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domingo, 17 de febrero de 2008

Reventón marginal


Por Pablo Bueno

Sobre la tarima, el desaliñado animador hace rítmicos ademanes con ambas manos, proponiendo el agite a la muchedumbre. El redoblar de los parlantes provoca efervescencia en los presentes.

El entusiasmo fluctúa entre el público, según cuál sea el artista a oír. El hombre en el escenario avisa sobre la llegada inminente de Yerba Brava. El grupo tal vez nunca arribe, el negocio ya está hecho, con la plata en caja.

Por lo pronto, las chicas de pollera corta desplazan sus caderas con gracia, recibiendo un alud de piropos masculinos.

Seguramente las aspiraciones de ellas pasaban más por estar sobre una pasarela que allí; nunca las contratarían por tener tanta turgencia en sus estrechos cuerpos.

Por eso debían conformarse con erotizar moviendo sus atributos, a cambio de un apreciable pago.

Gorra, pelo al ras, remera gastada y bermuda llamativa. Las llantas, bien humildes.

El look que porta David es digerible en el ambiente en el que se mueve. Raro sería verlo en Recoleta, con el entorno en contra.

Apoyado con espalda ancha sobre la pared, el chico vacía el vulgar cóctel alcohólico, comercializado a centímetros suyos.

El trago, mil veces más desorbitante que una botella de cerveza, está al alcance de su bolsillo, y además lo deja tambaleante, listo para sorber el suicida vestigio blanco, presente en su palma
izquierda. No deja nada, lo consume todo.

Impulsivo, va a donde está su chica, furtiva, con otro chabón.

-¿Qué haces con este cabeza, nena?- increpa él.

-Estás dado vuelta otra vez, David- contesta, cubriéndose, ella.

-¿De qué hablas, trolita? No me cambies el tema.

-Che, che, che. Baja los humos. Ni ella es trolita ni yo soy cabeza - se inmiscuye el tercero en discordia.

-¿Vos querés ser boleta, no?- ruge David.

-Qué, a poco los violines tienen pelotas- provoca el otro.

-Ahora mismo vas a tener que bancar tu ida, puto- responde el defraudado novio. Johana, poniéndose en arrepentida, ensaya pararlos. No la obedecen y exponen sus navajas, ante los demás, que, como espectadores, vitorean a favor de la riña. Nadie se mete; todos cuidan su pellejo.

Todos apañan la reyerta, rodeando a los partícipes.

David va de frente; no se achica. Toma el arma, lanzando puntazos con siniestra naturalidad. Para él no hay prurito cuando hay que salvar el desguazado honor. Su contrincante, más prudente, como quien debe esquivar minas en un campo de guerra, sólo ataca cuando está seguro de la efectividad del intento. Los movimientos de muñeca se suceden, hasta que el agraviado, con la sagacidad de un chacal en ayuno, punza la empañada garra en el estómago
del rival. La hoja se alimenta del manjar orgánico, cayendo al suelo, parásita, con su víctima.

Creyéndose victorioso, el ofendido mira a quienes lo circundan, buscando el botín. Indaga a varias personas; se da cuenta de que Johana no está. Se fue con otro.

Detrás suyo, encorvado, el enemigo contragolpea.

La laceración lo derrumba; la sangre fluye, espontánea, en David.

Cerca del fausto evento un joven le dice a su ocasional pareja:

-Este boliche se pone lindo; hay que venir más seguido.

La muchacha ignora el desatinado comentario y lo invita a partir con rumbo desconocido.

La ambulancia tardará más de la cuenta, siendo un barrio tan temible como El Refugio.

Qué importa; llueva o truene, muera quien muera, todos los fines de semana, el reventón marginal sigue; le guste a quien le guste, le moleste a quien le moleste.

Destinos Cruzados


Por Juan Sebastián Pino (*)

Las sirenas de la policía comienzan a sonar y trata de huir aterrorizado, pero sudado por la adrenalina descubre que sólo es el despertador y entre dolores de cabeza y maledicencias decide lentamente dejar la pereza para otro día.

El detective Williams despertó de una larga y abrumadora pesadilla, en la cual arrollaba a un hombre y se daba a la fuga siendo un mercenario más de la injusticia. Pero al levantarse, su cama sangraba y encontraba bajo las sábanas un aberrante imagen: el cadáver de aquella víctima de asesinato que atentaba contra su integridad mental.

Luego de ese funesto episodio, comenzó a descubrir que aún quedaban resabios de fantasía y renunció a la posibilidad del “sueño dentro de un sueño”.

Despertó al fin e indagó en su libro de seudo-psicología qué podría significar aquella visión imperfecta de una realidad inconcebible, aunque aquel abad de papel no reveló nada.

De camino al trabajo, un hombre se cruzó en su camino, y el auto frenó estrepitosamente marcando en el pavimento dos líneas paralelas. Sólo un susto; un dejavú en el centro de la ciudad y a esa hora hubiera convertido esa calle en una necrópolis.

Aceleró su auto y llegó rápidamente a la oficina, aunque el camino se plagó de escrupulosas sentencias. Confinado en el rincón de aquella gran sala ponía énfasis en expedientes pendientes cuando escuchó la voz impulsiva de Marcos.

Algo en su voz lo impacientaba, al mismo tiempo que lo calmaba recordándole que ya estaba en tierra firme y la furia de su auto no podía descargarse en un peatón de dudosa prudencia.
Allí, la memoria llamó a la cara de aquel sueño: era Marcos a quien atropellaba.

Sintió intriga, y para cerciorarse de que nada ocurriese ese día le preguntó su hora de salida. Marcos saldría temprano. Todo estaba bien.

Luego de hacer unas compras, Marcos se iría a cuidar la casa de su madre, a pocas cuadras de la del detective Williams, ya que estaba deshabitada y temía que algún indigente la ocupara.

La posibilidad de que lo imaginario pasara al plano real lo hacía inquietarse nuevamente y para distenderse de su trabajo por unos segundos, tomó un papel en blanco y quiso dejar que las palabras fluyeran; pero no pudo, pasó el tiempo observando, pero no pudo analizar el propio sentido de su mirada: calculadora, fría y obsoleta.

“Basta ya de pensar, no quiero sentir los agravios de las palabras que no suenan en el interior de la imperfecta circunferencia”. Por último recapacitó en el papel imperceptiblemente escrito: “El adorno de las expresiones sólo entorpece el significado de las mismas, siendo éstas modelos elaboradas hace siglos y las cuales el mundo se niega a dejar en el olvido pues alguna mente débil
o protestante se vanagloria de escucharlas o expresarlas”.

Pero sus informes no podían carecer de esos arreglos superfluos y las abominables contradicciones nuevamente abordaban su conciencia.

Dejó sus escritos, pensando que solo lo ensoberbecían y desfiguraban aún más la imagen que tenía de sí mismo a partir del comienzo de ese día. Tres horas más tarde que Marcos, el detective Williams salió de su agobiante trabajo.

Mientras tanto, Marcos terminaba de hacer las compras para la cena de esa noche y se dirigía al que sería su nuevo hogar por unos días.

Williams, al percatarse de que el auto no encendía, llamó a una grúa; el operador le indicó sobre las importantes demoras y le advirtió que no podrán remolcar el auto a su casa sino hasta el día siguiente. Resignado, el detective comenzó a caminar. En la oscuridad de la noche vio un auto y cruzó rápidamente la avenida pensando en aquello que antes imaginó: un “peatón de dudosa prudencia”, pero otro auto lo arrolló del lado contrario de la calle, dejándolo malherido en el empedrado azul.

Se levantó y siguió camino a su casa, pero antes de llegar a su destino observó una similar a la suya y entró creyendo que aquella vivienda era la correcta. Las luces estaban prendidas, y fue lo primero que lo hizo dudar. Para rematar la situación, la puerta estaba entornada.

Pensando en la presencia de indigentes en la casa, desenfundó su arma y comenzó a investigar la zona. Había cosas que no reconocía, y pensó: “juraría que este mueble no estaba aquí”. Siguió explorando por el pasillo y sin medir la gravedad del asunto entró en la habitación y cayó en la cama.

Marcos revisó el auto para cerciorarse de que estuviera en condiciones de salir al día siguiente, pues de camino había arrollado algo. Le molestaba que un perro lo hubiese rayado. Salió de la cochera y entró las últimas bolsas que habían quedado en su auto de color rojo.
Cansado, dejó la cena para otro día y se acostó a dormir.

Al salir el sol el día siguiente, Marcos despertó de un sueño en el que atropellaba a una persona, escapaba al escuchar las sirenas de la policía, y al llegar a su casa y entrar en la habitación, encontraba un cadáver en su cama. Pero el muerto a su lado no era un sueño, era una realidad.

Había matado a su amigo, camino a casa.

(*) El autor tiene 17 años

La séptima víctima


Por Marcos Zocaro

De pie en medio de su oficina, Sabrina está shockeada, el pánico le impide moverse. La fotografía
que sostiene le quema las manos. Se pregunta si sus amigos también han recibido una como esa antes de morir.

La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a otra época, una época
de felicidad, de sueños por cumplir, de pura amistad. Los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara fotográfica sin saber que en ese mismísimo instante firmaban su sentencia de muerte.

Sabrina observa atónita el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos. El asesino los
ha recortado prolijamente; salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva,
su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el
peor de todos los presagios: ella será la octava víctima. Morirá al igual que sus amigos, y nada
lo impedirá. Nada.

Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose por delante a varias personas, entre ellos a su jefe. Sube al coche estacionado en la puerta y se dirige a su casa a
toda velocidad.

Mientras adelanta a toda clase de vehículos y aprieta aún más el acelerador, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la despertó, llorando. “Encontraron el cadáver de Alex en el río”,
le dijo, y luego añadió: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la fría camilla metálica donde descansaban los restos
de lo que había sido su amigo Alex. Estaba irreconocible, y no hubiesen podido reconocerlo si no fuese por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.

Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana, la muerte llamó a la puerta de Nadia: su cuerpo, salvajemente golpeado, fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina
no relacionaría ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela... Un bocinazo la devuelve a la realidad; pero en lugar de aminorar la marcha acelera más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo.

No puede perder ni un segundo. Está decidida a no ser la octava víctima.

Diez minutos más tarde llega a su casa. Se baja velozmente del coche y corre hacia adentro. Al abrir la puerta, se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho. Quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada
del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.

Avanza un par de metros hacia el interior de la casa, y no tarda en advertir que está todo
revuelto: infinidad de papeles tirados en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y macetas todas rotas... El asesino ya ha estado allí.

Sin que ellas les de la orden, sus piernas comienzan a huir. Corre hacia el coche, sube y acelera a
fondo. Por un segundo, la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por
delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiera llegado a advertirle...

Luego, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar. Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto contra una torre de iluminación.

Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.

La imagen de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente; y al recordarla no puede evitar estremecerse.

De repente se le ocurre algo. Gira en el primer retorno y se dirige hacia el este, hacia el campo de
sus padres. Aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida, por lo menos por un tiempo.
En ningún momento del trayecto piensa en recurrir a la policía. Sebastián ya lo pensó antes y
acabó misteriosamente con una bala enterrada en la cabeza.

Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta en el horizonte,
llega al campo. El paisaje es extremadamente desolado; sólo una pequeña casa en medio del campo interrumpe la plantación de manzanas.

Antes de apearse, mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca
que un grito desesperado escape de su garganta . Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido. Presa del pánico, abandona el auto y camina a pasos acelerados hacia el interior de la casa.

No hay luces encendidas y la oscuridad la envuelve. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra. La oscuridad le impide ver.

Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y luego... El grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la escalofriante fotografía tomada en Brasil. Y los rostros, recortados, se hallan desparramados por el suelo, formando una alfombra que cubre cada rincón.

En ese instante, el miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá
en la octava víctima.

De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, e instintivamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y..., retrocede aterrorizada. No puede creer lo que sus ojos le muestran. Sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella y apuntándole con un arma.

Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.

Final feliz


Por Marcos Zocaro

Dos años y tres meses fue lo que me llevó terminar mi primera novela, mi pequeña gran obra de arte. Y a Garmendia sólo le bastó menos de un mes para robármela.

Garmendia, Javier Garmendia, era uno de mis mejores amigos y, al igual que yo, amaba la literatura y soñaba con convertirse en un best seller. Pero lamentablemente, jamás se le caía una
idea de la cabeza. Eso fue lo que yo debí haber tenido en cuenta antes de prestarle el borrador de mi relato: un mes después, en vez de recibir su opinión sobre el libro, recibí una prolija carta donde me invitaba a la presentación de su novela Vértigo...

El desgraciado ni siquiera se había molestado en cambiarle el título. La presentación sería esa misma tarde, en el Pasaje Dardo Rocha. Y uno de los oradores que acompañaría a Garmendia sería, ni más ni menos, que Tomás M. Rocazo, el escritor que ambos tanto admirábamos. Mi indignación no podía ser mayor.

Aprovechando una distracción de mi padre, pude quitarle del cajón de la mesa de luz su pistola reglamentaria.

La escondí entre mi ropa y me dirigí hacia el Pasaje Dardo Rocha. En un principio, mi plan (descabellado, si se quiere) no era más que ocultarme entre la muchedumbre y, en medio de
la presentación, ponerme de pie, apuntar con mi arma a quien alguna vez había sido mi amigo y obligarlo a confesar su plagio. Sin embargo, ya en el lugar, todo cambió.

Para calmar mis nervios, mientras esperaba que Garmendia apareciese, decidí tomar uno de los ejemplares de Vértigo que descansaba sobre un estand. Al tenerlo en mis manos, mi furia creció más: la cubierta era tal como yo la había imaginado. En ese momento, más que nunca, pude sentir cómo me penetraba el frío de la Glock en la cintura. Luego, por curiosidad, comencé a ojear el libro hasta que llegué al final y descubrí algo que me terminó de descolocar, algo que hizo
alterar drásticamente mi plan.

Apenas Garmendia se presentó ante la multitud y se sentó detrás de un improvisado escritorio, saqué la pistola, le apunté y, después de contemplar por unos instantes su rostro lleno de terror,
le vacié el cargador en medio del pecho... El afeminado de mierda le había cambiado el final a mi novela por uno “color de rosas”.

Yo no lo podía creer. Lo que Garmendia había hecho, simplemente, no tenía perdón de Dios.

jueves, 14 de febrero de 2008

Despedida de soltera


Por Alejandra Castillo

Sería bueno que empezara a revisar mis principios; y no hablo de los universales, sino de los cotidianos, los que identifican y regulan los actos con la fuerza de las leyes de la genética. A saber: jamás le digo a una madre que su bebé califica para la próxima de Allien (no lo duden, ya va a llegar); no como pizza si no es con cerveza; ajusto el paso si alguien me “apura”; no rechazo el convite a una fiesta, ni a un hombre que me haga reír.

Si enumero apenas estos cinco, es porque el 60% de ellos me metieron en este rollo y vale su mención para introducirlos, a ustedes, en el relato.

Era lunes al mediodía cuando Marcela se acercó al escritorio en el que yo transcribía a una planilla los números de trámites psiquiátricos de la obra social para la que trabajábamos desde hace varios años. Su antigüedad era menor a la mía, aunque nuestros sueldos y categorías corrían a la inversa. No era por eso que ella me irritaba. Era más bien su exceso de femineidad, corrección y simpatía. No soy tan necia como para no reconocer la virtud en cada uno de esos enunciados, pero combinados pueden resultar tan nauseabundos como una lluvia de Anais

- Anais en un ascensor atiborrado y lento. Por cierto, ése era su perfume, cuyo vaho me anunció su presencia antes de que se plantara a mi lado. Eso, y su andar sobre tacos de 3 centímetros, sin tapitas.

-Lucía... ¿cómo estás?

-Luchando con esta pila. ¿Vos?

-Bien. ¿Sabías que me caso, no?

-Si, creo que ya te felicité, y puse para tu regalo.

-No, tonta, no es por eso. Mis amigas me están organizando una despedida de soltera para este viernes. Les pasé tu número, pero no pudieron ubicarte.

-Me desapareció el celular- dije. Y era verdad.

-Qué pena... bueno, no importa. Estás avisada, es el viernes, desde las 10, en una casa quinta que me alquilaron para la ocasión.

Y mientras me extendía el papelito con la dirección, no pude evitar la pregunta.

-¿Pero vos no te casás por civil el jueves?

-Sí, pero la iglesia es el sábado y antes nadie podía. Además, me mudo a lo de Darío cuando volvamos de las Canarias.

¿Te conté que ahí vamos de luna?

Cómo no saberlo. Antes de irse, Marcela me advirtió:

-Ah, por favor, no le cuentes de esto a nadie. Sabés que no me llevo bien con las mujeres de la oficina.

Eramos cinco y como me suponía en aquel grupo, me sorprendió ser la “elegida”.
Pero no puedo concentrarme en nada que no me importe más que un par de minutos, de modo que guardé el papelito en el bolso y volví al tedioso listado.

A las 9.00 PM del viernes estaba terminando de arreglarme cuando sonó el timbre de mi casa. Miré por la mirilla sabiendo de antemano lo que iba a ver (el cedro de la puerta no era a prueba de Anais- Anais): la cara fresca, prolija y sonriente de Marcela.

-No sabés lo que me pasó- lanzó a modo de saludo-; andaba cerca de acá y se me rompió el auto. La grúa va a demorar por lo menos dos horas y no quiero hacer esperar a nadie. ¿Podés llevarme?

-Claro, si no te importa esperar.

-No. ¿Puedo pasar al baño?

Poco más de una hora después estábamos en la casa-quinta, demasiado amplia para las seis invitadas, incluyéndome. Volvió entonces esa sensación de estar fuera de lugar, ahogada rápidamente en la sucesión ininterrumpida de daikiris que me ayudaron a soportar la rutina de esta clase de eventos. Por ejemplo, la exhibición de juguetes sexuales que la vida del 90% de las casadas excluye y la referencia a “alocadas” experiencias de la soltería, que, de ser veraces, jamás hubieran colocado a una dama en aquel brete de usar un disfraz de conejita entre mujeres
ebrias. Porque así estábamos hacia las cuatro de la mañana, hora en la que a Marcela se le ocurrió trasladar al parque a su media docena de invitadas.

-Juguemos al tiro al blanco- gritó, y a nadie más que a mí se le ocurrió interrogarla ¿te volviste loca?

-Ay, Lucía, ¿dónde está ese espíritu aventurero?, justamente vos...

-¿Yo qué? Trabajo en una oficina, voy a la ginecóloga una vez al año, nunca me tiré de un paracaídas- y hubiera seguido toda la noche, si Marcela no me hubiese interrumpido.

-Dale, tiremos. Ahí puse unas botellas y tengo dos armas. Vos y yo. A ver esa puntería- dijo, y me ofreció una pistola negra.

Miré a esas otras cinco desconocidas en busca de una aliada que no encontré. Y acepté el convite. No sé cuántas veces disparamos, diez, o doce. Me sorprendió que Marcela recargara las armas con destreza y que la suya no sonara como la mía, pero había tomado mucho, demasiado.
Creo que a las 6 de la mañana la novia me acompañó hasta el auto y estirándose desde la puerta del acompañante me dio un beso, agradeció mi presencia y me deseó buen viaje. No había dormido ni cuatro horas cuando me despertó el timbre.

Era la Policía. Me mostraron una orden de allanamiento, me informaron que estaban investigando el crimen de Darío Cáneva y que debía acompañarlos hasta la DDI. No entendía nada. El día anterior había estado en el departamento de Darío, como todos los viernes, de 6 a 8 de la noche. Su casamiento con Marcela no había alterado esa semana la rutina, ni lo iba a hacer
cuando volviera de Canarias. El me hacía reír; amaba el galope de su corazón en mi espalda.

Encontraron mi celular en su casa y mis rastros en su cama. Su sangre, en una remera escondida en mi baño. El arma que lo mató, debajo del asiento del acompañante de mi coche. Mis huellas en la empuñadura. Y restos de pólvora en mis manos. No hubo un solo testigo que respaldara
mi historia de aquella noche. Marcela pasó la prueba del dermotest y ahora disfruta de su herencia. Y yo aquí estoy, revisando los estúpidos principios que me trajeron a esta celda.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Asfixia


Por Juanchi Benavidez

Martín moriría hoy, lo había leído el día anterior en los avisos fúnebres.

No cabía cuestionamiento alguno, las noticias reflejaban la realidad y Martín así lo entendía. Esa tarde no fue a trabajar (no le encontraba sentido ya) y dedicó las sucesivas horas a recorrer los canales de noticias en busca de futuros accidentes, ya sea de tránsito o inequívocos que pudieran afectar a un alma tan imprudente al caminar por una acera. En repetidas ocasiones se planteó la duda de romper con lo establecido en su infancia. Aquel dogma de que las noticias siempre se anticipan a los hechos, por lo cual era improbable que se pudieran cambiar.

Era demasiado joven y eso le preocupaba, quería cuando menos despedirse de su madre y su hermana, nadie más lo esperaba o lo lloraría aquí. Pero no podía negar su naturaleza humana y mediática que apuntaba en su constitución, que un individuo nunca podría cambiar su destino.

Por la noche, mientras se afeitaba, pensaba en sus remotos antepasados (esos que se enteraban de las cosas mientras los hechos sucedían o quizás, no recordaba bien, pero tal vez hasta un día después.) ¿Qué clase de noticias serían esas? Qué absurdos, con qué sentido iría uno a un estadio de fútbol sin saber si su equipo favorito ganaría.

No lograba comprender aquella realidad, para Martín era casi natural leer el periódico por las mañanas para evitar un posible embotellamiento en la autopista o en las principales avenidas de la ciudad.

Tal vez sería lo mas cuantible sentarse a esperar el infortunio pues lo único perfecto es lo que va a suceder, ya que de una manera u otra es inmodificable. La vigilia le creó un rencor insostenible
a la vida. No logró conciliar el sueño.

Ciertas imágenes le surcaban el cielo y amorataban sus conceptos raramente claros sobre el ir y venir en sus latidos. Pronto su luna amanecería y sería indefectiblemente su última alba.

Ansiaba regresar en el tiempo y creer que los medios de comunicación eran sólo un arma de poder y no el poder propiamente dicho. A esta altura qué sentido encontraba en la vida, sólo espantar la azada al menos unas horas, para romper con el raciocinio del imaginario intelectual y creer, como los viejos libros de historia, que todo tiempo pasado fue mejor. En sus fugaces sueños se encontraba una y otra vez cayendo reiteradamente, pero lamentablemente....
Sí, lamentablemente, yaque inconscientemente sólo anhelaba el ineludible final. Sabiéndose aún dormido rogaba no despertar jamás, para destruir esa sucia agonía, que amenazaba con no dejarlo en paz.

El transcurso del día fue de una anormalidad absoluta, en el bagaje de su tiempo no hubo lugar para los nervios, pero sí para el envejecimiento prematuro con cada aguja del reloj. Literalmente
moría con el vacilar del segundero, intentaba reconocer su suerte, al sentirse ausente en este mundo. El café no ayudaba, pero insistía en crear falsas expectativas, mientras las horas
se sucedían y la tarde caía ya.

Las noticias son el corriente de la vida y generan una tendencia en sus súbditos, siendo esto así ¿Qué sentido se encuentra en agonizar o sangrar minutos más paralizando los hechos? La empuñadura era más frágil con ciertas miradas y el índice reposando en el insufrible gatillo se hacía deseable a su hora. La pesada penumbra llegaba con la noche y agitaba sus derechos
que se decidían, mientras su boca se colmaba de metal frío acariciando susegunpaladar.
Giraba por el cuestionamiento que se representaba con la sola aflicción de sus penas.

El reloj que pendía sobre la pared deentrada gimoteó su campanada lúgubre, y el sueño repentino se hizo dueño de la vida de Martín.

Enterada, su madre corrió al hogar de su primogénito calles arriba, ingresando en su domicilio y hallándolo tumbado y sin vida.

martes, 12 de febrero de 2008

La imagen


Por Manuel Parodi

El viejo acomodó sus dolorosos huesos en el sillón de mimbre. El calor era insoportable a esa hora de la siesta. Entrecerró los ojos y los recuerdos llegaron en tropel a su memoria.

¿Cuánto hacía que estaba allí en la isla? ¿Cincuenta, sesenta años o más? Ya no recordaba, hacía tanto tiempo...

Fue desde que ocurrió “aquello”. Con un suspiro recordó aquel día. El se encontraba en el patio de su casa armando una pequeña jaula que había ideado para cazar un petirrojo. Sus padres discutían acaloradamente. Siempre lo hacían, pero esta vez la discusión parecía haber alcanzado tonos de violencia.

De pronto los gritos de su madre lo sobresaltaron. Se precipitó hacia la vivienda y se paró en la puerta del dormitorio. La escena lo paralizó. Su padre intentaba ahorcar a su madre mientras la golpeaba con un cinturón. A partir de allí los recuerdos son confusos. De pronto tenía en sus manos la escopeta que su padre solía utilizar cuando salía a cazar. Escuchó como entresueños que él le gritaba “¡maldito bastardo, sal inmediatamente de aquí si no quieres que te zurre a ti también!”.

El disparo lo desconcertó. El arma escapó de sus manos y con ojos horrorizados vio una gran mancha roja formarse en el pecho de su padre. También vio la incredulidad en sus ojos mientras se desplomaba. Su madre se levantó y corrió hacia él abrazándolo entre sollozos. El sintió que lágrimas calientes resbalaban por su rostro.

Acordaron que debería irse del lugar antes de que las autoridades tomaran conocimiento del hecho. Rápidamente preparó un bolso con ropa y con comida yfundiéndose en un largo abrazo con su madre, se despidió de ella.

Don Roque, o “el viejo”, como le decían en el lugar, suspiró nuevamente y con un pañuelo secó el sudor de su frente. El calor en la isla era insoportable.

Sacó de su bolsillo una pequeña bolsa de tabaco y con sus dedos temblorosos se puso a liar un cigarro. Después de la primera pitada Don Roque reanudó sus pensamientos. Había caminado toda la tarde y el anochecer lo sorprendió monte adentro.

Caminó sin rumbo fijo gran parte de la noche hasta caer exhausto en la orilla del río. Don Roque aspiró con placer el humo del cigarro y entrecerró los ojos.

Los recuerdos le dolían aún...El relincho nervioso de su caballo devolvió a la realidad al viejo, que prestó atención. No era un relincho normal, conocía bien a su caballo, algo le pasaba. Se enderezó en la silla y con pasos ágiles, no propios de su edad, se dirigió presuroso a los fondos de la vivienda donde pastaba el animal.

Don Roque se acercó y su mano se deslizó suavemente por el pescuezo del caballo. Con palabras cariñosas, el viejo trató de tranquilizarlo. “Algo lo inquieta, él no es así”, pensó.

Vio que el lazo que lo sujetaba al palenque estaba enredado en la pata derecha del animal. Se agachó suavemente y levantándosela, lo liberó. Fue entonces cuando sintió el leve siseo que lo paralizó en seco. Casi sin verlo, supo lo que era. Lentamente y con mucho cuidado se dio vuelta y frente a él, a pocos centímetros, la enorme Yarará-Cuzú lo observaba.

Una de las más peligrosas especies que habitaban la isla. El viejo maldijo entre dientes su error, ¡cómo se había descuidado! Con mucha cautela y movimientos lentos, su mano se dirigió a la
cintura y rozó el mango de su cuchillo.

Trataría de sacarlo con mucho cuidado. Su mano se cerró sobre la empuñadura, y en ese momento sintió el latigazo y un fuerte ardor en su pierna. Rápidamente se dejó caer al suelo y sacando su cuchillo rasgó la parte inferior de su pantalón.

Su pierna le ardía atrozmente y comenzaba a entumecerse.

Don Roque desató su pañuelo del cuello e inició un torniquete por debajo de su rodilla. Sabía que era inútil, no tenía antídoto y la picadura era mortal. Se arrastró dificultosamente y apoyando su espalda en el palenque revisó la herida. Los dos orificios comenzaron a hincharse velozmente y
un color violáceo teñía su pierna. Pensó en cortar la herida para drenar parte del veneno pero sabía que ni esto evitaría su muerte.

¿Cuánto tiempo le quedaría? ¿Una hora, dos? Sentía la boca reseca, pero a pesar del fuerte calor, tenía frío. Quería preparar un cigarro, pero no pudo. Su vista comenzaba a nublarse. Cerró los
ojos y se vio jugando en el patio de su casa. Oía claramente los gritos de su madre llamándolo: “¡Roque, a comer!”.

Más allá, su padre trajinaba con el hacha sobre un montón de leña.

El viejo sintió que la sed lo devoraba por dentro. Ahí estaba su madre sacando del pozo un balde de agua fresca.

No sabe cuánto tiempo deliró, o si se quedó dormido. De pronto abrió los ojos y una fuerte luz de color celeste invadió el lugar. Como entresueños vio a una persona arrodillada con la mano
extendida hacia su herida. Intentó hablarle, pero las palabras se negaban a salir de su boca. Quiso levantar una mano, pero ésta no le respondió. Entonces por primera vez vio con nitidez
el rostro de aquella persona.

Era su padre, que con una sonrisa en los labios se desvanecía lentamente, y la inconsciencia lo invadió de nuevo. Con movimientos suaves, algo empujaba su cuerpo. El viejo despertó sobresaltado y vio a su caballo que con el hocico tocaba su hombro. Se enderezó y al instante recordó todo. “Estoy vivo”, pensó, “no puede ser”. Rápidamente miró la herida, pero de ella sólo quedaban dos pequeños orificios. La hinchazón había desaparecido y él se encontraba mucho mejor. No podía creerlo, sabía que sobrevivir a la mordedura de una Yarará en aquellos parajes era imposible.

Sin duda su padre, a pesar de lo sucedido, había acudido en su ayuda. Una enorme paz lo invadió y gruesas lágrimas rodaron por su rostro.

El enjuto


Por Oscar Ojea Chiappesoni

“Mañana no es el otro nombre de hoy” Eduardo Galeano
Su pecho palpitaba a mil. Había tomado una decisión. Necesitaba guita y era ahora o nunca. La desvencijada moto rompía con su ruido la calma del barrio. Eran casi las tres de la tarde. Ni un alma bajo el sol de enero. A lo lejos, el rumor de los autos traía la presencia de la avenida 72.

Se ajusta la gorra hasta las orejas. Trata de acordarse desde cuándo usa esa gorrita. Sólo sabe que se la dio su prima Gladis. La había encontrado en la playa de San Clemente, hace como dos años. Le gustaba y hasta dormía con ella, con la gorra, por supuesto.

La moto se quejaba sobre la polvorienta calle. Dobló hacia el almacén de Coca. Tanteó en su bolsillo izquierdo el bulto que le daba fuerzas. Si don José, el dueño del corralón, se enteraba de que le afanaba el fierro seguro lo cagaba a patadas y era capaz de denunciarlo a la policía. Pero el
patrón era un viejo distraído y nunca se acordaba donde había guardado el arma.

A lo lejos divisa una señora, de edad, sentada en la vereda. Juega con un borreguito. Tal vez su nieto. Tal vez no quiere dormir la siesta. A él tampoco le gustaba dormir la siesta. Cuando su madre lo obligaba, saltaba por la ventana y se las tomaba para la cava con los pibes amigos. Ya no
piensa en el almacén. Su mirada se clava en la mujer y en el chico. A los alrededores no hay nadie. Sólo perros atorrantes que desparraman basura. La tarde quema como nunca. Detiene el motor y la moto sigue silenciosa y lenta. Se detiene junto a la mujer que ha tomado de la mano al chico
y mira con asombro y desconcierto al recién llegado.

Resoplando coraje de no sé donde, salta de la moto y con fiereza la empuja hacia lacasa. Con voz ronca y apagada le pide plata, plata y plata. Su mano derecha crispa la pistola plateada que parece una antorcha bajo el sol. Tiene el cuerpo bañado en sudor, la remera pegada al cuerpo. Cuerpo enjuto, como le decía siempre el doctor de la salita. La mujer ahoga un grito y el pendejo
llora asustado. Se juramenta no aflojar ahora. Unos pesos y algún electrodoméstico le vendrán bien para organizarse. De pronto un estruendo. Un golpe seco en la panza seguido de un dolor de mierda lo tira contra el cerco de cañas. Siente frío, ganas de vomitar, su vista se nubla. Levanta
la cabeza y alcanza a ver a un tipo grandote, de rulos y barba, con los ojos agrandados por la bronca y el miedo.

El grandote sostiene una escopeta. Suena otra explosión. Su pierna da un latigazo en el patio de ladrillos y le hace estremecer el cuerpo. Más dolor. Una sueñera pegajosa lo invade. Parece que flota. Ahora sí no escucha nada. Mueve su mano y allí está el fierro de José. Ojalá que no se
entere de que lo agarró por un ratito.

domingo, 10 de febrero de 2008

Coloquio con la muerte


Por Fabricio I. Risso

Desde chico siempre me hice la misma pregunta: ¿qué le preguntaría a la muerte si la tuviera frente mío?, ¿sacaría mis dudas completamente?, ¿me contestaría? Pero siempre vuelvo a la misma interrogación lógica y que cierra todas mis preguntas, pero no las respuestas ¿me encontraré alguna vez con la muerte?

Según los científicos, podríamos afirmar que todo ser viviente, tarde o temprano, muere por causas naturales, porque la vida esta compuesta de nacimiento y de muerte del ser.

Nadie me explica qué o quién es verdaderamente la muerte. Dicen que es un ser oscuro, con un gran manto negro, vestida de huesos y con una guadaña en su mano. La muerte ¿es aquel ser oscuro y tenebroso que camina por nosotros con su guadaña y una lista con nombres en la otra? ¿La muerte es muerte o es vida? ¿La muerte camina o vuela? ¿La muerte busca muerte o busca vida? ¿Lleva o trae? Tantas, tantas cosas, tantos interrogantes que podría pasarme la vida preguntándome si la muerte es lo que ellos afirman o creen.

Me acosté tarde, como de costumbre, eran las dos de la mañana. Acababa de terminar la redacción para presentar a la mañana siguiente en el diario informativo de la ciudad. La nota apuntaba a un hecho poco informativo y de interés general, que me dejó pensando mucho tiempo hasta poder dormirme. Trataba de un abogado llamado Rafael Gonzáles Blend, que se había ahorcado por, de acuerdo a las investigaciones, problemas laborales y amorosos. Lo único que yo sabía era que un hombre se mató, se ahorcó del parante de su comedor. Dejó su vida en manos de un ser inexplicable llamado “la muerte”, por el sólo hecho de no poder lidiar con sus problemas cotidianos.

Traté de dejar de pensar en mis tonterías absurdas y me di vuelta para dormir de costado, mirando la pared azul que sólo iluminaba el rayo de luz que entraba por una hendija de la persiana blanco crema. Me pregunté en voz alta:

-¿Por qué un hombre llegaría a quitarse la vida?

-¿Y por qué no?

-Porque no, yo no creo que un hombre haya hecho eso por el sólo hecho de que tenía problemas, pienso que algo pasaba y que sólo él sabe.

-¿Pero qué es lo que no sabes?

-¿Qué es lo que no sé?

-Averigualo...

-No es tan fácil, me gustaría. Me gustaría saber que es lo que le pasa a la gente cuando se pone el gatillo en su boca o en la sien y simplemente lo jalan... Sólo quiero saber qué es lo que pasa por sus mentes.

-¿Tú no lo intentaste?

-Creo que no me animaría, no lo sé, no creo que tenga las agallas para hacerlo.

-¿Pero alguna vez lo has pensado?

-Sólo una, pero inmediatamente cambié de parecer. No es fácil lidiar con los problemas, hay muchas alternativas antes de pegarse un tiro. Creo yo que hay que enfrentar los problemas cara a cara.

-Es fácil decirlo, ¿tú nunca has tenido un problema?

-Miles y miles, a diario, semanales, mensuales y anuales. Pero no llego al punto de querer sacarme la vida. Yo creo...

-¿Qué crees?...

-Creo que con los problemas que tengo daría la solución de sacarme la vida, pero aún así no creo que sea lo correcto... estoy seguro de eso...

-Piénsalo nuevamente...

-Ya lo pensé, pero no es lo que haría. Si yo fuese el señor que estuve investigando para el diario, creo que hubiese afrontado los problemas de frente, sin llegar a tomar la iniciativa de sacarme la vida.

-Tú no estas en su lugar...

-Mi tampoco podría estarlo...

Me di cuenta de que seguía viendo la pared azulada, pero ya no estaba hablando solo. Era la primera vez que me pasaba y sabía bien que no era yo quien respondía las preguntas.

Di vuelta lentamente y sin mirar pregunte

-¿Quién anda ahí?

-Date vuelta y contesta tu pregunta.

-No me hagas nada. Llévate todo...

-Cuando me veas no pensarás lo mismo. Al voltear mi cuello mis ojos se paralizaron al ver lo que estaba viendo. Una mujer totalmente hermosa, cabellos rubios y largos hasta la cintura, ojos celestes resplandecientes, cuerpo figurado y un contorno luminoso, blanco, con un manto de cristal a sus espaldas iluminando la habitación. Me di vuelta completamente y le pregunté quién era.

-Tu estudio- respondió.

-¿Mi estudio?, no le entiendo... ¿Qué hace en mi casa? ¿Qué viene a buscar?

-Respuestas, sólo respuestas.

-¡Usted quiere respuestas y está en mi habitación!,

¿Entonces yo qué tendría que decir? Una desconocida se posa en mi cama sin saber de donde apareció, de dónde es y quién es...

-No se altere, sólo vengo a hablar...

-¿Mi estudio?, yo dejé de estudiar hace rato...

-Nunca es tarde para volver a repasar el pasado.

-No entiendo qué es lo que me quiere decir señorita...

-Yo soy su estudio, su pregunta...

-Ahora resulta que no sólo es mi estudio, sino que también es mi pregunta. ¿Qué pregunta? Es tarde y una desconocida está posada frente a mí en plena madrugada. ¿Quién es?

-Tengo muchos nombres, dijo con voz calma y a media sonrisa mientras se levantó del pie de la cama y empezó a caminar por la habitación. Algunos me dicen “desdicha”, otros, “manto negro”, algunos afirman que mi verdadero nombre es Parca, pero los demás me llaman vulgarmente “la muerte”... Empecé a reírme sin poder parar y mirándola fijamente empecé a opacar mi risa rápidamente, pidiéndole disculpas.

-Está bien, no me ofende, no pretendía que me creyera desde un principio...

-Disculpe señorita, es que su confesión no es para nada normal. ¿Intentó alguna vez hablar con un psicólogo? Yo le podría recomendar uno.

-Lo hice, señor Roberto, un día tuve la posibilidad de hablar con uno personalmente. Era un psicólogo muy interesante y por lo que noté, inteligente. Me aclaró bastante sobre su mundo...

-Hagamos de cuenta que le creo, que yo creo que usted es la mismísima muerte y
que está justo parada frente a mi... ¿Cómo podría demostrarme lo que dice?

-De la forma que usted quiera, Don Roberto, a mí no me costaría nada. Pero fíjese y
piénselo, tal vez le cueste a usted.

-¿Jovencita, me está amenazando?

-Jamás, don Roberto, jamás. Sólo le advertiría sin que se ofendiera.

-¿Qué es lo que quiere señorita muerte?

-dije irónicamente-

-¿Qué se siente ser humano?

-Se siente bien. Por el sólo hecho de que uno puede respirar. Siente la dulzura de
una manzana. ¿Usted nunca fue humana?, ¿siempre fue “la muerte”?

-Siempre fui lo que soy y lo seguiré siendo.

-Disculpe que me vuelva a reír señorita, pero no puedo creerle que el demonio la haya contratado para ser “la muerte”...

-Nunca dije que fuera el demonio... A veces pensamos que las cosas las hacen quienes más culpamos. Pero ¿usted se puso a pensar a dónde va a ir el día que yo lo venga a buscar?

-Supongo que al cielo... ¿no?

-Usted va a ir adonde se merezca.

-¿Intentó alguna vez ir al psiquiatra? señorita, váyase de mi casa. Veo que es sólo una joven que lo único que quiere es sacarme dinero. Quiero dormir, mañana tengo que trabajar y usted está impidiendo mi sueño...

-¿Qué se siente sentir el viento?

-Libertad, libertad y más libertad. ¿Quién es usted señorita y que quiere de mi?

-¿Qué se siente tener amigos?

-No lo sé, alegría supongo. Se siente bien, no lo sé. Y dígame ¿qué es el infierno?

-El infierno es el lugar en donde se encuentran las almas que tienen que pagar la condena.

-¿Qué condena?, ¿específicamente, a qué condena se refiere?

-La condena de vivir con sufrimiento, de vivir en agonía continua. ¿Usted qué paraíso se merece?

-Queda mi alma a disposición del juez de turno.

-Es igual de terco que su padre... recuerdo que él mismo me dijo al verme que no me tenía miedo. Y aclaremos que sólo vio mi sombra.

-No voy a permitirle que hable sobre mi padre señorita. El tenía muchos problemas, es por eso que tomó la decisión de sacarse la vida...

-Usted sabe bien, pero yo mejor. Su padre murió de cáncer hace mucho tiempo, usted era apenas un niño.

-¿Cómo sabe que mi padre murió de cáncer?

¿Cómo pudo saber eso?

-Sólo una última cosa... ¿qué se siente estar cerca de mi?

-Se siente entender que la vida no es más que una metáfora... vivo por consecuencia de mis causas. Vivo a causa de la decisión de alguien. Y usted no es más que una fiel servidora de ese alguien...

-Se me hace tarde Don, fue un placer charlar con usted ¿sabe?

-Hasta siempre...

-Hasta luego.

La mujer abrió la puerta de mi habitación y se fue como una persona común y silvestre. Me senté en la cama y traté de ponerme a pensar en todo lo que había hablado con esta señorita que se hacía llamar “la muerte”. Me recosté y prendí un cigarrillo, miré las fotos de mis padres y me levanté a contestar la puerta que alguien acababa de tocar. Fui lentamente hasta ella y la abrí, un hombre poco más bajo que yo, con un sombrero marrón y lentes gruesos me dijo mirándome sorpresivamente.

-Buenas noches, disculpe la hora, pero una señorita me mandó, en la puerta, para que hablemos, ¿necesita algo? ¿Se encuentra bien?....

-Es muy tarde señor, no es hora de que usted y yo charlemos... ni siquiera sé quién es...

-Ya sé, perdone mi interrupción, lo que ocurre es que una señorita me dijo que le preguntara si se encontraba bien, justo pasaba por aquí, la noté preocupada...

-¿Cómo es su nombre?

-Mi nombre es Rafael Gonzáles Blend, soy abogado,

¿puedo pasar?...

sábado, 9 de febrero de 2008

El secuestro


Por Esteban León (*)

Chiche era un tipo alegre, casi feliz, con una sonrisa siempre dibujada en su boca, con un chiste frecuentemente listo a flor de lengua, con alguna salida picante en cada fiesta. No tenía problemas mayores y había hecho una pequeña fortuna como producto de sus exitosas actuaciones televisivas, teatrales e inclusocinematográficas, en calidad de actor cómico.

Eran las tres de la tarde y Chiche estaba recostado leyendo “Crimen y castigo” en su sillón preferido. De pronto, tres sombras se proyectaron a su frente y de un solo golpe se sintió inmovilizado, amordazado y despojado del libro, justo cuando Raskolnikov estaba por matar a la vieja. En su casa no había nadie más que él y los dueños de las sombras. Retenido por los cuatro costados y arrastrado como una babosa, veía sólo el techo con la monotonía de la impecable e inmaculada blancura de un yeso recientemente retocado. Lo tenían del cuello. Ahora lo sentía por su asfixia incipiente.

Lo sacaron de su casa por la puerta delantera como si la hubieran abierto sin forzarla al entrar. De un sacudón le hicieron recorrer el pasillo hasta la calle y una vez allí comenzó a ver remolinos de ramas en un fondo celeste subido que eran producto de un movimiento en tirabuzón de todo su cuerpo, siempre con la cabeza para arriba y semiasfixiado por biceps añejados en gimnasios. Un vuelo como de planeador lo estrelló en el asiento trasero de un Falcon. Allí comenzó a respirar con más libertad, aunque en una posición poco ortodoxa, como de prostituta esperando la sodomización. Así lo mantuvieron durante media hora, hasta que llegaron a un tugurio de chapas al que Chiche pudo mirar de reojo. A los empujones recorrieron un camino fangoso que los llevó hasta una habitación desordenada pero limpia, con una mesa que parecía brillar por lo pulcra y una lámpara potentísima que la iluminaba en su centro. Le clavaron una aguja en el pliegue del codo y a partir de allí ya no recordaba nada más.

Se despertó en el mismo sillón de su casa en el que estaba leyendo, con el libro en la mano, pensando que todo esto había sido un sueño, una pesadilla.

Eran las seis de la tarde, según le indicaba su reloj de pared. Sintió de pronto un tremendo dolor en las mejillas que lo hizo incorporar. “Todavía no debe haber llegado Marta” se dijo, verificando que todo estaba igual que tres horas atrás. En eso sonó el teléfono. Pero no era la voz de Marta, sino una voz masculina que le dijo:

-Viejo, no hagas nada, no llames a la cana.

-Pero ¿quiénes son ustedes?

-No preguntes más nada. Somos los que te secuestramos.

-Cómo que me secuestraron, si yo estoy aquí.

-Te secuestramos la risa. Fijate en el espejo.

-Pero ¿para qué?

-Ya te vas a enterar cuando nos pongamos de nuevo en contacto para darte las instrucciones de cómo pagar el rescate. Y le colgó.

Se arrimó al espejo para ver qué pasaba en su cara y aguzando un poco la vista pudo divisar dos cicatrices muy delicadas: una en cada mejilla. En realidad, no podía sentirse desfigurado, aunque la cara estaba más chupada. Sin embargo sentía un dolor que era como un tirón que le impedía la risa.

Había escuchado del tráfico de órganos para transplante, pero ¿qué podían hacer con sus mejillas? se preguntaba. No quiso hacer la denuncia porque no sabía cómo podría contar lo sucedido. Cuando llegó su esposa, le relató los hechos. Ella se mostraba un poco incrédula, pero las cosas se sucedieron con calma hasta que Chiche decidió dar un paseo para despejarse y aclarar su pensamiento. Cuando volvió a su casa, después de una hora, encontró a su mujer desorbitada, insultándolo, basureándolo a los gritos. El pobre no entendía nada, hasta que entre todos los improperios pudo darse cuenta de que una tal Tamara había llamado para pedirle disculpas por los arañazos en las mejillas, que no se iba a repetir, que lo seguía queriendo como
siempre y que no la dejara, aunque más no fuera por un supuesto hijo.

Él trató de explicarle que era un error, que no había ninguna Tamara, ni ningún nene, que los tajos se los hicieron los tipos que lo sacaron de su casa, pero su mujer no le creyó la historia y se fue con una maleta cargada de ropa que ya había preparado mientras el cómico se encontraba afuera. Al rato, mientras trataba de reponerse de todo esto, sonó el teléfono. Eran ellos que le pedían trescientos mil pesos. Chiche les quiso mentir diciendo que no disponía de esa suma, pero se veía que tenían todo estudiado porque le respondieron:

-No te hagas el gil. Sabemos que los tenés a plazo fijo y que vence mañana. Pensá que vas a recuperar tu risa.

-¿Cómo? - les preguntó.

-Muy sencillo: te vamos a reimplantar el risorio de Santorini que te extirpamos.

-Pero yo cómo voy a saber si ustedes realmente lo van a poder hacer.

-Muy simple: vas a tener que correr e riesgo y creer en nuestra palabra. De lo contrario, no vas poder reírte más en tu vida - y colgaron.

Al día siguiente fue al banco y como los convenció de que se trataba de una emergencia, en dos horas pudo conseguir el dinero.

No había salido todavía del banco cuando tuvo a uno de ellos palmeándolo y abrazándolo para atravesar la puerta de entrada y hacerlo entrar a un auto en marcha que los esperaba. Fue todo muy rápido y tan bien hecho que el cana que estaba en la puerta ni se avivó de que era un secuestro.

Cuando habían hecho una cuadra lo empujaron al suelo del auto y no lo sacaron de ahí hasta no llegar al mismo tugurio en el que lo habrían operado antes. Ni bien pusieron los pies en el rancho le enchufaron un jeringazo y al poco rato se quedó completamente dormido.

No se sabe cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que se despertó nuevamente sentado en el viejo sillón. Se levantó como un resorte y salió corriendo hacia el baño. Se miró al espejo y vio sus mejillas normalmente formadas, como antes de toda esa pesadilla. Sin embargo, recordó
que su esposa se había ido, que la quería y que probablemente no la volvería a ver. Intentó sonreír, pero aunque los músculos ahora le respondían, comprendió que ya no tenía motivo para hacerlo.

(*) Seudónimo

viernes, 8 de febrero de 2008

Pizarro y el Círculo Legítimo


Por Nicolás Iaconis IV


No mostró preocupación. Era un claro inconveniente, un escollo para la malograda tranquilidad de la sociedad. El Comisario Saarbrücken, hombre de mediana edad, patillas boscosas y enrevesados bigotes oscuros, recibía quejas a cada instante por la penosa situación de la ciudad. Quizás no era nada nuevo en la historia del país, ni siquiera en la historia universal, no obstante, lo cierto es que era mejor promulgar la anarquía que la estabilidad y la paz. A tal punto llegaban las recriminaciones por vía de medios televisivos, radiales y periódicos en relación a las numerosas manos que manejaban los asuntos citadinos con fines lucrativos personales, vale decir la legendaria mafia, que todos los dedos inocentes, y otros no tanto, marcaban como principal marioneta de la organización criminal a Saarbrücken. Aunque no estaba preocupado por las acusaciones, porque ninguna había calado profundo en la curiosidad de las autoridades, ni se formularon en explícitas demandas para brindar explicaciones ante las inculpaciones y ante la inacción morbosa de las fuerzas policiales, aún así, por interés de su esposa que abogaba por salir al shopping sin acoger improperios y recomendaciones de a dónde ir con su marido, decidió el comisario nombrar una comisión especial para tratar el asunto.

El detective Angel Pizarro fue elegido como Jefe de la Comisión Especial para Asuntos Mafiosos. En realidad, todos sabían el carácter irónico de tal nombramiento, pues Pizarro se contentaba apenas con un trabajo mediocre, con el mínimo exigible de los procedimientos policiales. Su rostro cansado o, tal vez, estirado visiblemente por el aburrimiento y la ociosidad atestiguaban la falta de seriedad que tendría la labor de la Comisión. Pero lo cierto es que la creación de la Comisión y el desconocimiento puertas para afuera del detective Pizarro y sus ímpetus laborales, permitieron la relajación de tensiones en las personas.

Nadie supuso en la comisaría, ni tampoco quienes eran allegados a Pizarro, cómo aconteció que el detective se motivó. Nadie sabe si recibió amenazas o si el mero nombramiento de tan importante misión lo impulsó decididamente a saborear el fruto del arduo compromiso, la limpieza definitiva de la ciudad. La cadena casi infinita de los acontecimientos posteriores, de la victoria gloriosa y en adelante recordada por las generaciones de ciudadanos, comenzó con un simple interrogatorio, en el cual un pobre diablo queriendo guapear con su posición en la jerarquía de una pandilla terminó cantando a los cuatro vientos tres nombres clave. Joaquín Gálvez, Roque Acevedo y Lucio Alcorta: tres importantes proveedores de droga. Fueron arrestados, pese a los pedidos exagerados por un abogado. Pizarro se comportó como un caballero: los hizo encerrar en tres habitaciones para interrogaciones separadas y los prisioneros pasaron veinte horas sentados en el suelo, sin luz, sin agua, sin calefacción -la crudeza del invierno se vive mejor desde el suelo- y sin otro movimiento humano que el del propio cuerpo. En las primeras tres horas gritaron desaforadamente, sermoneando brutalidad policial. Reclamaban, también, sus derechos constitucionales. Pasadas las veinte horas de cautiverio, Pizarro entró en cada una de las habitaciones, haciendo encender las potentes luces blancas que había hecho instalar previo a la llegada de los reos. Y en todas acaparó la misma actitud: abogados, derechos, brutalidad, venganza y millonaria denuncia. Y a todas ellas respondió con lo mismo: “Usted ha perdido sus derechos por ser una basura”.

Fue así que con claros métodos de extorsión, consiguió de cada uno tres nombres más, por lo que en total sumaban nueve sujetos clave (sucedió que Gálvez creyó que Acevedo y Alcorta delatarían a los mismos, que Acevedo creyó lo mismo de Gálvez y Alcorta, y que Alcorta creyó lo mismo que Gálvez y Acevedo, de manera de no dar indicios mayores de la organización, pero no fue así debido a que el cuerpo y la mente responden distintamente ante estímulos exteriores en las personas, por más que sean los mismos). Rápidamente, el CEAM arrestó a los nueve hombres y procedió con iguales métodos: encierro y extorsión. Poco a poco, los grandes e importantes sujetos de la organización criminal iban cayendo. Ya casi no había lugar para realizar los interrogatorios con el susodicho método. La situación empezaba a calmarse.

Entonces, los criminales de distinta estirpe decidieron acabar con la Comisión y, especialmente, con su impulsor Pizarro. Las pandillas, los vendedores de mercadería, los “representantes” de prostitutas, los capos de las apuestas y del juego, en fin, toda esa pestilente putrefacción de la sociedad se unieron bajo un mismo anillo sagrado: acabar con Pizarro y la condenada Comisión, para luego racionar los bienes y proseguir con las actividades delictuosas. Sin embargo, en esa misma reunión surgieron algunas dudas. No todos los miembros presentes estaban seguros de cómo se haría la repartición luego de acabada la Comisión. Un tal Gareliano, en su macabra lucidez de marihuana, preguntó por quién haría la partición. Un tal Zelaya propuso como juez de partición al magnate München, extranjero nacionalizado que embaucaba con sus inmobiliarias
fantasmas y sus casas de electrodomésticos. A esto respondieron con evidente enojo los representantes del movimiento de prostitutas y mujeres fáciles de la zona, en voz de Fernández, por ser el magnate un desentendido de los problemas patrios.

“Lo mejor para repartir los bienes es que sea por medio de un argentino, que entiende lo que pasa y que sabe lo que es más beneficioso para todos”. Pero era también evidente que, por más que München aceptara la propuesta de un argentino a cargo de la partición, el resto de los oriundos del país no confiaban en otro argentino, por razones ya sabidas y harto fundamentadas. Además, todos provenían de lugares poco confiables, lo cual hacía mirar al vecino con recelo y suspicacia. Y entre tanta discusión acalorada, de palabras fuertes para oídos castos, se llegó a la conclusión de que el único que podría ser un buen juez era Angel Pizarro. Decidieron sobornarlo para que aceptara el puesto, y luego tributarle mercadería, mujeres y dinero para que se mantenga en tal puesto. Era un plan perfecto.

Al momento de hacer la propuesta al detective, en su propia casa, éste no desdeñó el ofrecimiento y allí, sin más, se lo nombró Juez de Repartición de Bienes Sociales. Tendría, como obligación, detener el accionar del CEAM o hacer la gran vista gorda, para que las cabezas de ganado se subieran a los camiones equivocados. Además, y por cierto, debía promover la desaparición del Comisario Saarbrücken. El detective Pizarro dispuso todo para tal fin y el Comisario un buen día no fue a trabajar. El Intendente nombró a Pizarro como Comisario y allí se dio la victoria definitiva contra la organización criminal. Como Juez de Repartición de Bienes Sociales, invistió de legalidad medicinal a la droga, recordando la maravillosa sensación de bienestar que el estupefaciente logra en el consumidor; organizó el servicio de atención para disminuir el estrés y el colesterol, por medio de la actividad dinámica de las prostitutas; organizó las apuestas y el juego para lograr una paridad justa y un tributo a los organizadores (el que pagaba más en la apuesta ganaba más y pagaba más de tributo), etcétera. Los medios informativos proclamaron la victoria gloriosa, la limpieza definitiva de la ciudad.

No mostró preocupación.

El gángster



Por Matías Alfredo Verna

Sintió el frío de la Browning 9 milímetros en la palma de su mano y colocó el cargador con 10 balas, dejando una en la recámara. Se llevó la pistola a la cintura, se aflojó un pasador del cinto y cubrió el arma con su remera blanca estirada que llevaba fuera del vaquero gastado.

Recorrió su casa con la mirada y salió a la calle.

Las luces quedaron encendidas por si llegaba tarde y dejó las cortinas tapando las ventanas, para que nadie mirara hacia el interior.

Llevaba unos zapatos marrones lustrados, con suela de goma para no hacer ruido. Su paso era seguro, aún en las veredas más desastrosas.

Miraba hacia delante con los ojos clavados más allá y fuera de si. Su mano derecha estaba apoyada sobre la remera blanca que acariciaba la pistola y con la otra mano contaba de uno a cinco sin parar.

No sabía el nombre de la víctima ni los motivos de su asesinato; conocía el lugar de residencia y su rostro. No era necesario saber más.

Seguía caminando y al acercarse al lugar comenzó a sudar un frío más cortante que el de la Browning 9 mm.

Simulaba muy bien su miedo y su necesidad de matar. Nada lo detenía, su mente estaba tatuada con la cara del futuro cadáver, la tapa de los diarios de mañana, el desafortunado.

Le pareció llegar al lugar y sacó de su bolsillo izquierdo (sin sacar la mano derecha de la pistola) un papel con la dirección correcta: Islas Malvinas 4822 piso 5 departamento B.

Miró el reloj y no miró la hora. Esperó a que alguien bajara para poder entrar; salir no era ningún inconveniente porque la puerta podía abrirse desde adentro. Pasaron cinco minutos y una mujer con su bebé salieron del edificio.”¿La ayudo señora?”; - sí por favor -, clavó los ojos en la criatura que dormía en su cochecito, miró a su madre que agradecía con una sonrisa y entró.

Tomó el ascensor que estaba en la planta baja y que seguramente había dejado la mujer. Con el dedo índice temblando oprimió el botón Nº 5; el sacudón del ascensor le ofreció unas ganas de vomitar que no quiso aceptar.

Sudaba mucho, se secó la transpiración con la remera blanca estirada y al levantarla vio en el espejo la pistola que ocultaba en su cintura; la tomó con su mano derecha y la apoyó sobre su pierna.

Se detuvo en el piso indicado. Abrió la puerta con cuidado, la dejó así para que nadie usara el ascensor y buscó la letra B. Los mosaicos del pasillo estaban encerrados y las suelas de goma de sus zapatos marrones se adherían al piso. Caminó lentamente y con los nudillos de su mano izquierda golpeó dos veces.

La puerta se abrió, las bisagras chillaron un poco y el tatuaje que llevaba ensu mente con la cara de la víctima se hizo realidad.

Colocó el caño helado de la 9 mm en la frente de la víctima, inspeccionó los rasgos de su cara y se detuvo en los ojos aterrados. Quiso escucharle la voz, pero no dijo una palabra, cerró los ojos y disparó cuatro veces.

Nadie escuchó los disparos y muchos no quisieron escuchar.

Volvió la pistola a su cintura y se sacó la remera blanca manchada de sangre que luego guardó en una bolsa de supermercado. supermercado.

Encontró una camisa de la víctima que le quedaba ajustada, le costó un poco prender los botones porque eran pequeños y porque seguía temblando; recorrió el departamento con la mirada, cerró la puerta con el pie y se fue hacia el ascensor.

Llegó a la planta baja y se llevó a la axila la bolsa de supermercado del muerto con la remera blanca estirada manchada de sangre.

La puerta del edificio estaba abierta.

El portero baldeaba la vereda concentrado en la escoba y el secador. Los zapatos de goma siguieron en silencio y mientras caía la tarde caminó hacia su casa.

En el camino se cruzó con la mujer y su bebé, la saludó con la cabeza y ella se detuvo un instante en la camisa ¿sería de su marido?... Quién sabe.

Siguió con la mirada hacia delante y se metió en su casa. Las luces estaban encendidas, las cortinas seguían corridas y la noche cubría al asesino.

Apagó las luces, cerró las ventanas, se duchó por más de media hora y se acostó con la Browning 9 mm cargada con las 6 balas restantes debajo de su almohada. No soñó ni se interrumpió su descanso. Cuando la radiodespertador anunció las 7 a.m. saltó de su cama. Corrió hasta su puerta donde lo esperaba un sobre cerrado.

Buscó la luz de los primeros rayos del sol para no dañar la correspondencia y la abrió con un cortaplumas que tenía en el cajón de su escritorio sin papeles.

Sacó un cheque de $ 5000 y el diario del día con su víctima en la tapa; buscó en la anteúltima página del matutino la información necrológica y conoció el nombre del desafortunado.

Cerró el diario.

Sintió la Browning debajo de su almohada y siguió durmiendo, hasta el próximo encargue.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Proteger y servir


Por Miguel Angel Di Benedetto

-¡Siete treinta a móvil! ¡Siete treinta a móvil! ¡Conteste móvil! Cambio

-¡Aquí móvil! Cambio

-¡Tenemos un sesenta en zona cuatro! ¡Coordenadas: Este nueve; Oeste noventa
y dos! Cambio.

-¡Comprendido siete treinta! ¡Cambio y fuera!

Salen arando. La sirena parte la madrugada en dos. Al volante, el sargento Medina; lo acompaña Tonelli, el “gordo” para los amigos.

Medina hace rebajas como loco en cada curva. Tonelli chequea las armas. Un hombre en ojotas señala una casa. Son tres ladrones. Dan la voz: ¡Policías! Desde adentro les contesta un fuego cruzado.

¡Ahí en el techo, gordo! Dale de acá, voy por atrás...

Pasa el alambrado y se acerca reptando por el barro. Cuando está por llegar a la pared trasera, siente un fogonazo. Alcanza a gatillar cayendo junto al ladrón. Tonelli se coloca en posición de tiro. Desde la verja, el segundo tipo arroja el arma rindiéndose. Sube, esposa una mano y otra en la verja.

Falta uno. Rodea la casa. Encuentra el cuerpo de Medina casi encima del otro. Busca el pulso. Nada. Algo le explota, enardecido trepa por el tanque de agua. Truenos cruzan la oscuridad, la muerte viste de plomo el segundo. Agazapado, cuenta: 5, 6, 7... ¡Perdiste! ¡Hijo de puta! No tenés más balas. ¡¿Se te acabó el coraje?! ¡Esperá; esperá que voy!

Sale de atrás del tanque acercándose lentamente. Ya lo tiene. Puede ver los ojos de rata asustada, oler el miedo... Una chapa cede y el vacío devora. El cuerpo es un desconcierto de huesos, la escopeta lo mira a pocos centímetros de lo que fue una mano. Con la otra se palpa, al llegar a la ingle siente una humedad pegajosa.

La misma que sintió cuando formó con el veintiuno destinado a la cancha de San Telmo. Un sol criminal horadaba los cascos, los chalecos eran de hierro, las balleneras bajo las camisas, rémoras de sal. Y él ahí. Duro. Inmutable, entre los gargajos de los hinchas y las puteadas. Suben las tribunas haciendo un cordón que separa a los locales. Segundo tiempo. Penal en contra. La cancha, muda. El pedazo de cuero no termina de entrar cuando el caos se desata. Piedras. Botellas. Pedazos de chapa. Cuchillos encendiendo el aire.

¡Esto es un desastre señores, el público se desbanda y la policía retrocede sin reaccionar! ¡Una vergüenza!!

-Mario, aquí en la cabecera norte un hincha me dice que esto empezó cuando los efectivos del escuadrón retiraron al “Gato”, jefe de la hinchada.

Las voces comentan sin saber. Si hacen: reprimen; si no hacen: redimen. Siempre en el medio, responsables de todo, menos de su propia vida. El hielo crece desde los borceguíes a las rodillas. Bajar frente a la plaza enfrentando el monstruo de seis mil cabezas que brama enloquecido al compás de los bombos. Acá es otra historia. Bien juntos, escudo contra escudo, un ojo al frente, otro al compañero de al lado.

La mano explora hasta chocar con un ierro del ocho. Emerge de la ingle. Uno de los tantos hierros que forman las celdas, uniendo y separando presos de carceleros. Los primeros, contra su voluntad tras las rejas, los segundos, tras las rejas de la voluntad.

El transmisor carraspea: órdenes, retazos enganchados en las cabriadas del techo. Desde su cabeza contempla la cruz del sur, tan distante como él cuando se graduó. ¡Hermosa, la patrona! Martita agitando una bandera argentina y el nene serio, mirando a papi, orgulloso del uniforme azul.

Se despide la noche, los perros quiebran un silencio de muerte. Sobre la aurora que nace, canta un gallo. Tal vez el mismo que acompaña su corazón; desde el lema que fue su vida: “Proteger y Servir”.

martes, 5 de febrero de 2008

Cosa Juzgada


Por María de las Mercedes Abdelnur

Dejó el auto en el estacionamiento. Estaba satisifecho y feliz. Caminaba hacia su hogar donde lo estaban esperando su esposa y su hijo recién nacido.

Con una sonrisa en su rostro distendido marcha pensando: ...”-qué sorpresa se va a llevar Emma cuando le muestre el cheque que guardo en el bolsillo izquierdo del chaleco!”... No va a poder creerlo... ¡Cómo para no!...-Semejante suma de dinero! Quizá programe un viaje para festejarlo y relajarme... O tal vez más conveniente sería que lo cobre, lo cambie en dólares y lo guarde en una caja fuerte del mismo banco... ¡Sí!... No conviene correr ningún riesgo; el dinero estará seguro
y yo me sentiré más tranquilo.

Realmente -sigue reflexionando- como abogado, soy un genio, evidentemente todo salió a la perfección. Mi idea de alterar la declaración del cretino ese y ordenarle que mandara a hacer desaparecer sea como fuere alguna de las pruebas, fue lo que determinó, sin duda, la sentencia
absolutoria.

Bueno, pensándolo lo bien, mi defensa tampoco estuvo mal... En realidad no se hallaba muy fundamentada, pero la falta de pruebas fue decisiva para el fallo del Tribunal. -Qué animal despiadado es el tipo ese!... Matar a la mujer y al chico de ocho años... -Y de qué manera!
Las fotografías exhibidas durante el juicio mostraban sangre por toda la casa... Nunca hubiera pensado que existieran individuos que pudieran quitarle la vida a alguien con tanta saña y sadismo...

Si hasta la declaración del mismo forense fue espeluznante. Parecía, por la descripción que hizo, que fuera la primera autopsia que había realizado, pues su mirada mostraba la repulsión que estaba sintiendo. Bueno, eso me pareció. -El fiscal que desesperaba por mostrar que el
sanguinario ése era el autor de los crímenes!... - Y el padre del chico con su rostro inexpresivo! Cómo si todo lo que se oía en el juicio le fuera indiferente.

En fin... Lo único importante es que yo era el abogado defensor... -Me imagino cómo estará el fiscal ahora que ese degenerado salió libre! -Ni en broma quisiera estar en su lugar!...
Ya está acercándose a la puerta de su casa. Tan distraído iba en sus pensamientos que no advirtió una sombra detrás del gran árbol que se encuentra a pocos metros de la entrada.

No sintió nada... Sólo cayó pesadamente al suelo, quedando desparramados en la vereda los escritos que llevaba en su portafolio, los cuales poco a poco se fueron embebiendo con su sangre, mientras su mirada parecía transformarse en hielo cristalizado.

Parado a su lado, todavía con el arma humeante en su mano derecha, el padre del niño muerto esbozaba una sonrisa satisfecha... Como la justicia no pudo hacer nada... El lo había hecho por ella... Quizás porque ya nada le quedaba en su corazón.

Sin mirar atrás se retira del lugar lentamente con paso cansino perdiéndose en la oscuridad, quedando sobre el cadáver el brillo de la luna con una palidez amortajada...

lunes, 4 de febrero de 2008

El diálogo era real


Por Luis Alberto Virgini

El dolor en su hombro izquierdo lo atormentaba como si hubiera sido atravesado por una espada de lado a lado; la sangre brotaba de su nariz como el goteo continuo de una canilla mal cerrada, su rostro deformado por la inflamación y el tabique nasal fracturado completaban su patética situación.

La quemazón se apoderaba de su abdomen y una profusa sudoración fría ahora se añadían a ese inicial dolor en el pecho y el brazo izquierdo que lo terminaron conduciendo a ese oscuro lugar.

¿Por qué no le creyó el guardia cuando suplicando le dijo que lo condujera a la enfermería de la unidad?

Le contestó “a ustedes los conozco cuando buscan pasarla mejor”, y sin medir las consecuencias se abalanzó sobre el mismo.

Ahora estaba allí, hundido en el más profundo de los sufrimientos, castigado y con el dolor en el pecho que a esta altura se hacía insoportable.

Pensaba, ¿qué lo llevó a tener que pasar por esto?. El era un hombre honrado, trabajador, con el empuje y las ganas de progresar que le daban sus treinta y cinco años recién cumplidos y un matrimonio de seis años a pesar de no haber podido tener hijos debido a una enfermedad sufrida en la infancia, paperas, había diagnosticado su médico después de varias consultas impulsadas por su deseo de paternidad.

Los últimos dos años no habían sido los mejores en su relación matrimonial, una sospecha de infidelidad de su esposa lo corroía por dentro ante el cambio de actitudes de ésta, sospecha que la misma le confirmó hace casi dos meses pidiéndole el divorcio al mismo tiempo, lo que destruyó sus ilusiones y proyectos.

Pero él jamás habría matado a nadie, y mucho menos a Carlos, de cuyo asesinato se lo acusaba. Nunca habría sospechado tal cosa de su mejor amigo a pesar que el propio abogado le comentó
que había indicios en su contra y un claro móvil pasional en el crimen. ¿El asesino de Carlos? No podía entender la acusación, si era más que un amigo, casi mi hermano, nadie más que él sufrió al enterarse la noticia, encargándose personalmente por pedido familiar de los trámites funerarios y
legales que las características particulares del caso exigían.

¿El asesino de Carlos? Si todo lo vivieron juntos, infancia, adolescencia, juventud...

Las “hazañas del colegio secundario” que posteriormente recordarían entre carcajadas y cervezas. El apoyo mutuo en distintas etapas de la vida ante “amores no correspondidos” o materias “injustamente desaprobadas”.

¿El asesino de Carlos? Que justamente ocupaba el lugar de privilegio entre sus más queridos amigos y mucho más entre otros afectos que rodeaban su vida.

Se preguntaba que le diría Carlos ante la vivencia que atravesaba, tal vez: “Pedrito, estuvimos en otros difíciles momentos juntos y saldremos de esta, tené paciencia”; extrañamente el pensar en su amigo hizo que una sensación de libertad invadiera su corazón, extrañamente ya no sentía dolor y lo imaginó sentado a la mesa en aquel bar que frecuentaban diciéndole: Pedro todo el mundo conoce la fuerza de nuestra amistad, forjada durante años, en las buenas y en las malas,
fundamentada en códigos varoniles y mutua fidelidad”. “Por supuesto le respondía-, cuando a uno le gustaba una piba, el otro se borraba y eso que los dos éramos ganadores” “Por supuesto -dijo Carlos-, no había espacio para la discusión por trabajo, estudio y mucho menos por mujeres”.

“Solamente en fútbol, para colmo vos eras de River y yo soy de Boca... “Seguramente en el juicio todos los que nos conocían estarán de mi partedando su testimonio” y agregó “es una lástima que este diálogo no sea real, vos estas muerto y yo preso, sin embargo olvidé los dolores y el sufrimiento”.

“Estas equivocado -dijo Carlos-, este diálogo es real”. Un sonido sordo y metálico indicaba que el guardia había cerrado la puerta de la celda. Cuatro enfermeros habían trasladado hacía media hora el cuerpo de Pedro a la morgue

domingo, 3 de febrero de 2008

Sin evidencias


Por María Laura Parodi y Karen Jacqueline Luquez (*)

El médico dijo que estaba bien. Lo sacaron de terapia hace un par de horas. Dice que en dos días le dan el alta.

Estoy contenta; pensé que no sobreviviría. El es muy débil, lo conozco bien.

Todo empezó un sábado lúgubre y frío, yo salía del trabajo media hora tarde porque al jefe se le zafó un tornillo y nos hizo quedar.

Javier me había invitado a cenar y yo no quería llegar tarde. Después de todo, venía planeando la cena hace semanas.

Entré a casa, recogí las boletas de luz y gas que habían dejado bajo la puerta, y como siempre, lo primero que hice fue fijarme si tenía mensaje s en el contestador. Tres mensajes. El primero, Paola que quería saber cómo estaba y que vendría el lunes a visitarme. El segundo, de esos que te dicen que te ganaste un auto, pero resulta que lo terminás pagando vos y te cagan. El tercer mensaje me llamó mucho la atención: era una voz ronca y extrañamente familiar, que con un susurro aterrador decía: ...lo logré...finalmente lo hice... jaja...

Quedé un poco preocupada. Casi nunca recibía mensajes equivocados, pero viendo que se me hacía tarde para la cita fui a ducharme y partí. La casa de él quedaba a unas veinte cuadras de la mía, pero como era una noche espléndida decidí ir caminando. Toqué timbre pero algo me inquietaba. No entendía tanto silencio, su casa siempre estaba invadida de música clásica, que le apasionaba tanto.

Después de tres timbres, me di cuenta que algo raro pasaba y empecé a llamarlo a los gritos desde la ventana. Nada, sólo el más absoluto silencio. Entré en estado de desesperación, no podía pensar, estaba paralizada, quería correr pero las piernas no me respondían. Me senté en el cordón de la vereda, hasta que mi mente se aclaró y pude reaccionar.

Fui hacia el patio trasero y probé la puerta fiambrera que daba a la cocina. Para mi alivio estaba abierta. Me precipité hacia el interior de la casa y lo busqué desesperadamente. Lo encontré en el baño, moribundo y con la mirada perdida. Me arrodillé a su lado y vi con horror la gran herida que abrazaba su pecho. Traté de que me diga algo pero había perdido el habla.

Sin duda, un trabajo excelente, sin dejar evidencia. Todo salió como lo había planeado, salí temprano del trabajo sabiendo que demoraría poco más de media hora en lograr mi objetivo. Me dirigí a su casa con el cuchillo en la cartera. No me reconoció: me había cubierto el rostro. Trastabillando hacia el teléfono, con una mano haciendo presión sobre la reciente herida, el muy inútil marcó el número de mi casa. Le asesté un certero golpe en la cabeza y lo llevé con dificultad al baño. El tubo quedó descolgado y en un susurro exclamé ...lo logré...finalmente lo hice... jaja.

Sobrevivió claro, yo no lo quería ver muerto pero le es imposible recordar nada del hecho. A los canas los volví locos, investigaron el caso, y hasta ahora no levantaron la más mínima sospecha sobre mí.

Dos años habían pasado y Cristina tenía brotes sicóticos mas frecuentes. Cuatro intentos de suicidio. La internaron en una clínica mental, donde finalmente consiguió quitarse la vida, no sin antes dejar una carta que la imputaba del crimen de Javier, su ex marido.

(*) Tienen 14 años.

sábado, 2 de febrero de 2008

Dulces sueños


Por Denise A. Morzilli

Desesperanzada, postrera, decadente, prófuga, desolada, abatida, caída, ilógica, demente, perdida... Así se sentía. Como si un rayo hubiera impactado sobre su corazón robándole un pedazo de alma, de su esencia (como ella lo llamaba).

Se ponía muy nerviosa cuando hablaba con él y hacía gestos raros, por lo general hablando muy rápido. A él parecía causarle gracia porque sólo asentía con la cabeza y sonreía. Pero eso era cuando aún se veían, ahora hacía mucho que no sabía nada de él. ¿Se había casado? ¿Tenía una hija? Su hermano le había comentado algo sobre ese asunto, ahora vivía solo, era lo único que sabía.

Clarisa subió al viejo y elegante vehículo. Como todos los días, su chofer Antonio la saludó amablemente e hizo un comentario sobre el clima que Clarisa no escuchó. La tarde caía serena, el calor del mediodía aún calentaba el asfalto, el aire era denso y pegajoso.

-¿Está segura de que quiere ir a ese barrio, señorita Clarisa? Sabe que a esta hora es muy peligroso y desolado.

-Si. Quiero. No hay problema- proclamó ella como si firmara su propia sentencia de muerte. Lo iba a visitar a él, a Jonás, lo demás no le importaba. El automóvil se detuvo en una zona oscura y tenebrosa, Clarisa observó las casas con un dejo de tristeza. “Segundo piso, departamento C”, eso dijo Jonás, tocó timbre, su corazón latía muy fuerte. Su departamento era modesto pero bonito. “Como él” pensó Clarisa. No hablaron mucho, ella ya no era una niña que se ponía nerviosa y él ya era un hombre lo suficientemente mayor como para haber olvidado cómo sonreír. Ella lo besó sin preguntar nada y se sentó.

-Mi hija me odia, Clarisa. Tú también me odiarás algún día.

-Yo no podría odiarte. Créeme, lo intente. No pude.

-¿Por qué querías odiarme?

-Porque te amaba y te echaba en falta. Luego de que te fuiste nada fue igual, no para mí. Dejé todo.

-Pero nunca me lo dijiste, Clarisa...

-Si ya te habías dado cuenta de que te amaba locamente- Suspiró.

-Es que no me parecía lo apropiado.

-¿Matar es lo suficiente apropiado para ti? Eres tan correcto, amable y gentil que de seguro le pediste disculpas cuando la envenenaste

Él la miro azorado.

-Eres muy cruel. Silencio. Otra vez silencio. La vida de Clarisa era muy silenciosa, nunca acontecía nada nuevo, ella simplemente pasaba las tardes sentada en su hermosa y gigantesca casa, esperando a que alguien llegara a su puerta, pero nunca venía nadie.

-¿Sabes qué es lo que más me molesta? No es que te hayas casado, es que la hayas matado.

-¿Hubieras preferido que te mate a ti?- Sonrió él con tristeza, su broma no tenía nada de gracia.

-Si, la verdad que si. Daría mi vida por compartir diez años junto a ti, Jonás.

-Debes marcharte. Ella se puso de pie, Jonás tomó su mano, como solía hacer hace tantos años
atrás, luego la besó con brusquedad y abrió la puerta.

-¿Sabes por qué la maté? ¿Sabes por qué?

-¿Porque ella no era yo?

-Porque no eras tú, Clarisa. Antonio estaba asustado, suspiró cuando salieron de ese horrible barrio, contento de llevar nuevamente a su ama a su esplendorosa mansión. La despertó el sonido de una respiración, una respiración que conocía muy bien... Tomo conciencia de que todo había sido un sueño. Sintió algo frío en el cuello, el filo de un arma. Rendida y con un hilo de voz lo llamó. “Jonás”.

-Te amo, a ella nunca la amé. Debes saberlo. Unas manos suaves y delicadas acariciaron su cuello. Las sábanas blancas se tiñeron de un rojo pardo, Clarisa moría feliz a manos de su siempre cortés y querido amado.

Retrato criminal


Por Darío César Dublanc

Desdichado del hombre que no ve más que la máscara. Desdichado del hombre que no ve más que lo que ella oculta. El único hombre dotado de visión verdadera ve en el mismo momento, y en un solo relámpago de luz, la hermosa máscara y el rostro terrible que detrás de ella se oculta. Feliz el hombre
que detrás de su frente crea la máscara y el rostro en una síntesis que la naturaleza aún desconoce. Sólo él puede tocar con dignidad y gracia la doble flauta de la vida y de la muerte”.
Nikos Kazantzakis.

Como un alga marina rosada, mi mano derecha en gestación, en el vientre de mi madre. He matado. He sido prolijamente condenado, mi mano derecha fue cortada y destruida.
Aprendí a encender mis cigarrillos con la mano izquierda, no es tan malo, me quedan unos mil, pequeño tesoro, recuerdo del siglo XXI; lo lamentable es que el sistema de oxigenación de la celda extrae automáticamente el humo, casi no puedo disfrutarlo. También aprendí a escribir
con mi única mano, aunque no es necesario en el siglo XXII. La Tierra está razonablemente limpia y controlada. No hay sobresaltos, éstos se encierran y se inutilizan pulcramente.

El Director de la cárcel hoy ha venido a verme. Se limitó a dejarme un sobre cerrado y se fue. Debe ser realmente importante: su presencia y dejar algo por escrito no son las formas usuales. Observo todo a través de mi breve nube de humo que se diluye en el agujero negro de la ventilación. Lo abriré después de cenar. El silencio de la noche me pertenece, lo
siento inviolable y me sirve.

Las pastillas sintéticas de la cena aún reptan por mi esófago cuando con ayuda de mi muñón abro el sobre. Tres hojas pulcras y dobladas, breves. Leo todo cuidadosamente, con lentitud, en la cárcel se aprende esto, cada acto es moroso, se estira tal vez para seducir al tiempo, quizás
este sea más benévolo con uno. Luego aparto las hojas y enciendo un nuevo cigarrillo, trato de alejarme lo más posible del agujero negro de la ventana, quiero disfrutar del humo.

El Director me ofrece un trato. En la Galaxia X-13, las autoridades tienen curiosidad por el siglo XXI Terráqueo. Se les hará un envío especial para estudio como cortesía intergaláctica. Sonrío. Si
acepto el trato, a la vuelta podré ir a una celda normal, con compañeros y patio de recreo virtuales. El humo de mi cigarrillo prosigue escapándose por el agujero negro de la ventiventilación y demora mi pensamiento.

Iría en una nave automática, caminaría a mi antojo, vería el Universo por un visor.

Respiré hondo y de pronto miré mi muñón; la cortesía para la Galaxia X-13 será una mano derecha. Para que llegue fresca, debe viajar injertada. No se me han dado más detalles, casi
con indiferencia se espera mi decisión.

El médico me dijo que la anestesia será total, no quiere contratiempos. Todo fue muy rápido, o al menos me pareció. Permanecí una semana en la enfermería del laboratorio, mientras la mano se
nutría de mi sangre, se adaptaba a mis tendones adormilados.

Nuevamente en la celda, seguí fumando con mi mano izquierda, recelaba de mi nuevo huésped. Parecía rehuir al ser tocada, de noche dormía bajo la almohada. Mis nervios aumentaron haciendo peligrar mi reserva de cigarrillos.

Una mañana, recién levantado, en ese lapso en que todo aún es expectativa, frente al espejo virtual, ya que está prohibido a los reclusos contemplar su propia imagen, la mano tocó mi rostro.
-Recuerda que soy un asesino- le dije para establecer una distancia, un reparo. rostro que yo no podía ver.

Una mañana partimos, no se me permitió llevar mis cigarrillos, se me reintegrarían a la vuelta, me dijeron. Me controlaron y me prepararon mediante visores y robots eficaces e indiferentes.
La base despidió a la nave como un insecto molesto e inevitable. Respiré hondo, me imaginé un cigarrillo en los labios, y analicé la situación en la pantalla de la computadora: nave automática,
velocidad de la luz, rumbo Galaxia X-13, con mano injertada, tiempo de viaje: un año terráqueo.
Mi celda volante era eficaz y gris.

Ya en el espacio abierto, miré por el visor, los planetas giraban mirándonos pasar.

Comencé a dormir mucho, en las cárceles uno hace esas cosas. Extrañaba mis cigarrillos, hubieran sido una compañía. La mano derecha parecía un animalito reconociendo su nuevo hábitat. Sentí que nada había cambiado, irónicamente en el medio del espacio, en una
celda, mis sombras seguían intactas, desde la Tierra, mi nave ni siquiera despertaba la expectativa de un control, alguna forma de nexo.

Un día, ya no sé qué día, -ya no miro controles ni computadoras-, comencé a observar un planeta. Se me impuso con sus tonos rojos, azules violentos, comencé a sentir sensaciones no esperadas. De pronto me encontré con una hoja de papel y un lápiz en mi mano derecha, dibujando frenéticamente ese planeta, reproduciéndolo en sus contornos, tratando de captar sus giros, sus irregularidades.

Sentía cómo el corazón bombeaba sangre a cada una de mis extremidades, redimiéndolas.
Luego dejé todo y aturdido traté de comprender. Mi mano derecha ya no me pareció inocente, semejaba a un animal agazapado. Cuando el misterio es demasiado grande, uno se entrega, no puede pedir concesiones.

Busqué lápices de colores de hacer gráficas interplanetarias, tomé papel y me dejé llevar por mi mano derecha. Dibujé planetas, nebulosas, asteroides de imagen breve. Sensaciones vitales
me desbordaban y no había soledad.

Dibujos por todos lados tapaban las pantallas de los monitores, de las computadoras, fragmentos del universo palpitaban dentro de mi celda. Poco a poco, una convicción, una sensación de intranquilidad, me fue ganando. Busqué el informe secreto que debía ser entregado al llegar a la Galaxia X-13. La computadora fue reticente, pero al final logré arrancarle el secreto.

El informe era frío, exacto y eficaz: mano derecha perteneciente a un artista plástico del Siglo XXI; conservada como curiosidad de actividades superfluas, se solicita destrucción posterior al estudio. Creo que ella se dio cuenta. Mientras pintábamos un planeta de rojo intenso que parecía querer hablar, lo decidimos. Logré desconectar el automático de la nave, luego destruí el sistema de comunicación y rastreo, y puse rumbo al infinito.

Pensé sonriendo que extrañaría mis cigarrillos, al menos el humo ya no se iría por el agujero negro del extractor de aire.

El papel en blanco me miró como un espejo. Los lápices de colores giraron en la ingravidez del espacio como pequeños cometas expectantes. Mi mano derecha recorrió lentamente mi rostro, luego se dirigió hacia ellos como un animal decidido. Respiré profundamente y miré por el visor.

Como un alga marina rosada, mi mano derecha en gestación, en el vientre del Universo.