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miércoles, 2 de enero de 2008

La luna de Mario


Por Alejandra Castillo





Es difícil probarlo, pero es casi seguro que Marito se supo distintodesde que nació. Lloró, berreó, tomó teta, gateó y derritió atoda la familia con su primer “papá”, pero él no era igual a… a ver… el pibede enfrente, Pedro; o a sus primos. Ni siquiera a su hermano Augusto.

No. El se sabía y no tardó en mostrarse distinto al resto. A los tres,lideraba a cuatro bandidos del jardín dedicados a saquear las bolsitas de lasaulas, mientras sus compañeritos se revolcaban en el arenero. Las andanzasduraron un par de meses, que fue lo que tardó la seño en descubrir consus magros dotes de pesquisa el modus operandi de los ladronzuelos yexponerlos al escarnio en una ronda redonda. Los cuatro compinchessucumbieron al poder de las lágrimas, de las lágrimas de la vergüenza.Marito no. El se rió sin mostrar los dientes ni arrugar los ojitos, perocómo se rió. Y aprendió que no hay que fiarse de los escrupulosos. Por esaépoca aprendió otra lección igual de importante: que la noche acuñaba lasmáximas cualidades exigibles a cualquier cosa, o persona. Misteriosay callada, no fallaba nunca.

Ya por los cuatro años esperaba en la cama a que la familia durmiera,para desandar con sus pies desnudos el sendero de parquet que lo conducíade su cuarto al patio de baldosas grises, donde desplegaba una mantavieja y se tendía de cara a la luna, sin importar cómo estuviese. Desdibujadapor las nubes, rechoncha, indiferente matrona en ese territorio deluces. En enero o en julio. Lo único que atentaba contra su ritual era lalluvia. Odiosa lluvia, impertinente, ruidosa y empecinada lluvia.Traicionera.

A los seis, viajó con Augusto y sus padres a Rosario, para visitar a Rafael,un tío gendarme al que no conocía. Linda casita, rica comida, y una Bersa9 milímetros mal escondida en un cajón del mismo modular en el queguardaban los cubiertos.

“Marito, hacé algo, poné la mesa”, le decían.

Y Marito -“qué criatura más divina”- iba gustoso. Una semanaduró la visita.
Ellos se fueron y con ellos la Bersa, esta vez bien escondida en la panza deun osito. Marito ya había soplado seis velitas y siguió soplando; y haciendo lacomunión, y rindiendo pruebas y confirmando su fe ante la Iglesia.

“Qué buen pibe”, sentenciaban los vecinos viéndolo pedalear hacia undescampado al que sembró de casquillos y latas agujereadas, al tiempoque lo vaciaba de gatos y perros. Todo, a puro tiro. Practicó. Practicó.Hasta que a los 18 se supo listo.

No podía fallar.

Una tarde de septiembre encaró a su amigo en la remisería para la que manejabaun Peugeot 504 de color blanco. “Mañana te pongo a prueba”, le dijo.Pascual no era misterioso ni callado,pero tampoco hacía preguntas y no lehabía fallado. No iba a empezar ahora.

A la hora pactada, Marito se subió al Peugeot en silencio. Ajeno a lapuntada de la Bersa en la cintura, largó una dirección como cualquierpasajero apurado. Cuando llegaron al banco, le ordenó a Pascual que noapagara el motor y lo esperara en la esquina. Lo esperable: Pascual nopreguntó.
Marito se detuvo unos segundos ante ese edificio al que había ido tantasveces a pagar facturas, preguntar por cajas de seguridad que no planeabaabrir y a retirar billetes de 20 pesos en los cajeros automáticos. Antes deempujar la puerta se calzó un pasamontañas de lana y apretó la Bersacomo único amuleto.

Entró. No le dijo al vigilador que las medallas no quedan bien en las mortajasni cualquier otra frase de una película clase B.

“No te hagás el vivo”, largó antes de sacarle el arma, y encaró a la línea decajas sabiendo que a esa altura del mes y a esa hora los clientes eranpocos, como sabía que la alarma silenciosa le regalaba tres minutos yque el odio de los cajeros hacia sus patrones es directamente proporcionalal miedo a caer fritos. Eran tres y los tres colaboraron.

¿Cuánto habrían tirado en esa mochila? ¿Cuánto habría? ¿Cuántossegundos pasaron? ¿Cuál sería el próximo banco? ¿Pascual estaría enla esquina?

Las respuestas no llegaron. Cuando empujó la puerta, estalló un truenocomo estornudo inesperado. Marito miró al cielo. Y una gota gorda le besóun ojo.

Traicionera, pensó, cuando estalló otro trueno. Pero no era un trueno. Lostruenos no queman. Los truenos no duelen. La sangre tiñó las baldosas grises,hasta que las lavó la lluvia.

-Traicionera.

Ya no hubo más lunas.