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domingo, 27 de abril de 2008

Favores


Por Alejandra Castillo.


Ami jefe lo pueden tres cosas: la guita, las cámaras y las minas. Sabe, como todo el mundo, que la primera atrae a las segundas y las terceras vienen solas. No es malo. Es mi jefe. Y hace una semana me convocó a su despacho pulcramente perfumado de la DDI.

-¡¡Moreno!!- gritó, sabedor de que preferiría que me llamara por mi nombre

-Felipe- rumié, cuidando que no me escuche- si no es tan difícil, no es Rigoberto, ni Octavio, ni Segismundo- y hubiera seguido toda la vida (o un rato más), pero los 20 metros que me Separaban de su oficina concluyeron demasiado pronto.

-Si, jefe...

-Moreno... ¿qué hacés?... ¿Vos estás más flaco?

-No.

-Las minas, Moreno, te matan. ¿Vos te separaste, no?

-Si.

-Ah, si, si, me contaron. Una loquita, olvidate

-¿Me necesitaba para algo? -lo corté.

No quería que llegara a la parte de “cornudo”.

Y era ineludible.

-Ah, si- dijo, como si acabara de arrancarlo del planeta “amigos” para arrastrarlo de los fundillos hasta éste, regido por el perfumado escalafón de la fuerza- andá a verlo a Chupete.
Chupete. Ratero varias veces condenado por robos menores y estafas indefectiblemente
desbaratadas. Un delincuente de poca monta y menos luces para el delito, pero dotado de un delicado equilibrio en el pantanoso fango de la delación.

Un buchón, bah.

-¿Qué hizo ahora? Me irritaba perder tiempo con ese matoncito, mientras causas que valían
la pena se volvían amarillas sobre mi escritorio.

-Nada. Me dijo que tiene algo para nosotros. Para en la esquina de siempre, pero anda vestido de payaso -Me está jodiendo...

-No, che. Qué cosa tenés con este pibe.

¿Te hizo algo?

-No. Es un chorro, miente y vende falopa, nada más.

-Bueno- me devolvió el jefe en el tono conciliador que usa para las entrevistasparece que ahora se dedica a la globología. Dale el beneficio de la duda, capaz que cambió... la vida te da sorpresas
empezó a cantar. Y me fui. Chupete estaba donde suele estar, enfundado en un traje que debía añorar la vividez de los colores casi tanto como al jabón en polvo. Detrás de la pintura, y
bajo la peluca naranja, eran fácil de distinguir esos ojos inescrutables y oscuros, como el abismo de un aljibe. El disfraz amenazaba estallar a la altura del abdomen; lo único que no era de utilería.
Fumaba, con el pie derecho apoyado contra la pared. A sus plantas rendidos los globos.

-¡¡¡Moreno!!!- me recibió; como si fuera yo un viejo amigo que asomaba sin previo aviso y después de un larguísimo tiempo. En lo del tiempo no exageraba. Había pasado mucho.

-Chupete, qué sorpresa, ¿ahora traficás helio?
Largó una carcajada con olor a tabaco.

-Me encanta el humor de los vigis... ¿cómo andás?

-Dejá los sociales para otro día. El jefe me dijo que tenías algo para darme.

-Tu antiguo compañero era más simpático, ¿cómo se llamaba? ... Rodríguez...
¿sigue con tu mujer? Apreté los puños por segunda vez en el día, para no estrangularlo con un perrito de látex colorado. Di media vuelta y empecé a alejarme. No me dejó...

-Pará, che - gritó - me hacés calentar... vení que esto te va a cambiar el humor.
Silencio.

-Tengo la agenda de Malena, con el nombre del último cliente. Malena. Hace un año y medio la encontramos en su departamento, derramada su hermosura sobre la cama. Desnuda.
Frágil como el pañuelo de seda que ceñía su cuello. Muerta ella; sus ojos muertos. Malena. La puta más linda y más cara de la ciudad. Eso me lo contaron. A mí jamás me cobró. Dejé de darle la espalda y volví con Chupete. Me acerqué demasiado a su olor, a su mirada de aljibe.

-Damela- le dije en un susurro.

-¿Recuperaste el humor? ¿ustedes eran amigos, no? Eso explica que le hayan dedicado
más de una semana al caso de una prosti.

Mientras hablaba sacudía la agendita de cuero azul al lado de mi oreja. Apreté los puños por tercera vez...

-¿Cómo la conseguiste?

-Mucha gente me debe favores. Tu viejo compañerito también. ¿El llegó al departamento
antes que vos, no?

-¿Qué querés?

-Nada. No tenés que hacer nada. Eso es lo bueno... nada de nada. El jefe ya sabe.
Lo que yo no sé es qué vas a hacer vos con el último nombre que escribió tu amiga- dijo, y me entregó la agenda.

Contuve la respiración para soportar su vaho y acercarme a menos distancia de la que había estado de una mujer en los últimos dos meses.

-El jefe podrá mirar para otro lado y yo también, hasta que te vea dándole a un pibe algo más que un globo. Yo me voy a olvidar de este favor y vos no te vas a olvidar de mí. Me fui a tiempo. Algo dijo. No sé qué fue. Subí al auto y abrí la agenda. Chupete tenía razón. Cuando se la di al jefe, leyó el nombre, la cerró, y devolviéndomela, dijo: -quemala y olvidate.

Volví a mi casa. Llamé a un periodista amigo, le conté la mala nueva y le pedí el teléfono del fulano. El lo tenía, claro. Y me lo pasó. Lo disqué esa misma noche. Era muy tarde. Del otro lado me atendió una mujer, que dejó de hablar después de que yo hablé. A los dos días abrí el diario
y leyendo el titular de la tapa -“se suicida un juez en su casa”- levanté el mate como si fuera un Jhonny Walker y el aire la mujer más bella.

-Estamos a mano, Malena- Y brindé con la nada.

domingo, 20 de abril de 2008

Treinta Mil


Por My Lady (*)



Cuidado! Que no entre en la casa, muchachos -Apuntó por séptima vez en la medianoche lluviosa; pero, nuevamente, había fallado. La bala impactó en una chapa recostada el portón de entrada, casi al mismo instante en que un joven moreno saltaba sobre ella.

Los tres hombres, todos corpulentos y vestidos de negro, perfilaron sus armas, calibre veintidós; y en el momento en que el muchacho trepaba por el muro del fondo, sintió una quemazón que le destrozaba las entrañas. Su delgado cuerpo se desplomó en el piso de cemento: sus ojos, duros, quedaron en parte tapados por su larga cabellera enrulada.

A unos pasos, a la derecha, la puerta de una casa de material resquebrajada se abría lentamente. Por allí se asomaba una cabellera pelirroja, que el más joven de los hombres alcanzó a ver.

-Miren, hay alguien adentro.

El canoso le pegó una patada al cadáver:

-Ahí están tus treinta mil; para que sepas que conmigo nadie juega, pibe. Apenas podía abrir los párpados por causa de la lluvia -¡Sáquenla!, debe ser la hermanita.

Los otros dos hombres entraron a la casa; y, a los pocos segundos, la trajeron agarrada de los cabellos.

-¡Por favor, no me maten! ¿Yo no tengo nada que ver con ustedes! ¿Qué quieren de mí?

Ante el llanto suplicante de la muchacha, la tiraron al piso y le dispararon: los tres tiros le dieron en el brazo izquierdo. Mientras los hombres estaban ya en la calle frontal, la mujer se levantó y empezó a caminar tambaleándose, hasta llegar al portón. Lo abría cuando recibió una
ráfaga de plomo que le hizo temblar todo su cuerpo.

Dentro de la vivienda, un niño de tres años, y cabellos enrulados, dormía. Unos minutos después, se levantó de la cama y, sin abrir los ojos, salió a la calle y caminó hasta la esquina. Se sentó en la banquina. Su madre, la joven pelirroja, sabía que el niño padecía de sonambulismo pero ni los médicos habían podido determinar la causa.

Una camioneta, de chapa azul reluciente, se paró frente al pequeño. En ella iba una pareja de ancianos.

-Marta, ¿estás viendo lo mismo que yo? Se acomodó los anteojos.

-No lo puedo creer... -Puso ambas manos sobre sus labios- Pero, ¿qué padres abandonan así a sus hijos?. Y a estas horas.

- ¿Y qué querés? Es Villa C..., un barrio como este.

-Vamos a llevarlo, viejo. Nuestra hija murió tan joven: necesitamos un nieto a quien criar, lejos, en el sur. Miralo, es tan chiquito.

En los días siguientes nadie supo de los dos jóvenes asesinados: no hubo preguntas ni respuestas. Los cuerpos habían desaparecido del patio, y la sangre borrada por la lluvia.

El sol de febrero le dio de lleno en sus ojos negros.

-Pero, ¿qué hacés ma? No corras las cortinas que todavía tengo sueño.

-Ya son las ocho de la mañana. Acordate que hoy es tu primer día de clases en la facultad.

La abultada figura se retiró de la ventana: agarró su bastón y caminó hasta un sillón, ubicado en un rincón de la amplia habitación. Se sentó allí - Lo que pasa es que, seguramente, tuviste otra recaída de sonambulismo ¿Tomaste anoche las gotitas del medicamento?-

-Sí, Ma. Se tapó la cara con la almohada-.

Parece que me voy a tener que levantar.

-Nos vinimos a vivir a Buenos Aires para que pudieras estudiar, ser médico, como tu padre.

Eran las 9.45. El joven caminaba rápidamente: llevaba una camisa blanca, que contrastaba con su piel, y un pantalón de jean. Justo en la esquina de calle Corrientes, al mil trescientos, chocó con un hombre moreno y de enrulados cabellos blancos; quizás cincuenta años mayor que él.

Un pequeño recipiente de plástico rodó en la vereda: “Disculpe, señor, no lo vi”, dijo el joven mientras levantaba el frasco: “Es mi medicamento. ¿Puede creer que sufro de sonambulismo? El anciano quedó rígido, con los ojos muy abiertos y, antes de que de que pudiera responder;
el muchacho ya se había perdido entre los transeúntes de la cuadra siguiente.

Pensó algunos segundos; amagó con sacar su revólver, pero se detuvo. Se colocó su sombrero, y prosiguió su camino, rengueando.

(*) Seudónimo

domingo, 6 de abril de 2008

Rituales



Por Esteban Ruquet




El campo de batalla, por momentos, se ve límpido y espejado hacia el sol. Un camino, el camino entre los distintos pueblos cercanos, se había vuelto, más que nada por el Tedio Soberano de los reyes aqueos, un lugar sacralizado para el ritual.

Luego, negras nubes cubrían el firmamento, producto de las barricadas de las fuerzas antagónicas, que, de salirse de control un engranaje gubernamental, saquearían y conquistarían las calles.

De un lado, el silencio más impresionante. Disciplina estricta, formación cerrada. Los cascos y los escudos relucían al sol, realzando más aún los oscuros uniformes de los hombretones inmensos y poderosos. Las armaduras negras brillaban de limpias, y tras las primeras líneas, los hombres más delgados portaban armas más largas. Ellos permanecían firmes, esperando una señal para atacar.

Del otro lado, la exuberancia. Hombres indisciplinados, portando miles de banderas diferentes que representan sus cientos de miles de aldeas y facciones, unidas para resistir contra los inhumanos ejércitos de hombres autómatas, permanecen armados con simples garrotes y piedras, cubiertas sus cabezas con pañuelos o máscaras de tela, gritando enfebrecidos pullas a
sus contrincantes, protegidos tras las barricadas de fuego y humo, entonando feroces canciones guerreras, de honor y virilidad.

El sol quemaba en lo alto, calentando el suelo de piedra y brea. Todo estaba dispuesto. La batalla comenzaría. Los caballos del primer lado hacen el primer avance: cargan con toda su terrible majestuosidad, descargando sus armas humeantes, repartiendo golpes a diestra y siniestra, mientras se abate sobre ellos una granizada de piedras enormes y furiosas. Dos hombres
con sus rostros cubiertos para protegerlos del humo, como una imagen de los antiguos guerreros sarracenos, avanzan, portando una bolsa enorme llena de pequeñas esferas que se desparraman a lo largo de toda la calzada, haciendo resbalar a los caballos y tirando a los eximios jinetes
sobre las murallas de fuego sabiamente dispuestas.

El humo marea a los caballos, y a los disciplinados hombres que no llevaban protección. La Infantería procura avanzar, se alzan los escudos en formación cerrada, para resistir la lluvia
de piedras que no deja de caer sobre ellos. La retaguardia no deja de descargar sus armas humeantes sobre su enemigo acérrimo. Sus líderes gritan órdenes con voz firme y autoritaria,
órdenes que se cumplen con decisión y sin vacilación o dilación alguna.

Del otro lado, los tambores y la música de guerra resuenan, atronadoras. Algunos bailarines, espléndidos, vestidos coloridamente para la ocasión, se encargan de elevar los ánimos y la
moral frente al ejército represor de individualidades, de libertad, de esperanza.

Los bailarines revolean sus piernas rítmicamente, mientras los soldados enemigos avanzan, mientras las tropas de la libertad se pasan sus brebajes mágicos, místicos, que elevan su moral aunque entorpezcan un poco el movimiento.

La infantería de los Soldados del Orden al fin llega a las barricadas, y aunque los piedrazos y las descargas continúan, la lucha se vuelve mucho más violenta al desarrollarse la refriega.

Las armas se entrechocan, las muchedumbres apenas tienen la fuerza suficiente para resistir, merced a su coraje y su número, a los poderosos golpes de sus contrincantes, que derrumban
barricadas y aplastan cualquier resistencia.

La fuerza desplegada, muy inferior a los desarrapados y sucios contrincantes en cuanto a número, es mucho más efectiva, sus armas mucho más útiles, sus escudos firmes
en la defensa de sus ideales, sus yelmos protectores brillan al abrasador sol del mediodía.

Un hombre, magnífico, sublime, se eleva de entre las apaleadas y aplastadas Hordas de la Libertad. Su torso desnudo, casi desprovisto de vello y brillante como la piel de un gladiador,
es poderoso y bello. El hombre grita, con toda la gran fuerza de su voz, y salta de su montículo de escombros hacia la refriega, aplastando soldados y escudos, rompiendo las formaciones al meterse entre medio de las tropas del Orden, atizando a cuanto sujeto se le cruce. Sus allegados más poderosos se introducen por los huecos de la formación, quebrándola. Algunos caballos
aún quedan en pie, aplastando con sus cascos a sus enemigos, y el magnífico y salvaje guerrero se dirige hacia ellos, abriendo una brecha considerable en la Infantería, por donde
se introducen sus compañeros de batallas.

Su grito salvaje resuena. La liza está en su apogeo, pues nadie sabe quién ganará. El caos se alza a través de todo el campo de batalla, confundiendo todo. El salvaje guerrero avanza con su séquito, triunfante, inmenso, heroico, esquivando proyectiles y soportando golpes. Un neófito soldado del
Orden se asusta, al ver a tan magnífico hombre avanzar directo hacia él, a tan temible contrincante, y saca un arma prohibida de su cinturón. Un temblor sacude el cielo, el estampido
del arma descargada silencia el caos infernal de la batalla. El guerrero cae, sosteniendo su pecho con ambas manos, el pecho del cual mana borboteante la negra sangre, espesa y cálida.

Antes de alcanzar el suelo ya ha muerto, sin poder creerlo. El furor se hace presa de dos hombres que lo acompañaban, que sacan sus cuchillas y siegan la vida del soldado de un simple tajo, pero luego son detenidos por sus propios compañeros.

El ritual se ha roto. La batalla se ha terminado, y las lamentaciones y los aullidos de horror no se hacen esperar. Los soldados del Orden también se detienen y retroceden, espantados. La situación se ha salido de control.

Al otro día, en los periódicos locales sale: “Trágico conflicto entre la policía y distintos grupos piqueteros, trae como consecuencia dos víctimas fatales y gran cantidad de heridos”.

domingo, 30 de marzo de 2008

El Hedor



Por Sutter Kaihn (*)




Hola nena, ¿de dónde venís?

- preguntó la muchacha policía detrás del mostrador de la comisaría “La unión”. La niña se había perdido y eso se caía de maduro. Fue mucha suerte el haber encontrado aquel lugar, lo que no se sabía aún, era de dónde provenía. La pequeña llevaba consigo una muñeca sin un brazo y sin su pequeño vestido. Ella tenía la mirada triste y carente de brillo. -¿Dónde se encuentran tus papás?

- volvió a cuestionar la muchacha, pero la niña seguía sin responder. Parecía haber salido de la
nada. De un tiempo perdido y lejano, en el que uno podría perderse y vagar eternamente. La pequeña, simplemente, atinó a dar un par de pasos, y consiguió la ternura de la oficial dándole un abrazo terminando en un sollozo casi inaudible.

-Ah, bueno, bueno... Pobrecita- se sorprendió la chica.

-¿Estás perdida?- pero seguía sin contestar. Entonces Leonor la llevó a la oficina para darle atención.

-Jacinto, ¿no me cubrís que estoy ocupada?- le dijo a su compañero.

-¿Y esa nena?- cuestionó él, sorprendido.

-No sé, apareció acá dentro. Ni idea de cómo llegó.

La llevó hacia el escritorio y la dejó sentada frente a ella. La niña seguía con la mirada perdida. Le llamaba la atención el lugar donde se hallaba. Era nuevo, no era su casa.

-¿Cómo te llamás?- Volvió a interrogar, pero siguió siendo en vano. La niña levantó la vista... De pronto había captado su atención.

-¿Cuántos años tenés, mi vida?-. La pequeña levantó su manita y le mostró cuatro dedos.

-¡Ah, muy bien!- se sorprendió Leonor.

-Ahora vení que te limpio- sugirió, y sacó un pañuelo para limpiarle la carita. Había estado llorando, también tenía un poco de tierra. Su vestido estaba igual de sucio, el abandono era evidente. -Y decime...

¿por qué te fuiste de tu casa?- volvió a cuestionar, pero la niña atinó a alcanzar los papeles del escritorio.

-Ah, querés dibujar. Bueno, un poco te dejo. Te voy a traer agua. ¿Querés agüita mi amor?- preguntó tiernamente y la pequeña movió la cabeza. Antes de ir por el agua, ella le acercó unos papeles y una lapicera, para que la perturbada niña pudiera distraerse un poco de la
triste situación que la abrumaba. Caminó hacia la cocina, tomó un vaso y lo
acercó a la canilla. Antes de volver, el teléfono interrumpió sus pensamientos.

Su compañero estaba allí.

-Comisaría La Unión, buenas tardes... Sí, qué tal. Aja, sí. Pero... No, no. Cla... No señora, lo que pasa que... No, no. Pero... -Leonor sospechó un momento y fue hacia el aparato. -Dejame a mí- dijo decidida y atendió.

-Hola. Sí señora, estamos en eso. Varias personas denunciaron lo mismo. Sí, claro. ¿Ah si? Ok. enseguida le mandamos un móvil, no se preocupe. Déjeme sus datos... Listo, muchas gracias- dijo la muchacha, y colgó el aparato.

-¿Qué pasó?- preguntó su compañero.

-Esta es la séptima persona que denuncia lo mismo. Hace como una semana que reciben llamados anónimos. Parece que alguien anda esperando que se ausenten para robar. Es la típica... Además, hay un olor fuerte por toda la cuadra, ya varios se quejaron también por eso- espondió Leonor, y recordando a la niña, se dirigió con el vaso hacia la oficina. La pequeña aún estaba dibujando sobre el escritorio y cuando ésta se acercó, sus ojos quedaron fijos en ella.

Su garganta parecía estar pasando clavos y el vaso se estrelló contra el piso.

-Jacinto, vení conmigo ahora- balbuceó la oficial. Su compañero la miró con más atención. -¿Qué pasó?-. Ella se acercó hasta la puerta y dejó a otro policía a cargo de la niña. Su rostro se había
colmado de tristeza.

-Ya te digo, arrancá la patrulla-. En el transcurso del viaje él notó que Leonor no estaba bien, una pequeña lágrima rodó por su mejilla.

-Leo, ¿te pasa algo?- preguntó él.

-Nada, seguí manejando. -Ordenó ella, y él manejó por largos minutos hasta que llegaron al lugar.

-Es acá. La señora que llamó me dio la dirección de donde viene el olor...- musitó entre dientes y tragó saliva. Respiró profundamente y contuvo el llanto.

-¿Olor?- preguntó su compañero.

La casa se veía solemne. Un silencio sepulcral y terrorífico invadía la fachada con las luces apagadas... La puerta parecía entreabierta.

-Que de ahí... viene el olor Jacintoquebró Leonor y bajando la ventanilla del patrullero, una ráfaga de pestilencia los golpeó. Un espantoso hedor de muerte atormentó sus almas. Ella levantó el papel ante su rostro, mostrándole el dibujo de la pequeña. Una mujer yacía sobre una cama salvajemente mutilada, producto de incontables puñaladas propinadas por el marido, que también estaba muerto. Estaba colgando de una soga, bien sujeta al ventilador de techo.

-De ahí viene el olor... de ahí venía la chiquita- sollozó la mujer con el corazón partido. Las llamadas anónimas habían sido realizadas por la pequeña. Fueron llamadas al azar, ya que con sus cuatro años... no sabía a quién recurrir.

(*) Seudónimo

lunes, 24 de marzo de 2008

Cobarde


Por Marcos Zocaro (*)



El chalet de Ernesto Linares era, sencillamente, imponente. Hasta en el mínimo detalle se notaba la guita que facturaba aquel abogado de aspecto pulcro y fama de tránfuga. Yo estaba seguro, segurísimo, de que, además de tener sus abultadas cuentas desparramadas entre diferentes bancos, Linares guardaba bastante plata en la casa (sin contar las joyas que debía tener su mujer); así que, aunque yo ya no contaba con la compañía del ¿chango? Cordera (en la cárcel de por vida), me decidí a actuar.

Una lluviosa noche de fines de noviembre, justo al terminar de entrar su auto al garaje, Linares se cagó hasta las patas al verme a mí, de pie frente a él y apuntándole con una pistola. Su cara de
pánico era para sacarle una foto. Amenazante, le dije que no hiciera nada estúpido y entrara a la casa. Yo ya sabía que adentro estaba la esposa, por lo que todo sería más fácil: la mujer entraría en pánico y Linares, temeroso de que ella sufriera algún daño, entregaría el dinero
sin problemas. Pero lamentablemente me estaba equivocando.

Ingresamos por la puerta principal. La señora Linares (una rubia elegante de más de cincuenta años) se hallaba leyendo una revista en uno de los enormes sillones del living: apenas levantó la
cabeza, saltó del sillón como si éste tuviera resortes, y acto seguido permaneció rígida en el lugar. Ni siquiera atinó a abrir la boca ni a pestañar.

-No se mueva y todo saldrá bien- le advertí, por las dudas.

Luego, en un intento por parecer más rudo, tomé al abogado por el cuello y lo tiré hacia adelante. El y la mujer quedaron hombro con hombro; parecían dos estúpidos muñequitos de torta.

-¿Dónde está la plata? Decime porque te quemo-. Apunté a Linares. Y de inmediato, el sujeto comenzó a llorar y a repetir una y otra vez:

-Por favor, no nos haga daño. Por favor. Fue en ese momento, cuando el rostro de la mujer se transformó y sus ojos dejaron de mirar fijo la pistola y se posaron sobre su marido.

-¿Llorás?- le preguntó incrédula- Esto es el colmo. Sos un puto cobarde. Tenés agallas para golpear a una mujer, pero te asustás como una nena cuando debés comportarte como un hombre. Cobarde. Mientras tanto, Linares continuaba con su llanto, ahora un poco apagado, y
con sus súplicas hacia mí. Y yo empezaba a divertirme.

-¿Sabe una cosa?- De golpe la mujer me miró y avanzó unos pasos-. Este desgraciado me golpea, me mata a palos-.

Se arremangó el pulóver y me enseñó los moretones de sus brazos. Después hizo lo mismo con su torso. Aquel tipo sí que era una basura. -Hasta amenazó con matarme si lo denunciaba. Eso sí,
nunca me pega en la cara: es hijo de puta pero no imbécil, no me va a dejar marcas visibles.

La mujer estaba completamente sacada, se había olvidado del asalto y sólo se dedicaba a deschabar a su esposo golpeador, como si yo no fuera un ladrón sino un juez o un policía. Sin embargo, eso era sólo una cortina de humo: sin darme tiempo a reaccionar, y entre insulto
e insulto al marica de su marido, se me acercó lo suficiente como para arrebatarme el arma de las manos.

-Ahora usted no se mueva- me dijo, seria y poniéndome en su mira. Luego me tranquilizó-: No lo voy a matar... a usted.


Al terminar de decir eso, se dio vuelta y adornó el pecho de Linares con tres tiros.

-Gracias- me dijo con una sonrisa en su rostro, como si yo la hubiera ayudado a liberarse de una carga muy pesada.

-¿Y ahora qué hace?- le pregunté, atónito, al verla dirigirse hacia la pared más lejana y tocar un botón en el tablero de la alarma.

-Acabo de apretar el “botón de pánico”. La policía vendrá en menos de cinco minutos.

Creyendo que me alertaba para que escapase, giré hacia la puerta y comencé a huir. Pero, otra vez, me estaba equivocando.

-No le dije que se mueva-. Nuevamente tuve la boca del arma dirigida hacia mi cabeza.

La miré desconcertado y ella me adivinó el pensamiento:

-Vamos a esperar en silencio a que llegue la policía- dijo.

Y eso hicimos. Esperamos de pie en medio del living, con el fiambre de Linares sumergido en una laguna de líquido rojo a escasos metros. Hasta que se oyeron los ruidos de varios autos deteniéndose en la puerta. Y de repente, todavía aferrando la pistola, la mujer comenzó a
gritar con fuerza:

-No me mate, por favor, no me mate.

Y cuando varios uniformados ya habían saltado la reja de entrada, la asesina de Linares apoyó el arma contra su hombro izquierdo y se disparó. En ese momento no supe por qué la desquiciada mujer había hecho eso, y las armas reglamentarias que pronto me apuntaron tampoco me dieron tiempo de pensarlo; pero hoy, confinado entre estas cuatro paredes, y condenado por homicidio simple e intento de asesinato, entre otros cargos, lo entiendo muy bien.

jueves, 20 de marzo de 2008

Uno más... otro enfrentamiento


Por Marcelo Gerez (*)


Una luna blanca, pálida como la muerte, iluminaba esta fría y tranquila noche. Dos conversaciones paralelas pero en distinto ámbito desencadenarían un trágico fin. Un bombón de regalo sería la excusa perfecta para robarle un beso; Milsíade creía que sería así, y dio resultado.

Era su primera cita y sus padres le dieron dinero para dicho propósito. El nombre de la afortunada era Eva, celeste los ojos; de nieve la piel. Un rubor granate invadió su rostro al rozar los labios de aquel chico atrevido.

Había sido un beso, su primer beso. Juntos de la mano y con los guardapolvos blancos recorrieron toda la tarde hasta llegar a la plaza. Eva estaba preocupada por explicarle a sus padres los motivos de la tardanza, pero valdría los regaños, su primer beso lo valdría. A
pocas cuadras de aquella plaza, un automóvil de color gris transita la ciudad en busca de algo que ellos sólos sabían. Tenían una platica, algo muy común para ellos. El llevar contabilizados los enfrentamientos y cada uno de los abatidos eran una estadística ejemplar que los hacía sentir hombres valientes. En ese momento una llamada de radio interrumpe tan apacionante relato y los dos hombres de bien acuden al auxilio.

Mientras los dos tortolitos se despiden, una palabra se transforma en promesa... ¡Chau Eva, mañana te espero, no me falles! Milsíade camina de regreso a casa, mira el reloj, ve la hora y camina tranquilo. Encuentra locales y vidrieras que gustoso observa por la claridad que proporciona la luz de la luna. En ese momento se acomoda la mochila, la abre y saca una visera junto con el revólver que estaba en el fondo.

El automóvil gris, en su marcha, emprende con todo, no errándole a bache ni lomas de burro. Era un enfrentamiento, uno más. Milsíade, ya dentro del local, emprende contra la cajera diciéndole
que le de todo el dinero y que se quede quieta, que no le iba a pasar nada.

Pareciera que aquello era una rutina para Milsíade, por la tranquilidad con la que ejercía cada movimiento. Recaudó todo el dinero y una cadenita con un corazón que se lo iba a obsequiar a Eva.

Fugazmente se alejó del lugar perpetrado y en su espalda la luna como único testigo. Acá lo tenemos, lo tenemos; se escucha por radio. Necesitamos refuerzos, fue lo último que se escuchó aquella noche.

Atrincherado en un Corsa modelo 2001, los disparos rechinan en la chapa y ninguna voz da la orden de alto. Ningún instante sería tan eterno como ése, ni tan arrebatador. Dos plomos cobrizos silban sigilosos y una mano temblorosa repele el fuego. De pronto, el auto gris funde los frenos y descienden como rapaces buitres para tomar sus presas.

¿Cuántos son? dice uno. Es un caco, contesta el otro. En ese instante Milsíade, estaba rogándole a Dios para que viniera su madre y no se enterara el padre. Recordaba el consejo de su padre: cuando lo detuviera la policía, tenía que decirles quién era su progenitor. Pero no le darían esa oportunidad. De repente, Milsíade se lamenta por ser el él quien rompa la promesa y no vaya a la cita con su doncella.

Aprieta con fuerza la cadenita que le iba a regalar a Eva y cegado busca una salida... Había una, pero no sería triunfante. Un buitre que servía de señuelo lo distraería de un lado y el final se lo daría el otro hombre de bien. Un silencio gélido inunda el clima, los ruegos del niño están por llegar a destino... De repente se oyen tres disparos, uno del oficial, otro de Milsíade, y el último es el que abate al ladrón.

La sangre que mancha la noche y que acompaña al frío, deja que corra por la vereda hasta apagar el último aliento. Un rostro pálido y familiar; aquel que le dio la vida, esa noche se la quitó...

- Buen día... (Milsíade)

- Buen día hijo... (el padre)

- Buen día amor... (la madre)

- Pa, Ma, tengo novia, se llama Eva y hoy tengo una cita.
(*) Privado de la libertad, en la Unidad 36 de Magdalena Actualmente estudia Periodismo y
Comunicación Social en ese penal

domingo, 17 de febrero de 2008

Reventón marginal


Por Pablo Bueno

Sobre la tarima, el desaliñado animador hace rítmicos ademanes con ambas manos, proponiendo el agite a la muchedumbre. El redoblar de los parlantes provoca efervescencia en los presentes.

El entusiasmo fluctúa entre el público, según cuál sea el artista a oír. El hombre en el escenario avisa sobre la llegada inminente de Yerba Brava. El grupo tal vez nunca arribe, el negocio ya está hecho, con la plata en caja.

Por lo pronto, las chicas de pollera corta desplazan sus caderas con gracia, recibiendo un alud de piropos masculinos.

Seguramente las aspiraciones de ellas pasaban más por estar sobre una pasarela que allí; nunca las contratarían por tener tanta turgencia en sus estrechos cuerpos.

Por eso debían conformarse con erotizar moviendo sus atributos, a cambio de un apreciable pago.

Gorra, pelo al ras, remera gastada y bermuda llamativa. Las llantas, bien humildes.

El look que porta David es digerible en el ambiente en el que se mueve. Raro sería verlo en Recoleta, con el entorno en contra.

Apoyado con espalda ancha sobre la pared, el chico vacía el vulgar cóctel alcohólico, comercializado a centímetros suyos.

El trago, mil veces más desorbitante que una botella de cerveza, está al alcance de su bolsillo, y además lo deja tambaleante, listo para sorber el suicida vestigio blanco, presente en su palma
izquierda. No deja nada, lo consume todo.

Impulsivo, va a donde está su chica, furtiva, con otro chabón.

-¿Qué haces con este cabeza, nena?- increpa él.

-Estás dado vuelta otra vez, David- contesta, cubriéndose, ella.

-¿De qué hablas, trolita? No me cambies el tema.

-Che, che, che. Baja los humos. Ni ella es trolita ni yo soy cabeza - se inmiscuye el tercero en discordia.

-¿Vos querés ser boleta, no?- ruge David.

-Qué, a poco los violines tienen pelotas- provoca el otro.

-Ahora mismo vas a tener que bancar tu ida, puto- responde el defraudado novio. Johana, poniéndose en arrepentida, ensaya pararlos. No la obedecen y exponen sus navajas, ante los demás, que, como espectadores, vitorean a favor de la riña. Nadie se mete; todos cuidan su pellejo.

Todos apañan la reyerta, rodeando a los partícipes.

David va de frente; no se achica. Toma el arma, lanzando puntazos con siniestra naturalidad. Para él no hay prurito cuando hay que salvar el desguazado honor. Su contrincante, más prudente, como quien debe esquivar minas en un campo de guerra, sólo ataca cuando está seguro de la efectividad del intento. Los movimientos de muñeca se suceden, hasta que el agraviado, con la sagacidad de un chacal en ayuno, punza la empañada garra en el estómago
del rival. La hoja se alimenta del manjar orgánico, cayendo al suelo, parásita, con su víctima.

Creyéndose victorioso, el ofendido mira a quienes lo circundan, buscando el botín. Indaga a varias personas; se da cuenta de que Johana no está. Se fue con otro.

Detrás suyo, encorvado, el enemigo contragolpea.

La laceración lo derrumba; la sangre fluye, espontánea, en David.

Cerca del fausto evento un joven le dice a su ocasional pareja:

-Este boliche se pone lindo; hay que venir más seguido.

La muchacha ignora el desatinado comentario y lo invita a partir con rumbo desconocido.

La ambulancia tardará más de la cuenta, siendo un barrio tan temible como El Refugio.

Qué importa; llueva o truene, muera quien muera, todos los fines de semana, el reventón marginal sigue; le guste a quien le guste, le moleste a quien le moleste.

Destinos Cruzados


Por Juan Sebastián Pino (*)

Las sirenas de la policía comienzan a sonar y trata de huir aterrorizado, pero sudado por la adrenalina descubre que sólo es el despertador y entre dolores de cabeza y maledicencias decide lentamente dejar la pereza para otro día.

El detective Williams despertó de una larga y abrumadora pesadilla, en la cual arrollaba a un hombre y se daba a la fuga siendo un mercenario más de la injusticia. Pero al levantarse, su cama sangraba y encontraba bajo las sábanas un aberrante imagen: el cadáver de aquella víctima de asesinato que atentaba contra su integridad mental.

Luego de ese funesto episodio, comenzó a descubrir que aún quedaban resabios de fantasía y renunció a la posibilidad del “sueño dentro de un sueño”.

Despertó al fin e indagó en su libro de seudo-psicología qué podría significar aquella visión imperfecta de una realidad inconcebible, aunque aquel abad de papel no reveló nada.

De camino al trabajo, un hombre se cruzó en su camino, y el auto frenó estrepitosamente marcando en el pavimento dos líneas paralelas. Sólo un susto; un dejavú en el centro de la ciudad y a esa hora hubiera convertido esa calle en una necrópolis.

Aceleró su auto y llegó rápidamente a la oficina, aunque el camino se plagó de escrupulosas sentencias. Confinado en el rincón de aquella gran sala ponía énfasis en expedientes pendientes cuando escuchó la voz impulsiva de Marcos.

Algo en su voz lo impacientaba, al mismo tiempo que lo calmaba recordándole que ya estaba en tierra firme y la furia de su auto no podía descargarse en un peatón de dudosa prudencia.
Allí, la memoria llamó a la cara de aquel sueño: era Marcos a quien atropellaba.

Sintió intriga, y para cerciorarse de que nada ocurriese ese día le preguntó su hora de salida. Marcos saldría temprano. Todo estaba bien.

Luego de hacer unas compras, Marcos se iría a cuidar la casa de su madre, a pocas cuadras de la del detective Williams, ya que estaba deshabitada y temía que algún indigente la ocupara.

La posibilidad de que lo imaginario pasara al plano real lo hacía inquietarse nuevamente y para distenderse de su trabajo por unos segundos, tomó un papel en blanco y quiso dejar que las palabras fluyeran; pero no pudo, pasó el tiempo observando, pero no pudo analizar el propio sentido de su mirada: calculadora, fría y obsoleta.

“Basta ya de pensar, no quiero sentir los agravios de las palabras que no suenan en el interior de la imperfecta circunferencia”. Por último recapacitó en el papel imperceptiblemente escrito: “El adorno de las expresiones sólo entorpece el significado de las mismas, siendo éstas modelos elaboradas hace siglos y las cuales el mundo se niega a dejar en el olvido pues alguna mente débil
o protestante se vanagloria de escucharlas o expresarlas”.

Pero sus informes no podían carecer de esos arreglos superfluos y las abominables contradicciones nuevamente abordaban su conciencia.

Dejó sus escritos, pensando que solo lo ensoberbecían y desfiguraban aún más la imagen que tenía de sí mismo a partir del comienzo de ese día. Tres horas más tarde que Marcos, el detective Williams salió de su agobiante trabajo.

Mientras tanto, Marcos terminaba de hacer las compras para la cena de esa noche y se dirigía al que sería su nuevo hogar por unos días.

Williams, al percatarse de que el auto no encendía, llamó a una grúa; el operador le indicó sobre las importantes demoras y le advirtió que no podrán remolcar el auto a su casa sino hasta el día siguiente. Resignado, el detective comenzó a caminar. En la oscuridad de la noche vio un auto y cruzó rápidamente la avenida pensando en aquello que antes imaginó: un “peatón de dudosa prudencia”, pero otro auto lo arrolló del lado contrario de la calle, dejándolo malherido en el empedrado azul.

Se levantó y siguió camino a su casa, pero antes de llegar a su destino observó una similar a la suya y entró creyendo que aquella vivienda era la correcta. Las luces estaban prendidas, y fue lo primero que lo hizo dudar. Para rematar la situación, la puerta estaba entornada.

Pensando en la presencia de indigentes en la casa, desenfundó su arma y comenzó a investigar la zona. Había cosas que no reconocía, y pensó: “juraría que este mueble no estaba aquí”. Siguió explorando por el pasillo y sin medir la gravedad del asunto entró en la habitación y cayó en la cama.

Marcos revisó el auto para cerciorarse de que estuviera en condiciones de salir al día siguiente, pues de camino había arrollado algo. Le molestaba que un perro lo hubiese rayado. Salió de la cochera y entró las últimas bolsas que habían quedado en su auto de color rojo.
Cansado, dejó la cena para otro día y se acostó a dormir.

Al salir el sol el día siguiente, Marcos despertó de un sueño en el que atropellaba a una persona, escapaba al escuchar las sirenas de la policía, y al llegar a su casa y entrar en la habitación, encontraba un cadáver en su cama. Pero el muerto a su lado no era un sueño, era una realidad.

Había matado a su amigo, camino a casa.

(*) El autor tiene 17 años

La séptima víctima


Por Marcos Zocaro

De pie en medio de su oficina, Sabrina está shockeada, el pánico le impide moverse. La fotografía
que sostiene le quema las manos. Se pregunta si sus amigos también han recibido una como esa antes de morir.

La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a otra época, una época
de felicidad, de sueños por cumplir, de pura amistad. Los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara fotográfica sin saber que en ese mismísimo instante firmaban su sentencia de muerte.

Sabrina observa atónita el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos. El asesino los
ha recortado prolijamente; salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva,
su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el
peor de todos los presagios: ella será la octava víctima. Morirá al igual que sus amigos, y nada
lo impedirá. Nada.

Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose por delante a varias personas, entre ellos a su jefe. Sube al coche estacionado en la puerta y se dirige a su casa a
toda velocidad.

Mientras adelanta a toda clase de vehículos y aprieta aún más el acelerador, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la despertó, llorando. “Encontraron el cadáver de Alex en el río”,
le dijo, y luego añadió: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la fría camilla metálica donde descansaban los restos
de lo que había sido su amigo Alex. Estaba irreconocible, y no hubiesen podido reconocerlo si no fuese por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.

Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana, la muerte llamó a la puerta de Nadia: su cuerpo, salvajemente golpeado, fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina
no relacionaría ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela... Un bocinazo la devuelve a la realidad; pero en lugar de aminorar la marcha acelera más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo.

No puede perder ni un segundo. Está decidida a no ser la octava víctima.

Diez minutos más tarde llega a su casa. Se baja velozmente del coche y corre hacia adentro. Al abrir la puerta, se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho. Quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada
del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.

Avanza un par de metros hacia el interior de la casa, y no tarda en advertir que está todo
revuelto: infinidad de papeles tirados en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y macetas todas rotas... El asesino ya ha estado allí.

Sin que ellas les de la orden, sus piernas comienzan a huir. Corre hacia el coche, sube y acelera a
fondo. Por un segundo, la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por
delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiera llegado a advertirle...

Luego, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar. Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto contra una torre de iluminación.

Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.

La imagen de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente; y al recordarla no puede evitar estremecerse.

De repente se le ocurre algo. Gira en el primer retorno y se dirige hacia el este, hacia el campo de
sus padres. Aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida, por lo menos por un tiempo.
En ningún momento del trayecto piensa en recurrir a la policía. Sebastián ya lo pensó antes y
acabó misteriosamente con una bala enterrada en la cabeza.

Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta en el horizonte,
llega al campo. El paisaje es extremadamente desolado; sólo una pequeña casa en medio del campo interrumpe la plantación de manzanas.

Antes de apearse, mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca
que un grito desesperado escape de su garganta . Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido. Presa del pánico, abandona el auto y camina a pasos acelerados hacia el interior de la casa.

No hay luces encendidas y la oscuridad la envuelve. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra. La oscuridad le impide ver.

Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y luego... El grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la escalofriante fotografía tomada en Brasil. Y los rostros, recortados, se hallan desparramados por el suelo, formando una alfombra que cubre cada rincón.

En ese instante, el miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá
en la octava víctima.

De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, e instintivamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y..., retrocede aterrorizada. No puede creer lo que sus ojos le muestran. Sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella y apuntándole con un arma.

Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.

Final feliz


Por Marcos Zocaro

Dos años y tres meses fue lo que me llevó terminar mi primera novela, mi pequeña gran obra de arte. Y a Garmendia sólo le bastó menos de un mes para robármela.

Garmendia, Javier Garmendia, era uno de mis mejores amigos y, al igual que yo, amaba la literatura y soñaba con convertirse en un best seller. Pero lamentablemente, jamás se le caía una
idea de la cabeza. Eso fue lo que yo debí haber tenido en cuenta antes de prestarle el borrador de mi relato: un mes después, en vez de recibir su opinión sobre el libro, recibí una prolija carta donde me invitaba a la presentación de su novela Vértigo...

El desgraciado ni siquiera se había molestado en cambiarle el título. La presentación sería esa misma tarde, en el Pasaje Dardo Rocha. Y uno de los oradores que acompañaría a Garmendia sería, ni más ni menos, que Tomás M. Rocazo, el escritor que ambos tanto admirábamos. Mi indignación no podía ser mayor.

Aprovechando una distracción de mi padre, pude quitarle del cajón de la mesa de luz su pistola reglamentaria.

La escondí entre mi ropa y me dirigí hacia el Pasaje Dardo Rocha. En un principio, mi plan (descabellado, si se quiere) no era más que ocultarme entre la muchedumbre y, en medio de
la presentación, ponerme de pie, apuntar con mi arma a quien alguna vez había sido mi amigo y obligarlo a confesar su plagio. Sin embargo, ya en el lugar, todo cambió.

Para calmar mis nervios, mientras esperaba que Garmendia apareciese, decidí tomar uno de los ejemplares de Vértigo que descansaba sobre un estand. Al tenerlo en mis manos, mi furia creció más: la cubierta era tal como yo la había imaginado. En ese momento, más que nunca, pude sentir cómo me penetraba el frío de la Glock en la cintura. Luego, por curiosidad, comencé a ojear el libro hasta que llegué al final y descubrí algo que me terminó de descolocar, algo que hizo
alterar drásticamente mi plan.

Apenas Garmendia se presentó ante la multitud y se sentó detrás de un improvisado escritorio, saqué la pistola, le apunté y, después de contemplar por unos instantes su rostro lleno de terror,
le vacié el cargador en medio del pecho... El afeminado de mierda le había cambiado el final a mi novela por uno “color de rosas”.

Yo no lo podía creer. Lo que Garmendia había hecho, simplemente, no tenía perdón de Dios.

jueves, 14 de febrero de 2008

Despedida de soltera


Por Alejandra Castillo

Sería bueno que empezara a revisar mis principios; y no hablo de los universales, sino de los cotidianos, los que identifican y regulan los actos con la fuerza de las leyes de la genética. A saber: jamás le digo a una madre que su bebé califica para la próxima de Allien (no lo duden, ya va a llegar); no como pizza si no es con cerveza; ajusto el paso si alguien me “apura”; no rechazo el convite a una fiesta, ni a un hombre que me haga reír.

Si enumero apenas estos cinco, es porque el 60% de ellos me metieron en este rollo y vale su mención para introducirlos, a ustedes, en el relato.

Era lunes al mediodía cuando Marcela se acercó al escritorio en el que yo transcribía a una planilla los números de trámites psiquiátricos de la obra social para la que trabajábamos desde hace varios años. Su antigüedad era menor a la mía, aunque nuestros sueldos y categorías corrían a la inversa. No era por eso que ella me irritaba. Era más bien su exceso de femineidad, corrección y simpatía. No soy tan necia como para no reconocer la virtud en cada uno de esos enunciados, pero combinados pueden resultar tan nauseabundos como una lluvia de Anais

- Anais en un ascensor atiborrado y lento. Por cierto, ése era su perfume, cuyo vaho me anunció su presencia antes de que se plantara a mi lado. Eso, y su andar sobre tacos de 3 centímetros, sin tapitas.

-Lucía... ¿cómo estás?

-Luchando con esta pila. ¿Vos?

-Bien. ¿Sabías que me caso, no?

-Si, creo que ya te felicité, y puse para tu regalo.

-No, tonta, no es por eso. Mis amigas me están organizando una despedida de soltera para este viernes. Les pasé tu número, pero no pudieron ubicarte.

-Me desapareció el celular- dije. Y era verdad.

-Qué pena... bueno, no importa. Estás avisada, es el viernes, desde las 10, en una casa quinta que me alquilaron para la ocasión.

Y mientras me extendía el papelito con la dirección, no pude evitar la pregunta.

-¿Pero vos no te casás por civil el jueves?

-Sí, pero la iglesia es el sábado y antes nadie podía. Además, me mudo a lo de Darío cuando volvamos de las Canarias.

¿Te conté que ahí vamos de luna?

Cómo no saberlo. Antes de irse, Marcela me advirtió:

-Ah, por favor, no le cuentes de esto a nadie. Sabés que no me llevo bien con las mujeres de la oficina.

Eramos cinco y como me suponía en aquel grupo, me sorprendió ser la “elegida”.
Pero no puedo concentrarme en nada que no me importe más que un par de minutos, de modo que guardé el papelito en el bolso y volví al tedioso listado.

A las 9.00 PM del viernes estaba terminando de arreglarme cuando sonó el timbre de mi casa. Miré por la mirilla sabiendo de antemano lo que iba a ver (el cedro de la puerta no era a prueba de Anais- Anais): la cara fresca, prolija y sonriente de Marcela.

-No sabés lo que me pasó- lanzó a modo de saludo-; andaba cerca de acá y se me rompió el auto. La grúa va a demorar por lo menos dos horas y no quiero hacer esperar a nadie. ¿Podés llevarme?

-Claro, si no te importa esperar.

-No. ¿Puedo pasar al baño?

Poco más de una hora después estábamos en la casa-quinta, demasiado amplia para las seis invitadas, incluyéndome. Volvió entonces esa sensación de estar fuera de lugar, ahogada rápidamente en la sucesión ininterrumpida de daikiris que me ayudaron a soportar la rutina de esta clase de eventos. Por ejemplo, la exhibición de juguetes sexuales que la vida del 90% de las casadas excluye y la referencia a “alocadas” experiencias de la soltería, que, de ser veraces, jamás hubieran colocado a una dama en aquel brete de usar un disfraz de conejita entre mujeres
ebrias. Porque así estábamos hacia las cuatro de la mañana, hora en la que a Marcela se le ocurrió trasladar al parque a su media docena de invitadas.

-Juguemos al tiro al blanco- gritó, y a nadie más que a mí se le ocurrió interrogarla ¿te volviste loca?

-Ay, Lucía, ¿dónde está ese espíritu aventurero?, justamente vos...

-¿Yo qué? Trabajo en una oficina, voy a la ginecóloga una vez al año, nunca me tiré de un paracaídas- y hubiera seguido toda la noche, si Marcela no me hubiese interrumpido.

-Dale, tiremos. Ahí puse unas botellas y tengo dos armas. Vos y yo. A ver esa puntería- dijo, y me ofreció una pistola negra.

Miré a esas otras cinco desconocidas en busca de una aliada que no encontré. Y acepté el convite. No sé cuántas veces disparamos, diez, o doce. Me sorprendió que Marcela recargara las armas con destreza y que la suya no sonara como la mía, pero había tomado mucho, demasiado.
Creo que a las 6 de la mañana la novia me acompañó hasta el auto y estirándose desde la puerta del acompañante me dio un beso, agradeció mi presencia y me deseó buen viaje. No había dormido ni cuatro horas cuando me despertó el timbre.

Era la Policía. Me mostraron una orden de allanamiento, me informaron que estaban investigando el crimen de Darío Cáneva y que debía acompañarlos hasta la DDI. No entendía nada. El día anterior había estado en el departamento de Darío, como todos los viernes, de 6 a 8 de la noche. Su casamiento con Marcela no había alterado esa semana la rutina, ni lo iba a hacer
cuando volviera de Canarias. El me hacía reír; amaba el galope de su corazón en mi espalda.

Encontraron mi celular en su casa y mis rastros en su cama. Su sangre, en una remera escondida en mi baño. El arma que lo mató, debajo del asiento del acompañante de mi coche. Mis huellas en la empuñadura. Y restos de pólvora en mis manos. No hubo un solo testigo que respaldara
mi historia de aquella noche. Marcela pasó la prueba del dermotest y ahora disfruta de su herencia. Y yo aquí estoy, revisando los estúpidos principios que me trajeron a esta celda.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Asfixia


Por Juanchi Benavidez

Martín moriría hoy, lo había leído el día anterior en los avisos fúnebres.

No cabía cuestionamiento alguno, las noticias reflejaban la realidad y Martín así lo entendía. Esa tarde no fue a trabajar (no le encontraba sentido ya) y dedicó las sucesivas horas a recorrer los canales de noticias en busca de futuros accidentes, ya sea de tránsito o inequívocos que pudieran afectar a un alma tan imprudente al caminar por una acera. En repetidas ocasiones se planteó la duda de romper con lo establecido en su infancia. Aquel dogma de que las noticias siempre se anticipan a los hechos, por lo cual era improbable que se pudieran cambiar.

Era demasiado joven y eso le preocupaba, quería cuando menos despedirse de su madre y su hermana, nadie más lo esperaba o lo lloraría aquí. Pero no podía negar su naturaleza humana y mediática que apuntaba en su constitución, que un individuo nunca podría cambiar su destino.

Por la noche, mientras se afeitaba, pensaba en sus remotos antepasados (esos que se enteraban de las cosas mientras los hechos sucedían o quizás, no recordaba bien, pero tal vez hasta un día después.) ¿Qué clase de noticias serían esas? Qué absurdos, con qué sentido iría uno a un estadio de fútbol sin saber si su equipo favorito ganaría.

No lograba comprender aquella realidad, para Martín era casi natural leer el periódico por las mañanas para evitar un posible embotellamiento en la autopista o en las principales avenidas de la ciudad.

Tal vez sería lo mas cuantible sentarse a esperar el infortunio pues lo único perfecto es lo que va a suceder, ya que de una manera u otra es inmodificable. La vigilia le creó un rencor insostenible
a la vida. No logró conciliar el sueño.

Ciertas imágenes le surcaban el cielo y amorataban sus conceptos raramente claros sobre el ir y venir en sus latidos. Pronto su luna amanecería y sería indefectiblemente su última alba.

Ansiaba regresar en el tiempo y creer que los medios de comunicación eran sólo un arma de poder y no el poder propiamente dicho. A esta altura qué sentido encontraba en la vida, sólo espantar la azada al menos unas horas, para romper con el raciocinio del imaginario intelectual y creer, como los viejos libros de historia, que todo tiempo pasado fue mejor. En sus fugaces sueños se encontraba una y otra vez cayendo reiteradamente, pero lamentablemente....
Sí, lamentablemente, yaque inconscientemente sólo anhelaba el ineludible final. Sabiéndose aún dormido rogaba no despertar jamás, para destruir esa sucia agonía, que amenazaba con no dejarlo en paz.

El transcurso del día fue de una anormalidad absoluta, en el bagaje de su tiempo no hubo lugar para los nervios, pero sí para el envejecimiento prematuro con cada aguja del reloj. Literalmente
moría con el vacilar del segundero, intentaba reconocer su suerte, al sentirse ausente en este mundo. El café no ayudaba, pero insistía en crear falsas expectativas, mientras las horas
se sucedían y la tarde caía ya.

Las noticias son el corriente de la vida y generan una tendencia en sus súbditos, siendo esto así ¿Qué sentido se encuentra en agonizar o sangrar minutos más paralizando los hechos? La empuñadura era más frágil con ciertas miradas y el índice reposando en el insufrible gatillo se hacía deseable a su hora. La pesada penumbra llegaba con la noche y agitaba sus derechos
que se decidían, mientras su boca se colmaba de metal frío acariciando susegunpaladar.
Giraba por el cuestionamiento que se representaba con la sola aflicción de sus penas.

El reloj que pendía sobre la pared deentrada gimoteó su campanada lúgubre, y el sueño repentino se hizo dueño de la vida de Martín.

Enterada, su madre corrió al hogar de su primogénito calles arriba, ingresando en su domicilio y hallándolo tumbado y sin vida.

martes, 12 de febrero de 2008

La imagen


Por Manuel Parodi

El viejo acomodó sus dolorosos huesos en el sillón de mimbre. El calor era insoportable a esa hora de la siesta. Entrecerró los ojos y los recuerdos llegaron en tropel a su memoria.

¿Cuánto hacía que estaba allí en la isla? ¿Cincuenta, sesenta años o más? Ya no recordaba, hacía tanto tiempo...

Fue desde que ocurrió “aquello”. Con un suspiro recordó aquel día. El se encontraba en el patio de su casa armando una pequeña jaula que había ideado para cazar un petirrojo. Sus padres discutían acaloradamente. Siempre lo hacían, pero esta vez la discusión parecía haber alcanzado tonos de violencia.

De pronto los gritos de su madre lo sobresaltaron. Se precipitó hacia la vivienda y se paró en la puerta del dormitorio. La escena lo paralizó. Su padre intentaba ahorcar a su madre mientras la golpeaba con un cinturón. A partir de allí los recuerdos son confusos. De pronto tenía en sus manos la escopeta que su padre solía utilizar cuando salía a cazar. Escuchó como entresueños que él le gritaba “¡maldito bastardo, sal inmediatamente de aquí si no quieres que te zurre a ti también!”.

El disparo lo desconcertó. El arma escapó de sus manos y con ojos horrorizados vio una gran mancha roja formarse en el pecho de su padre. También vio la incredulidad en sus ojos mientras se desplomaba. Su madre se levantó y corrió hacia él abrazándolo entre sollozos. El sintió que lágrimas calientes resbalaban por su rostro.

Acordaron que debería irse del lugar antes de que las autoridades tomaran conocimiento del hecho. Rápidamente preparó un bolso con ropa y con comida yfundiéndose en un largo abrazo con su madre, se despidió de ella.

Don Roque, o “el viejo”, como le decían en el lugar, suspiró nuevamente y con un pañuelo secó el sudor de su frente. El calor en la isla era insoportable.

Sacó de su bolsillo una pequeña bolsa de tabaco y con sus dedos temblorosos se puso a liar un cigarro. Después de la primera pitada Don Roque reanudó sus pensamientos. Había caminado toda la tarde y el anochecer lo sorprendió monte adentro.

Caminó sin rumbo fijo gran parte de la noche hasta caer exhausto en la orilla del río. Don Roque aspiró con placer el humo del cigarro y entrecerró los ojos.

Los recuerdos le dolían aún...El relincho nervioso de su caballo devolvió a la realidad al viejo, que prestó atención. No era un relincho normal, conocía bien a su caballo, algo le pasaba. Se enderezó en la silla y con pasos ágiles, no propios de su edad, se dirigió presuroso a los fondos de la vivienda donde pastaba el animal.

Don Roque se acercó y su mano se deslizó suavemente por el pescuezo del caballo. Con palabras cariñosas, el viejo trató de tranquilizarlo. “Algo lo inquieta, él no es así”, pensó.

Vio que el lazo que lo sujetaba al palenque estaba enredado en la pata derecha del animal. Se agachó suavemente y levantándosela, lo liberó. Fue entonces cuando sintió el leve siseo que lo paralizó en seco. Casi sin verlo, supo lo que era. Lentamente y con mucho cuidado se dio vuelta y frente a él, a pocos centímetros, la enorme Yarará-Cuzú lo observaba.

Una de las más peligrosas especies que habitaban la isla. El viejo maldijo entre dientes su error, ¡cómo se había descuidado! Con mucha cautela y movimientos lentos, su mano se dirigió a la
cintura y rozó el mango de su cuchillo.

Trataría de sacarlo con mucho cuidado. Su mano se cerró sobre la empuñadura, y en ese momento sintió el latigazo y un fuerte ardor en su pierna. Rápidamente se dejó caer al suelo y sacando su cuchillo rasgó la parte inferior de su pantalón.

Su pierna le ardía atrozmente y comenzaba a entumecerse.

Don Roque desató su pañuelo del cuello e inició un torniquete por debajo de su rodilla. Sabía que era inútil, no tenía antídoto y la picadura era mortal. Se arrastró dificultosamente y apoyando su espalda en el palenque revisó la herida. Los dos orificios comenzaron a hincharse velozmente y
un color violáceo teñía su pierna. Pensó en cortar la herida para drenar parte del veneno pero sabía que ni esto evitaría su muerte.

¿Cuánto tiempo le quedaría? ¿Una hora, dos? Sentía la boca reseca, pero a pesar del fuerte calor, tenía frío. Quería preparar un cigarro, pero no pudo. Su vista comenzaba a nublarse. Cerró los
ojos y se vio jugando en el patio de su casa. Oía claramente los gritos de su madre llamándolo: “¡Roque, a comer!”.

Más allá, su padre trajinaba con el hacha sobre un montón de leña.

El viejo sintió que la sed lo devoraba por dentro. Ahí estaba su madre sacando del pozo un balde de agua fresca.

No sabe cuánto tiempo deliró, o si se quedó dormido. De pronto abrió los ojos y una fuerte luz de color celeste invadió el lugar. Como entresueños vio a una persona arrodillada con la mano
extendida hacia su herida. Intentó hablarle, pero las palabras se negaban a salir de su boca. Quiso levantar una mano, pero ésta no le respondió. Entonces por primera vez vio con nitidez
el rostro de aquella persona.

Era su padre, que con una sonrisa en los labios se desvanecía lentamente, y la inconsciencia lo invadió de nuevo. Con movimientos suaves, algo empujaba su cuerpo. El viejo despertó sobresaltado y vio a su caballo que con el hocico tocaba su hombro. Se enderezó y al instante recordó todo. “Estoy vivo”, pensó, “no puede ser”. Rápidamente miró la herida, pero de ella sólo quedaban dos pequeños orificios. La hinchazón había desaparecido y él se encontraba mucho mejor. No podía creerlo, sabía que sobrevivir a la mordedura de una Yarará en aquellos parajes era imposible.

Sin duda su padre, a pesar de lo sucedido, había acudido en su ayuda. Una enorme paz lo invadió y gruesas lágrimas rodaron por su rostro.

El enjuto


Por Oscar Ojea Chiappesoni

“Mañana no es el otro nombre de hoy” Eduardo Galeano
Su pecho palpitaba a mil. Había tomado una decisión. Necesitaba guita y era ahora o nunca. La desvencijada moto rompía con su ruido la calma del barrio. Eran casi las tres de la tarde. Ni un alma bajo el sol de enero. A lo lejos, el rumor de los autos traía la presencia de la avenida 72.

Se ajusta la gorra hasta las orejas. Trata de acordarse desde cuándo usa esa gorrita. Sólo sabe que se la dio su prima Gladis. La había encontrado en la playa de San Clemente, hace como dos años. Le gustaba y hasta dormía con ella, con la gorra, por supuesto.

La moto se quejaba sobre la polvorienta calle. Dobló hacia el almacén de Coca. Tanteó en su bolsillo izquierdo el bulto que le daba fuerzas. Si don José, el dueño del corralón, se enteraba de que le afanaba el fierro seguro lo cagaba a patadas y era capaz de denunciarlo a la policía. Pero el
patrón era un viejo distraído y nunca se acordaba donde había guardado el arma.

A lo lejos divisa una señora, de edad, sentada en la vereda. Juega con un borreguito. Tal vez su nieto. Tal vez no quiere dormir la siesta. A él tampoco le gustaba dormir la siesta. Cuando su madre lo obligaba, saltaba por la ventana y se las tomaba para la cava con los pibes amigos. Ya no
piensa en el almacén. Su mirada se clava en la mujer y en el chico. A los alrededores no hay nadie. Sólo perros atorrantes que desparraman basura. La tarde quema como nunca. Detiene el motor y la moto sigue silenciosa y lenta. Se detiene junto a la mujer que ha tomado de la mano al chico
y mira con asombro y desconcierto al recién llegado.

Resoplando coraje de no sé donde, salta de la moto y con fiereza la empuja hacia lacasa. Con voz ronca y apagada le pide plata, plata y plata. Su mano derecha crispa la pistola plateada que parece una antorcha bajo el sol. Tiene el cuerpo bañado en sudor, la remera pegada al cuerpo. Cuerpo enjuto, como le decía siempre el doctor de la salita. La mujer ahoga un grito y el pendejo
llora asustado. Se juramenta no aflojar ahora. Unos pesos y algún electrodoméstico le vendrán bien para organizarse. De pronto un estruendo. Un golpe seco en la panza seguido de un dolor de mierda lo tira contra el cerco de cañas. Siente frío, ganas de vomitar, su vista se nubla. Levanta
la cabeza y alcanza a ver a un tipo grandote, de rulos y barba, con los ojos agrandados por la bronca y el miedo.

El grandote sostiene una escopeta. Suena otra explosión. Su pierna da un latigazo en el patio de ladrillos y le hace estremecer el cuerpo. Más dolor. Una sueñera pegajosa lo invade. Parece que flota. Ahora sí no escucha nada. Mueve su mano y allí está el fierro de José. Ojalá que no se
entere de que lo agarró por un ratito.

domingo, 10 de febrero de 2008

Coloquio con la muerte


Por Fabricio I. Risso

Desde chico siempre me hice la misma pregunta: ¿qué le preguntaría a la muerte si la tuviera frente mío?, ¿sacaría mis dudas completamente?, ¿me contestaría? Pero siempre vuelvo a la misma interrogación lógica y que cierra todas mis preguntas, pero no las respuestas ¿me encontraré alguna vez con la muerte?

Según los científicos, podríamos afirmar que todo ser viviente, tarde o temprano, muere por causas naturales, porque la vida esta compuesta de nacimiento y de muerte del ser.

Nadie me explica qué o quién es verdaderamente la muerte. Dicen que es un ser oscuro, con un gran manto negro, vestida de huesos y con una guadaña en su mano. La muerte ¿es aquel ser oscuro y tenebroso que camina por nosotros con su guadaña y una lista con nombres en la otra? ¿La muerte es muerte o es vida? ¿La muerte camina o vuela? ¿La muerte busca muerte o busca vida? ¿Lleva o trae? Tantas, tantas cosas, tantos interrogantes que podría pasarme la vida preguntándome si la muerte es lo que ellos afirman o creen.

Me acosté tarde, como de costumbre, eran las dos de la mañana. Acababa de terminar la redacción para presentar a la mañana siguiente en el diario informativo de la ciudad. La nota apuntaba a un hecho poco informativo y de interés general, que me dejó pensando mucho tiempo hasta poder dormirme. Trataba de un abogado llamado Rafael Gonzáles Blend, que se había ahorcado por, de acuerdo a las investigaciones, problemas laborales y amorosos. Lo único que yo sabía era que un hombre se mató, se ahorcó del parante de su comedor. Dejó su vida en manos de un ser inexplicable llamado “la muerte”, por el sólo hecho de no poder lidiar con sus problemas cotidianos.

Traté de dejar de pensar en mis tonterías absurdas y me di vuelta para dormir de costado, mirando la pared azul que sólo iluminaba el rayo de luz que entraba por una hendija de la persiana blanco crema. Me pregunté en voz alta:

-¿Por qué un hombre llegaría a quitarse la vida?

-¿Y por qué no?

-Porque no, yo no creo que un hombre haya hecho eso por el sólo hecho de que tenía problemas, pienso que algo pasaba y que sólo él sabe.

-¿Pero qué es lo que no sabes?

-¿Qué es lo que no sé?

-Averigualo...

-No es tan fácil, me gustaría. Me gustaría saber que es lo que le pasa a la gente cuando se pone el gatillo en su boca o en la sien y simplemente lo jalan... Sólo quiero saber qué es lo que pasa por sus mentes.

-¿Tú no lo intentaste?

-Creo que no me animaría, no lo sé, no creo que tenga las agallas para hacerlo.

-¿Pero alguna vez lo has pensado?

-Sólo una, pero inmediatamente cambié de parecer. No es fácil lidiar con los problemas, hay muchas alternativas antes de pegarse un tiro. Creo yo que hay que enfrentar los problemas cara a cara.

-Es fácil decirlo, ¿tú nunca has tenido un problema?

-Miles y miles, a diario, semanales, mensuales y anuales. Pero no llego al punto de querer sacarme la vida. Yo creo...

-¿Qué crees?...

-Creo que con los problemas que tengo daría la solución de sacarme la vida, pero aún así no creo que sea lo correcto... estoy seguro de eso...

-Piénsalo nuevamente...

-Ya lo pensé, pero no es lo que haría. Si yo fuese el señor que estuve investigando para el diario, creo que hubiese afrontado los problemas de frente, sin llegar a tomar la iniciativa de sacarme la vida.

-Tú no estas en su lugar...

-Mi tampoco podría estarlo...

Me di cuenta de que seguía viendo la pared azulada, pero ya no estaba hablando solo. Era la primera vez que me pasaba y sabía bien que no era yo quien respondía las preguntas.

Di vuelta lentamente y sin mirar pregunte

-¿Quién anda ahí?

-Date vuelta y contesta tu pregunta.

-No me hagas nada. Llévate todo...

-Cuando me veas no pensarás lo mismo. Al voltear mi cuello mis ojos se paralizaron al ver lo que estaba viendo. Una mujer totalmente hermosa, cabellos rubios y largos hasta la cintura, ojos celestes resplandecientes, cuerpo figurado y un contorno luminoso, blanco, con un manto de cristal a sus espaldas iluminando la habitación. Me di vuelta completamente y le pregunté quién era.

-Tu estudio- respondió.

-¿Mi estudio?, no le entiendo... ¿Qué hace en mi casa? ¿Qué viene a buscar?

-Respuestas, sólo respuestas.

-¡Usted quiere respuestas y está en mi habitación!,

¿Entonces yo qué tendría que decir? Una desconocida se posa en mi cama sin saber de donde apareció, de dónde es y quién es...

-No se altere, sólo vengo a hablar...

-¿Mi estudio?, yo dejé de estudiar hace rato...

-Nunca es tarde para volver a repasar el pasado.

-No entiendo qué es lo que me quiere decir señorita...

-Yo soy su estudio, su pregunta...

-Ahora resulta que no sólo es mi estudio, sino que también es mi pregunta. ¿Qué pregunta? Es tarde y una desconocida está posada frente a mí en plena madrugada. ¿Quién es?

-Tengo muchos nombres, dijo con voz calma y a media sonrisa mientras se levantó del pie de la cama y empezó a caminar por la habitación. Algunos me dicen “desdicha”, otros, “manto negro”, algunos afirman que mi verdadero nombre es Parca, pero los demás me llaman vulgarmente “la muerte”... Empecé a reírme sin poder parar y mirándola fijamente empecé a opacar mi risa rápidamente, pidiéndole disculpas.

-Está bien, no me ofende, no pretendía que me creyera desde un principio...

-Disculpe señorita, es que su confesión no es para nada normal. ¿Intentó alguna vez hablar con un psicólogo? Yo le podría recomendar uno.

-Lo hice, señor Roberto, un día tuve la posibilidad de hablar con uno personalmente. Era un psicólogo muy interesante y por lo que noté, inteligente. Me aclaró bastante sobre su mundo...

-Hagamos de cuenta que le creo, que yo creo que usted es la mismísima muerte y
que está justo parada frente a mi... ¿Cómo podría demostrarme lo que dice?

-De la forma que usted quiera, Don Roberto, a mí no me costaría nada. Pero fíjese y
piénselo, tal vez le cueste a usted.

-¿Jovencita, me está amenazando?

-Jamás, don Roberto, jamás. Sólo le advertiría sin que se ofendiera.

-¿Qué es lo que quiere señorita muerte?

-dije irónicamente-

-¿Qué se siente ser humano?

-Se siente bien. Por el sólo hecho de que uno puede respirar. Siente la dulzura de
una manzana. ¿Usted nunca fue humana?, ¿siempre fue “la muerte”?

-Siempre fui lo que soy y lo seguiré siendo.

-Disculpe que me vuelva a reír señorita, pero no puedo creerle que el demonio la haya contratado para ser “la muerte”...

-Nunca dije que fuera el demonio... A veces pensamos que las cosas las hacen quienes más culpamos. Pero ¿usted se puso a pensar a dónde va a ir el día que yo lo venga a buscar?

-Supongo que al cielo... ¿no?

-Usted va a ir adonde se merezca.

-¿Intentó alguna vez ir al psiquiatra? señorita, váyase de mi casa. Veo que es sólo una joven que lo único que quiere es sacarme dinero. Quiero dormir, mañana tengo que trabajar y usted está impidiendo mi sueño...

-¿Qué se siente sentir el viento?

-Libertad, libertad y más libertad. ¿Quién es usted señorita y que quiere de mi?

-¿Qué se siente tener amigos?

-No lo sé, alegría supongo. Se siente bien, no lo sé. Y dígame ¿qué es el infierno?

-El infierno es el lugar en donde se encuentran las almas que tienen que pagar la condena.

-¿Qué condena?, ¿específicamente, a qué condena se refiere?

-La condena de vivir con sufrimiento, de vivir en agonía continua. ¿Usted qué paraíso se merece?

-Queda mi alma a disposición del juez de turno.

-Es igual de terco que su padre... recuerdo que él mismo me dijo al verme que no me tenía miedo. Y aclaremos que sólo vio mi sombra.

-No voy a permitirle que hable sobre mi padre señorita. El tenía muchos problemas, es por eso que tomó la decisión de sacarse la vida...

-Usted sabe bien, pero yo mejor. Su padre murió de cáncer hace mucho tiempo, usted era apenas un niño.

-¿Cómo sabe que mi padre murió de cáncer?

¿Cómo pudo saber eso?

-Sólo una última cosa... ¿qué se siente estar cerca de mi?

-Se siente entender que la vida no es más que una metáfora... vivo por consecuencia de mis causas. Vivo a causa de la decisión de alguien. Y usted no es más que una fiel servidora de ese alguien...

-Se me hace tarde Don, fue un placer charlar con usted ¿sabe?

-Hasta siempre...

-Hasta luego.

La mujer abrió la puerta de mi habitación y se fue como una persona común y silvestre. Me senté en la cama y traté de ponerme a pensar en todo lo que había hablado con esta señorita que se hacía llamar “la muerte”. Me recosté y prendí un cigarrillo, miré las fotos de mis padres y me levanté a contestar la puerta que alguien acababa de tocar. Fui lentamente hasta ella y la abrí, un hombre poco más bajo que yo, con un sombrero marrón y lentes gruesos me dijo mirándome sorpresivamente.

-Buenas noches, disculpe la hora, pero una señorita me mandó, en la puerta, para que hablemos, ¿necesita algo? ¿Se encuentra bien?....

-Es muy tarde señor, no es hora de que usted y yo charlemos... ni siquiera sé quién es...

-Ya sé, perdone mi interrupción, lo que ocurre es que una señorita me dijo que le preguntara si se encontraba bien, justo pasaba por aquí, la noté preocupada...

-¿Cómo es su nombre?

-Mi nombre es Rafael Gonzáles Blend, soy abogado,

¿puedo pasar?...

sábado, 9 de febrero de 2008

El secuestro


Por Esteban León (*)

Chiche era un tipo alegre, casi feliz, con una sonrisa siempre dibujada en su boca, con un chiste frecuentemente listo a flor de lengua, con alguna salida picante en cada fiesta. No tenía problemas mayores y había hecho una pequeña fortuna como producto de sus exitosas actuaciones televisivas, teatrales e inclusocinematográficas, en calidad de actor cómico.

Eran las tres de la tarde y Chiche estaba recostado leyendo “Crimen y castigo” en su sillón preferido. De pronto, tres sombras se proyectaron a su frente y de un solo golpe se sintió inmovilizado, amordazado y despojado del libro, justo cuando Raskolnikov estaba por matar a la vieja. En su casa no había nadie más que él y los dueños de las sombras. Retenido por los cuatro costados y arrastrado como una babosa, veía sólo el techo con la monotonía de la impecable e inmaculada blancura de un yeso recientemente retocado. Lo tenían del cuello. Ahora lo sentía por su asfixia incipiente.

Lo sacaron de su casa por la puerta delantera como si la hubieran abierto sin forzarla al entrar. De un sacudón le hicieron recorrer el pasillo hasta la calle y una vez allí comenzó a ver remolinos de ramas en un fondo celeste subido que eran producto de un movimiento en tirabuzón de todo su cuerpo, siempre con la cabeza para arriba y semiasfixiado por biceps añejados en gimnasios. Un vuelo como de planeador lo estrelló en el asiento trasero de un Falcon. Allí comenzó a respirar con más libertad, aunque en una posición poco ortodoxa, como de prostituta esperando la sodomización. Así lo mantuvieron durante media hora, hasta que llegaron a un tugurio de chapas al que Chiche pudo mirar de reojo. A los empujones recorrieron un camino fangoso que los llevó hasta una habitación desordenada pero limpia, con una mesa que parecía brillar por lo pulcra y una lámpara potentísima que la iluminaba en su centro. Le clavaron una aguja en el pliegue del codo y a partir de allí ya no recordaba nada más.

Se despertó en el mismo sillón de su casa en el que estaba leyendo, con el libro en la mano, pensando que todo esto había sido un sueño, una pesadilla.

Eran las seis de la tarde, según le indicaba su reloj de pared. Sintió de pronto un tremendo dolor en las mejillas que lo hizo incorporar. “Todavía no debe haber llegado Marta” se dijo, verificando que todo estaba igual que tres horas atrás. En eso sonó el teléfono. Pero no era la voz de Marta, sino una voz masculina que le dijo:

-Viejo, no hagas nada, no llames a la cana.

-Pero ¿quiénes son ustedes?

-No preguntes más nada. Somos los que te secuestramos.

-Cómo que me secuestraron, si yo estoy aquí.

-Te secuestramos la risa. Fijate en el espejo.

-Pero ¿para qué?

-Ya te vas a enterar cuando nos pongamos de nuevo en contacto para darte las instrucciones de cómo pagar el rescate. Y le colgó.

Se arrimó al espejo para ver qué pasaba en su cara y aguzando un poco la vista pudo divisar dos cicatrices muy delicadas: una en cada mejilla. En realidad, no podía sentirse desfigurado, aunque la cara estaba más chupada. Sin embargo sentía un dolor que era como un tirón que le impedía la risa.

Había escuchado del tráfico de órganos para transplante, pero ¿qué podían hacer con sus mejillas? se preguntaba. No quiso hacer la denuncia porque no sabía cómo podría contar lo sucedido. Cuando llegó su esposa, le relató los hechos. Ella se mostraba un poco incrédula, pero las cosas se sucedieron con calma hasta que Chiche decidió dar un paseo para despejarse y aclarar su pensamiento. Cuando volvió a su casa, después de una hora, encontró a su mujer desorbitada, insultándolo, basureándolo a los gritos. El pobre no entendía nada, hasta que entre todos los improperios pudo darse cuenta de que una tal Tamara había llamado para pedirle disculpas por los arañazos en las mejillas, que no se iba a repetir, que lo seguía queriendo como
siempre y que no la dejara, aunque más no fuera por un supuesto hijo.

Él trató de explicarle que era un error, que no había ninguna Tamara, ni ningún nene, que los tajos se los hicieron los tipos que lo sacaron de su casa, pero su mujer no le creyó la historia y se fue con una maleta cargada de ropa que ya había preparado mientras el cómico se encontraba afuera. Al rato, mientras trataba de reponerse de todo esto, sonó el teléfono. Eran ellos que le pedían trescientos mil pesos. Chiche les quiso mentir diciendo que no disponía de esa suma, pero se veía que tenían todo estudiado porque le respondieron:

-No te hagas el gil. Sabemos que los tenés a plazo fijo y que vence mañana. Pensá que vas a recuperar tu risa.

-¿Cómo? - les preguntó.

-Muy sencillo: te vamos a reimplantar el risorio de Santorini que te extirpamos.

-Pero yo cómo voy a saber si ustedes realmente lo van a poder hacer.

-Muy simple: vas a tener que correr e riesgo y creer en nuestra palabra. De lo contrario, no vas poder reírte más en tu vida - y colgaron.

Al día siguiente fue al banco y como los convenció de que se trataba de una emergencia, en dos horas pudo conseguir el dinero.

No había salido todavía del banco cuando tuvo a uno de ellos palmeándolo y abrazándolo para atravesar la puerta de entrada y hacerlo entrar a un auto en marcha que los esperaba. Fue todo muy rápido y tan bien hecho que el cana que estaba en la puerta ni se avivó de que era un secuestro.

Cuando habían hecho una cuadra lo empujaron al suelo del auto y no lo sacaron de ahí hasta no llegar al mismo tugurio en el que lo habrían operado antes. Ni bien pusieron los pies en el rancho le enchufaron un jeringazo y al poco rato se quedó completamente dormido.

No se sabe cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que se despertó nuevamente sentado en el viejo sillón. Se levantó como un resorte y salió corriendo hacia el baño. Se miró al espejo y vio sus mejillas normalmente formadas, como antes de toda esa pesadilla. Sin embargo, recordó
que su esposa se había ido, que la quería y que probablemente no la volvería a ver. Intentó sonreír, pero aunque los músculos ahora le respondían, comprendió que ya no tenía motivo para hacerlo.

(*) Seudónimo

viernes, 8 de febrero de 2008

Pizarro y el Círculo Legítimo


Por Nicolás Iaconis IV


No mostró preocupación. Era un claro inconveniente, un escollo para la malograda tranquilidad de la sociedad. El Comisario Saarbrücken, hombre de mediana edad, patillas boscosas y enrevesados bigotes oscuros, recibía quejas a cada instante por la penosa situación de la ciudad. Quizás no era nada nuevo en la historia del país, ni siquiera en la historia universal, no obstante, lo cierto es que era mejor promulgar la anarquía que la estabilidad y la paz. A tal punto llegaban las recriminaciones por vía de medios televisivos, radiales y periódicos en relación a las numerosas manos que manejaban los asuntos citadinos con fines lucrativos personales, vale decir la legendaria mafia, que todos los dedos inocentes, y otros no tanto, marcaban como principal marioneta de la organización criminal a Saarbrücken. Aunque no estaba preocupado por las acusaciones, porque ninguna había calado profundo en la curiosidad de las autoridades, ni se formularon en explícitas demandas para brindar explicaciones ante las inculpaciones y ante la inacción morbosa de las fuerzas policiales, aún así, por interés de su esposa que abogaba por salir al shopping sin acoger improperios y recomendaciones de a dónde ir con su marido, decidió el comisario nombrar una comisión especial para tratar el asunto.

El detective Angel Pizarro fue elegido como Jefe de la Comisión Especial para Asuntos Mafiosos. En realidad, todos sabían el carácter irónico de tal nombramiento, pues Pizarro se contentaba apenas con un trabajo mediocre, con el mínimo exigible de los procedimientos policiales. Su rostro cansado o, tal vez, estirado visiblemente por el aburrimiento y la ociosidad atestiguaban la falta de seriedad que tendría la labor de la Comisión. Pero lo cierto es que la creación de la Comisión y el desconocimiento puertas para afuera del detective Pizarro y sus ímpetus laborales, permitieron la relajación de tensiones en las personas.

Nadie supuso en la comisaría, ni tampoco quienes eran allegados a Pizarro, cómo aconteció que el detective se motivó. Nadie sabe si recibió amenazas o si el mero nombramiento de tan importante misión lo impulsó decididamente a saborear el fruto del arduo compromiso, la limpieza definitiva de la ciudad. La cadena casi infinita de los acontecimientos posteriores, de la victoria gloriosa y en adelante recordada por las generaciones de ciudadanos, comenzó con un simple interrogatorio, en el cual un pobre diablo queriendo guapear con su posición en la jerarquía de una pandilla terminó cantando a los cuatro vientos tres nombres clave. Joaquín Gálvez, Roque Acevedo y Lucio Alcorta: tres importantes proveedores de droga. Fueron arrestados, pese a los pedidos exagerados por un abogado. Pizarro se comportó como un caballero: los hizo encerrar en tres habitaciones para interrogaciones separadas y los prisioneros pasaron veinte horas sentados en el suelo, sin luz, sin agua, sin calefacción -la crudeza del invierno se vive mejor desde el suelo- y sin otro movimiento humano que el del propio cuerpo. En las primeras tres horas gritaron desaforadamente, sermoneando brutalidad policial. Reclamaban, también, sus derechos constitucionales. Pasadas las veinte horas de cautiverio, Pizarro entró en cada una de las habitaciones, haciendo encender las potentes luces blancas que había hecho instalar previo a la llegada de los reos. Y en todas acaparó la misma actitud: abogados, derechos, brutalidad, venganza y millonaria denuncia. Y a todas ellas respondió con lo mismo: “Usted ha perdido sus derechos por ser una basura”.

Fue así que con claros métodos de extorsión, consiguió de cada uno tres nombres más, por lo que en total sumaban nueve sujetos clave (sucedió que Gálvez creyó que Acevedo y Alcorta delatarían a los mismos, que Acevedo creyó lo mismo de Gálvez y Alcorta, y que Alcorta creyó lo mismo que Gálvez y Acevedo, de manera de no dar indicios mayores de la organización, pero no fue así debido a que el cuerpo y la mente responden distintamente ante estímulos exteriores en las personas, por más que sean los mismos). Rápidamente, el CEAM arrestó a los nueve hombres y procedió con iguales métodos: encierro y extorsión. Poco a poco, los grandes e importantes sujetos de la organización criminal iban cayendo. Ya casi no había lugar para realizar los interrogatorios con el susodicho método. La situación empezaba a calmarse.

Entonces, los criminales de distinta estirpe decidieron acabar con la Comisión y, especialmente, con su impulsor Pizarro. Las pandillas, los vendedores de mercadería, los “representantes” de prostitutas, los capos de las apuestas y del juego, en fin, toda esa pestilente putrefacción de la sociedad se unieron bajo un mismo anillo sagrado: acabar con Pizarro y la condenada Comisión, para luego racionar los bienes y proseguir con las actividades delictuosas. Sin embargo, en esa misma reunión surgieron algunas dudas. No todos los miembros presentes estaban seguros de cómo se haría la repartición luego de acabada la Comisión. Un tal Gareliano, en su macabra lucidez de marihuana, preguntó por quién haría la partición. Un tal Zelaya propuso como juez de partición al magnate München, extranjero nacionalizado que embaucaba con sus inmobiliarias
fantasmas y sus casas de electrodomésticos. A esto respondieron con evidente enojo los representantes del movimiento de prostitutas y mujeres fáciles de la zona, en voz de Fernández, por ser el magnate un desentendido de los problemas patrios.

“Lo mejor para repartir los bienes es que sea por medio de un argentino, que entiende lo que pasa y que sabe lo que es más beneficioso para todos”. Pero era también evidente que, por más que München aceptara la propuesta de un argentino a cargo de la partición, el resto de los oriundos del país no confiaban en otro argentino, por razones ya sabidas y harto fundamentadas. Además, todos provenían de lugares poco confiables, lo cual hacía mirar al vecino con recelo y suspicacia. Y entre tanta discusión acalorada, de palabras fuertes para oídos castos, se llegó a la conclusión de que el único que podría ser un buen juez era Angel Pizarro. Decidieron sobornarlo para que aceptara el puesto, y luego tributarle mercadería, mujeres y dinero para que se mantenga en tal puesto. Era un plan perfecto.

Al momento de hacer la propuesta al detective, en su propia casa, éste no desdeñó el ofrecimiento y allí, sin más, se lo nombró Juez de Repartición de Bienes Sociales. Tendría, como obligación, detener el accionar del CEAM o hacer la gran vista gorda, para que las cabezas de ganado se subieran a los camiones equivocados. Además, y por cierto, debía promover la desaparición del Comisario Saarbrücken. El detective Pizarro dispuso todo para tal fin y el Comisario un buen día no fue a trabajar. El Intendente nombró a Pizarro como Comisario y allí se dio la victoria definitiva contra la organización criminal. Como Juez de Repartición de Bienes Sociales, invistió de legalidad medicinal a la droga, recordando la maravillosa sensación de bienestar que el estupefaciente logra en el consumidor; organizó el servicio de atención para disminuir el estrés y el colesterol, por medio de la actividad dinámica de las prostitutas; organizó las apuestas y el juego para lograr una paridad justa y un tributo a los organizadores (el que pagaba más en la apuesta ganaba más y pagaba más de tributo), etcétera. Los medios informativos proclamaron la victoria gloriosa, la limpieza definitiva de la ciudad.

No mostró preocupación.