vuelan vacías de las pistolas, y en ese momento, porque todo pertenece a ese momento, sentirse único, irrepetible.
En ese instante odiado y tal vez íntimamente deseado. Tratando a la fuerza por ambas partes de descorrer un velo misterioso atrás del que se en El disparo instintivo, el disparo rápido y al bulto se eleva entre las rutinas diarias, diáfano, íntegro y seducido por su propio destino incierto e inamovible. El cuerpo alerta como una serpiente sobresaltada. Las manos que suben juntas atrapando la culata del arma, montando al mismo tiempo el martillo, tratando de no apresurarse dentro de la rapidez, de la locura que requiere el momento. Buscando certezas en un instante de total incertidumbre, por la velocidad de las circunstancias. El cuerpo propio buscando cubrirse, buscando el cuerpo del otro, tal vez los ojos del otro, o solamente el cuerpo, quién sabe o quién se acuerda en una ocasión así. La boca seca por la angustia, por el humo de la pólvora que entra por la garganta sin asimilarla, el estampido de los disparos que casi no se sienten en los oídos aliviados por la creciente descarga de adrenalina. Mientras la boca del cañón del arma del otro lo busca a uno, tratando de llegar primero y definir la balanza a su favor más allá de las razones, de la justicia. Tal vez ese momento no pertenece a la justicia o a la razón o a la equidad. Quién sabe. El cuerpo buscando reparo y los disparos que ya resuenan en el aire, y aún con la convicción y el deseo de no ser uno el herido, seguir disparando para que del otro lado no haya más disparos. Desear estar en otro lado o no desearlo. Tal vez desear estar en esa situación por la adrenalina, por la detención en el tiempo o tal vez porque hay una intuición de justicia o de caballero cruzado en ese instante límite.

Quizás realmente no hay otro enfrente disparando. Tal vez es uno mismo disparando a sus propios fantasmas, rutinas, miedos, falta de convicciones, y el otro enfrente haciendo lo mismo, tal vez también disparándose a sí mismo, a sus propias impotencias, desventuras, frustraciones. Y los dos contendientes, en definitiva, intercambiando atenciones, en esa ocasión cumbre, no buscada, o sí, no deseada, o sí, en que los hombres tratan de probar cosas en nombre de sí mismos, la justicia, las instituciones, las marginaciones. Y las cápsulas vuelan vacías de las pistolas, y en ese momento, porque todo pertenece a ese momento, sentirse único, irrepetible. En ese instante odiado y tal vez íntimamente deseado. Tratando a la fuerza por ambas partes de descorrer un velo misterioso atrás del que se encuentran algunas respuestas, o no, al hecho de seguir vivos, o al hecho de terminar muertos. Tal vez sobrevivir a esa tormenta terminal, definitiva, ¿quién lo puede decir?

Generalmente no hay mucho tiempo para pensar en la profesión de ninguno, porque la vida empuja como una catarata en la cual uno permanentemente está cayendo sin llegar nunca al fondo. Sólo hay tiempo para actuar, más o menos acertadamente y acudir al disparo instintivo lo mejor posible, lo más entrenado posible. Y el otro también, cualquiera sea la razón de cada lado, todos acuden al disparo instintivo. Las cápsulas vacías, que parecen caer en cámara lenta, rebotan contra el piso y se desparraman como bellotas caídas de un árbol distinto, un árbol de fuego, con frutos color fuego, bellotas que no se traducirán en semillas que se enterrarán en tierra fértil, sino que permanecerán eternamente en la superficie, a la vista, como una conciencia presente y que reprocha y siempre será así.

Luego de terminado todo, empezar a comprobar el propio cuerpo, determinar si se está herido, porque los impactos no duelen en el momento, no duelen. Solamente sobreviene una creciente debilidad, una pérdida gradual de conciencia, dependiendo del lugar del impacto. Y del otro lado tratar de ver qué pasó con desesperación, con asombro, tratar de vislumbrar la realidad del otro lado, que tal vez alcanzó a huir o está en el suelo frente a nosotros entre las cápsulas semillas. Es la parte en que la pistola vuelve a la funda o al piso, depende. Si fuimos heridos, ya en la camilla la misma rutina, el médico, el gusto a sangre en la boca, mezclado con la pólvora, el hospital, la antitetánica, los antibióticos. El médico que habla y dice como un veredicto condescendiente:

Es operable, el proyectil entró y salió limpio, no tocó órgano ni huesos. Luego, en la cama inmensamente blanca como una página en blanco, fumando un cigarrillo a escondidas bajo la mirada de la enfermera acostumbrada a ver todo, que nos sonríe casi complacida por nuestra transgresión. El suero gotea y arde en la vena, como una realidad nueva que entra de a poco en nuestra realidad inmediata de remedios, dolores e interrogantes. Por la ventana, el día y la vida desarrollan sus estrategias ajenas a todo. Tal vez la vida nos protege con su actitud indiferente a los dramas particulares, nos insta a seguir, como a esos chicos que lloran cuando se golpean solamente si los padres los miran, si no se las aguantan y siguen adelante.