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sábado, 19 de enero de 2008

El gallo rojo


Por Pablo Gómez

Fue en un congreso de criminales a distancia, que me tocó -a pedido de los nuevos grumetesrelatar una de las experiencias más desagradables de mi corta carrera delictiva. Era una noche solitaria de esas en que la oscuridad invita. Todo estaba preparado para pasarla bien; seguramente una bella mujer de almanaque, un buen auto, un par de billetes, un celular. Pero ella no llegó a la cita. Habíamos acordado reunirnos, aunque el sol de verano arrancó de mí la posibilidad... el corte de agua de 48 horas hizo estragos... amarnos, ya saben, con la grasitud de las pantallas solares, la transpiración y, fundamentalmente, sin la planchita.

Al terminar las patitas de pollo fritas y la royalita, encendí la TV, vi que repetirían Dr. Little hasta el cansancio y fue entonces que decidí salir a robar. Tenía varios puntos marcados en mi mapa virtual, pero como mi ordenador no funcionaba, aproveché la guía de páginas amarillas que había llegado a fin de año junto con la correspondencia. Reflexioné rápidamente que no es sencillo comprar helado. Entonces, por casualidad o no, la página se abrió en un anuncio que decía “Vida de perros drugstore”. El anuncio se proclamaba como un reducto especializado en comida para hámsters e hipocampos.

Sí, necesitaba un cómplice, un amigo en quien confiar para darle exactitud al golpe. Así que llamé a mi fiel perro “Chorizo” para que hiciera de campana. Juntos, nos encaminamos sigilosamente, hasta que caí en la cuenta de que en el colectivo en el que se viaja como ganado no se admiten
animales. Una de esas cláusulas municipales, como la de la Terminal de ómnibus, que, para evitar despedidas, impide ingresar a un familiar hasta en la valija. Entonces le ordené al can que se dirigiera rápidamente hacia la dirección del anuncio. El aumento de los boletos me hizo dudar, pero afortunadamente tenía unas monedas de más. Desde la ventana del colectivo vi las luces de neón: era una de esas veterinarias modernas; y el cartel “vendía” que el alimento para
animales está mejor elaborado que el de cualquier receta casera.

Al advertir que mi perro amaestrado tardaría un poco más, decidí adentrarme por la puerta trasera, no sin antes verificar que no hubiera ni una forma humana. Salté el corral de los asnos y adopté las mismas formas animalescas con las que iba a toparme, a modo de camuflaje. Esquivando las nauseabundas inmundicias de los porcinos, y colgándome de los troncos y lianas de la jaula de los monos, pude caer sencillamente de un salto felino en la pileta de los lobos marinos. Nadie notó que había irrumpido en sus hábitats.

El puma, animal noctámbulo del norte argentino, encendió sus ojos. Afortunadamente, yo había colocado sobre mi cabeza una media de mujer con impresión de gatopardo y pude así confundirme entre las hierbas silvestres.

Inútilmente encendí mi linterna, pues había olvidado recargar las pilas. Lleva 4 de las grandes y es realmente un presupuesto. Me orienté de espaldas al viento y percibí en mi nuca el resoplar de un cuadrúpedo. Felizmente confirmé que no era un burro, sino un camello. La mirada de un perro muy tierno también me perturbó... se llamaba Paco y tenía todo el aspecto de haber sido robado.

Para llegar a la caja fuerte, que seguramente estaría custodiada por leones o serpientes, debía agudizar mis sentidos. Aproveché los segundos de sobra ganados al pisar los cocodrilos y eludir
las telas de araña, para acariciar un delfín recién nacido que se había tragado una pelota. A su lado colgaba una hoja en la que el médico había garabateado la siguiente indicación: “No tocar, Flipper está a la espera de un hombre de brazos suficientemente largos. Llega el lunes del Conurbano”.

Pronto divisé una luz amarilla. Mi atención y mis conocimientos de ladrón rápidamente advirtieron que algo andaba mal. Me invadió un calor profundo. Y al acercarme, mi olfato detectó una aglomeración de vidas. No podía creer lo que mis ojos negaban: debajo de un calefón inútil se encontraba un centenar de pollitos apilados debajo de una sugestiva e intermitente luz que variaba entre el amarillo y el rosa, atormentando a la multitud de crías de gallina. Por un momento creí percibir una vista aérea de una fiesta electrónica, algo así como creamfield. Pero no, era un perímetro de cartón (comúnmente llamado caja) abarrotado de criaturas amarillas piando como chinos en allanamiento.

No pude permitir que en pleno siglo XXI, en pleno avance de la identidad ecológica, se maltratara de ese modo a una especie. Esta vez me quedaría sin botín, pero estaba dispuesto a recostar la cabeza sobre la almohada de la más sucia de las prisiones, con tal de liberar a estos rehenes de la luz mala.

Un gallo rojo fue mi cómplice. El reloj marcaría las 6, hora en que el animal debe cumplir con su trabajo. Con un guiño de ojos, me ofreció unos minutos más. Suficientes para huir.

Los diarios titularon “el ladrón de los pollitos”. El chofer del micro no se percató de lo que había en la caja. Ahora vivimos todos juntos, si bien algunos están muy grandes y también tienen sus familias, mis amigos me recomendaron un cambio de rubro... que no diera más vueltas con el tema, o en realidad sí.

Por eso es que desde hace un tiempo estoy de este lado del mostrador, los cambié de habitáculo, ya no están apretujados, la temperatura es estable, tienen su ritmo sin moverse, y miran a la calle. También la economía del país me ayudó en mi regeneración al estabilizar los precios... pude mantener la oferta: “Dos pollos con papas, 14 pesos”.