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miércoles, 30 de enero de 2008

La Lista


Por Marcos Zocaro


Esa mañana, Constanza Levy se despertó a la misma hora que lo hacía habitualmente para ir al colegio; pero ese día no tenía clases. Estaba decidida a concretar el plan que había elaborado durante semanas en la soledad y el encierro de su cuarto. Era lo único que podía hacer para curar sus males, sus desgracias, sus traumas... Los consejos de sus padres, de su hermano mayor y de su psicóloga, eran puras banalidades, inservibles a la hora de lidiar con su pasado, y con su presente.

Decidida, se levantó de la cama y fue hacia el escritorio junto al armario. En su diario íntimo relató lo que iba a hacer; como un escalofriante prólogo de la tragedia, explicó con lujo de detalles sus motivos, sus causas. Ya no había vuelta atrás; sería implacable. Acto seguido, tomó una lapicera, una hoja en blanco y, como parte del ritual, escribió cinco nombres, uno debajo del otro. Lo hizo mecánicamente, no lo pensó demasiado: los cinco nombres vivían día y noche en su cabeza...

Luego, con la lista en la mano, se puso de pie y se dirigió al living. Sus padres dormían. Agarró una silla de madera y la colocó junto al mueble; se subió y tomó la pistola calibre 22 que descansaba en la parte superior. Con la lista en la mano izquierda y el arma en la pequeña cartera negra colgada al hombro, salió a la calle. Miró el primer nombre: Walter Montego, su tío. Vivía a escasas cuadras de su casa, por lo que tardó sólo segundos en llegar. El hombre aparentemente estaba solo; al oír el timbre se levantó de la cama y, con la poca ropa que llevaba puesta y sin preguntar quién era, abrió la puerta y se encontró frente a frente con una pistola. Eso fue lo último que vieron sus ojos. Una bala acabó con su vida, de la misma forma que años atrás él había terminado con la inocencia de su sobrina.

Los rasgos de la frágil Constanza, de apenas 17 años, se mantuvieron imperturbables; en el fondo mismo de su ser sentía como una parte de su mal desaparecía. Observó la lista y la leyó en voz baja, esta vez no era sólo un nombre, sino dos: las hermanas Pérez Díaz: Micaela y Julia, aquellas que se habían encargado de recordarle día tras día el ultraje recibido por parte de su tío.
Esta vez tardó más en llegar. La madre de las hermanas la recibió en el porche. Con la misma cara inmutable con la que había matado a su tío, le preguntó a la señora por sus hijas. La mujer ya conocía a Constanza, tanto como a sus problemas psicológicos. La hizo pasar y la acompañó
hasta la habitación. Las dos hermanas estaban acostadas en sus respectivas camas.
Constanza esperó a que se retirara la señora, sacó el arma y, sin mediar palabra alguna, curó otra parte de su trauma. Ya sólo restaban dos nombres. Mientras abandonaba el cuarto, vio acercarse corriendo desesperadamente a la madre de las chicas. De inmediato oyó un ruido seco, similar al de una persona que cae al suelo sin atenuantes. Miró por tercera vez la lista; era el turno de Franco Alvear, su profesor de Historia, aquel racista que inexorablemente debíamorir. Caminó durante casi veinte minutos. Al llegar al lugar, vio al hombre parado junto a la puerta de su casa, muy posiblemente esperando a alguien. El profesor la vio venir, pero, antes de llegar a saludarla,
se percató de cómo su alumna llevaba la mano derecha al interior de su cartera y extraía lo que acabaría con su vida.
La chica lo vio caer con ambas manos sobre el estómago, cubriendo el orificio ocasionado por la bala, el mismo orificio por donde se le escurría la vida. Constanza Levy sintió cómo su mal
mermaba, cómo poco a poco se desvanecía.
Sólo faltaba una persona para acabar definitivamente con su padecimiento. Sólouna. Aún aferrando el arma con la mano derecha, y una última bala esperando a ser usada, leyó en voz baja el último nombre:... Constanza Levy.

El rostro de la traición


Por Marcos Zocaro

La mujer está desquiciada y su andar es vertiginoso. No le interesa que las calles estén repletas y atropella todo a su paso. Ya nada ni nadie le importan. Sus ojos cubiertos de lágrimas parecen lanzar fuego. Su novio y su mejor amiga; su mejor amiga y su novio. Ambos son culpables. No soporta la traición. Le resulta imposible quitar de su mente el rostro del hombre que juraba
amarla. Detesta ese rostro, pero pronto lo verá por última vez... Con el frasco entre las manos, sigue avanzando hacia la casa. El líquido en el recipiente se agita cada vez más. Recién quince minutos después de comenzada su frenética carrera, la mujer alcanza su objetivo: se detiene frente a la puerta, toca el timbre y, cuando la placa de madera se abre, levanta el frasco y el ácido comienza su
viaje...

El Pasillo


Por Marcos Zocaro

El hombre camina a paso firme hacia el final del interminable pasillo. Sus pasos y su semblante son los de alguien que sabe perfectamente lo que hace. Ni la oscuridad ni el silencio que se van
apoderando del lugar a medida que avanza lo perturban. Ni siquiera lo logra el frío que le recorre todo el cuerpo y que nace de la pistola en su mano derecha. No conoce los escrúpulos, ni mucho menos la piedad.

Sigue avanzando y a medida que el pasillo se hace más estrecho, la puerta blanca se agranda. A sólo unos pasos de su objetivo, recuerda la fotografía que le fue enviada por correo y la contrapone mentalmente con el rostro de la mujer que vio entrar hace minutos, asegurándose así de que efectivamente ella sea el blanco. No debe cometer errores: es un profesional y no le pagan por fallar. Finalmente, el timbre rompe el frágil silencio reinante, y su eco estremecedor recorre todo el pasillo. La mujer detrás de la puerta (bellísima y de unos cuarenta años) ni se imagina que al abrirla lo único que hallará será su propia muerte.

martes, 29 de enero de 2008

Por amor a su gente


Por María de los Milagros Ardanza*

Esta historia se ha contado de generación en generación, de boca en boca, de abuelo a padre y de padre a hijo. Esta es la historia de Don Hilario, el comisario de un remoto pueblo, llamado por sus habitantes “La tierra de nadie”. Este pueblo era pequeño, tan pequeño, que casi no figuraba en los mapas, sólo en los de la región... La figura de esta historia, más allá de los hechos, merece un premio a la honradez, la valentía, la humildad y el respeto por el otro. Don Hilario Sánchez era un tipo común, como se lo llamaría hoy en día, trabajaba en su pequeña oficina día y noche resolviendo todos los crímenes del lugar, ya que en este pueblo malhechores no faltaban. Los crímenes por resolver eran tantos que abarrotaban los despachos de los altos jefes de la policía. “Un ciudadano es encontrado muerto en el arroyo más cercano a la ciudad”, “Encañonan a una anciana para robarle su dinero”, “Asesinan al ex-comisario del pueblo...” y así continuaban los titulares de los diarios que se encontraban sobre el escritorio de Don Hilario.

-¿Qué voy a hacer con este pueblo Martínez?, ya no se puede ni vivir acácomentó Don Hilario a su secretario una mañana en su despacho.

-Las autoridades ya no saben qué hacer con tanto malhechor- respondí.

-Encarcelarlos no es la solución, hay que darles un castigo más justo, si se los mete en la cárcel, al poco tiempo están en libertad, y así nuestras cárceles están como están, abarrotadas de gente, no se da abasto con la comida, los internos se pelean. ¡Esto es un caos!

-¿Y a usted se le ocurre alguna idea para mejorar esta situación señor?

-Ya verás Martínez, ya verás...

Sé que las palabras de Don Hilario pueden sonar algo raras, pero créanme que él sabía lo que decía. Durante los últimos meses Hilario no había hablado prácticamente de otra cosa que no fuera su muerte.

Era lo único que le preocupaba, cómo sería su fin, el fin del gran Hilario Sánchez, el mejor comisario en la historia de este pueblo. Así era como lo llamaba yo: “El mejor comisario en la historia de este pueblo”. El decía que yo exageraba; era muy modesto en ese sentido. Don Hilario siempre insistió en que “en la vida no hay buenos ni malos, sólo hay malos buenos y buenos malos”. Siempre me costó entender ese razonamiento. Aunque ahora, a mis 70 años de edad, creo que la vida misma me hizo entenderlo.

Bueno, pero no demos más rodeos, comenzaré con la trama de la historia de los años finales de Don Hilario Sánchez: Don Hilario estaba, como siempre, clavado en la puerta de entrada de su oficina a las 7.00, y eso que el horario de entrada para los oficiales era a las 7.30... Pero ¡no!, a Don Hilario siempre le había gustado llegar antes, se quedaba organizando los papeles, hasta que yo llegaba y poníamos manos a la obra. A primera hora llegaron a la oficina los primeros reportes
de robos en toda el área. El primer caso era el aparente suicidio de un guardaparques del pueblo, conocido por su fama de gran apostador. era de esperarse, las hipótesis de todos los oficiales chocaban contra las de Don Hilario. En primer lugar, todos consideraban que el caso debía
cerrarse y caratularse como suicidio. Don Hilario, en cambio, opinaba que el sujeto había sido obligado por su asesino a redactar la nota suicida que fue hallada en la escena del crimen. De repente dijo:

-Manden a analizar la nota. Necesitamos saber urgentemente a qué hora exacta fue escrita. Y necesitamos saber la hora del deceso de la víctima. ¿Podría encargarse de eso Martínez?

-Sí, señor. Así, cada caso pasaba, se daba por sentado algo, pero como siempre, la conclusión
era errada y Don Hilario debía intervenir para atrapar al verdadero culpable.

Así llegó un día, era mediodía y casi todos los hombres del departamento de policía se encontraban rodeando una casa en la que un individuo se había atrincherado con dos personas como rehenes. Digo casi todos, porque por primera vez desde que trabajaba en la policía, Don
Hilario no se había presentado a trabajar.

Esto era muy extraño; intentaban comunicarse con él pero en su casa no contestaba nadie. Dos o tres días pasaron antes de que la situación se tornara alarmante y los vecinos se organizaran en enormes pelotones para ir en busca de su amado comisario. Unos por un lado, otros por el otro,
buscaban sin obtener resultados positivos. Un día y sin previo aviso, Don Hilario reapareció. Se presentó a trabajar normalmente, como lo había hecho hasta antes de su desaparición. Por supuesto, las preguntas de sus colegas no se hicieron esperar.

-Eh, Hilario, ¿Qué te pasó? Nos tenías a todos preocupados. El pueblo organizó una patrulla para buscarte y hasta se llegó a creer que habías muerto. Menos mal que estás acá, porque desde que te fuiste esto es un descontrol, pero ahora vas a poner todo en orden ¿verdad?, porque el
orden es muy importante en una sociedad como esta... Lo interrumpió su otro colega:

-Eh, Pérez, callate un poquito que lo vas a matar, pobre tipo, dejalo que nos cuente qué le pasó.

-No me pasó nada, muchachos- contestó Hilario, -Me tomé unas vacaciones porque no daba más. No le avisé a nadie porque necesitaba paz, así que me fui a un campo a 12 kilómetros de aquí, cerca de las montañas. Ahí sí que se respira aire puro.

Bueno, ahora dejo de contarles la historia de mi vida porque hay mucho trabajo pendiente.
Así, Don Hilario siguió durante medio año, más o menos, resolviendo los casos más complicados. Hablaba con los habitantes, es más, hasta parecía más relajado después del viaje. Hasta que un día ocurrió algo que nadie esperaba. En todos los canales de noticias apareció el siguiente titular:
“Fue encontrado en el arroyo del pueblo el cadáver de Don Hilario Sánchez” Todo el pueblo estaba conmocionado, era totalmente imposible, todo el mundo llamaba a los canales para comunicarles que había un error, pero éstos afirmaban que era cierto, que el cadáver encontrado
pertenecía al comisario Don Hilario Sánchez.

El revuelo era tal, que decidieron ir a verificar si el cadáver definitivamente era el indicado. Cuando por fin todos estuvieron alrededor del cuerpo, inclusive el Hilario Sánchez que había
vuelto de sus vacaciones, en ese momento, reinó la desesperación.

-¡Es él! Afirmaban todos, es Don Hilario, el mismo...

-De golpe se hizo silencio, y todos voltearon sus caras para ver la reacción de Hilario. Fue entonces cuando, después de un largo e incómodo silencio, lentamente, Hilario se esfumó. Simplemente desapareció...

Desde ese día, reina en la tierra de nadie la leyenda de cómo, durante más de medio año, todo el pueblo se estuvo relacionando con nada menos que... el fantasma de Hilario Sánchez, con su espíritu, con su alma, y por fin todos entendieron lo que significaba. El amor de Hilario por la gente que lo rodeaba era tal, que lo mantenía pegado a ella más allá de la muerte.

(*) La autora tiene 14 años y es alumna del Colegio Inmaculada de La Plata

lunes, 28 de enero de 2008

Los claveles rojos


Por Pablo Ontivero

No fue un año del cual podamos armar un álbum de recuerdos en la mente de Julia, con imágenes y diálogos recónditos en algún lugar de la misma. Teniendo en cuenta muchos parámetros, su año fue devastador para ella y su entorno: precario de risas y alegrías, plagado de salinidad ocular y trizas de sueños en el piso.

Sus ojos verdes miraban un horizonte tan infinito como el vacío de su alma; lo miraban borroso y aturdido, pero lo miraban, y quedaban fijos buscando el alba de un nuevo día, de una nueva vida. Julia era una imagen bíblica viviente. Sus caricias (tan suaves y profundas) sanaban cualquier herida a cielo abierto, las nutría con la fuerza incondicional de mil dioses y las cerraba para toda la vida. Julia sonreía con cada gota de lluvia que regaba el amplio parque de su casa mientras se invitaba a jugar con su hijo Dante, bajo los intensos chaparrones. También sonrió alguna vez cuando su marido dormía a Dante cantándole bellas canciones que él improvisaba con una suave y dulce tonada. Dueña de un amor puro y sincero, Julia se arrimaba a la perfección, pero no así su fragilidad.

Las noches de Julia eran su karma en vida, la cruz que injustamente le tocó llevar. Su marido arribaba al hogar junto con una madrugada ya comenzada hace rato y un fuerte aroma a licor barato que su boca emanaba sin recelo. Llegar a su morada y encontrar a su esposa desvelada y plagada de justos reproches (que según él no lo eran) lo ponía de muy mal humor: lo irritaba al
punto de golpes de puño inminentes sobre el rostro de su amada, y seguido reiteradas veces de un humillante acoso que terminaba en el llanto de Julia y en el de su pequeño de 10 años.

Un miedo invadía al esposo de Julia luego de culminar la tortura, y huía lo más rápidamente posible a buscar un refugio donde pasar la noche. Siempre terminaba en lo de José, un amigo de la infancia que desconocía la situación y era fácilmente engañado con falsos testimonios que este truhán le proporcionaba. Al otro día, arrepentido por la situación y con una culpa incrustada en el pecho, volvía a su casa con un hermoso y costoso ramo de claveles rojos, seguido de una tarjeta que imploraba el perdón de Julia, y que terminaba siendo concedido. Se fueron reiterando durante casi una década. El atardecer causaba en Julia un profundo temor y la preparaba para lo
peor: La noche y sus estrellas vivas, el paso constante de los segundos en el reloj de pared, el ruido de las llaves, las lágrimas que comienzan a rodar por su mejilla, un silencio que ensordece, los gritos que lo quiebran, el maltrato, la humillación, la huida, los claveles rojos.

Las torturas se reiteraban, pero esta vez, no tuvieron el mismo final. La huida dejó un cuerpo sin vida recostado sobre un parqué adornado con una abundante cantidad de sangre que fluía sin prisa por el cráneo de Julia. Si siempre su cobardía lo hizo escapar de la perversa situación que generaba, ¿Por qué precisamente ésta iba a ser la excepción?

Esta vez su refugio no fue la casa de su amigo, sino una estancia alejada que su padre poseía y que hacía varios años estaba deshabitada. Tomó su coche y luego de varias vueltas accedió a la entrada de la ruta. El sol comenzaba a dar sus primeros destellos en el firmamento e iluminar el rostro de todos los que admiraban el alba, inclusive el suyo. El tránsito estaba congestionado; los bocinazos y los nervios de los conductores lo hacían poner aún más tenso. Tomó un viejo camino alternativo (aunque más largo) que alguna vez su padre aprovechó para eludir algún control policial, que lo dirigió hacia su destino llegando sin mayores sobresaltos. Dejó su coche en la parte trasera de la estancia y entró en ella por la puerta de atrás que daba a una cocina tenebrosa por la falta de luz. Sacó del bolsillo de la camisa un encendedor de bencina e iluminó como pudo la habitación. De reojo divisó un gran bulto que yacía sobre la mesada; avanzó hacia él con curiosidad e intriga; un gran ramo de claveles rojos se reflejó en sus gigantes pupilas plagadas de
miedo y nervios, en el mismo momento que una suficiente cantidad de plomo besaba su espalda y apagaba su vida. Un segundo antes de caer, su asesino rompió el silencio de ese caótico amanecer
con una voz familiar:

“Te recordaré siempre por tus canciones, pero no por tus tratos a mamá”.

domingo, 27 de enero de 2008

Yo el peor de todos


Por Diego Eijo

La trampa estaba preparada, sólo había que esperar. Los datos del colorado habían sido muy precisos. La casa amarilla, la de la esquina, enfrente de la Estación de Servicio. El negro se había ubicado al lado de uno de los surtidores y con su pechera de YPF, atendía a los clientes como si esa hubiera sido la tarea de su vida. Yo apostado en el kiosco de revistas tenía un panorama claro de quien podía entrar o salir por el portón del costado. Cuando yo encendiera el cigarrillo, el turco arrancaría el Falcon, Cevallos y los otros dos que estaban en el auto se encargarían de todo. Repetirían su tarea con la precisión y las torpezas de siempre. Si algo fallaba, estaba el negro y en el último de los casos yo, que era el más bravo de todos. Sólo había que esperar.

Leopoldo estaban ocupados en sus distintas tareas. Sergio revolvía una olla humeante, a la vez que pelaba unas papas y las iba agregando pausadamente en eso que intentaba ser un guiso. Elisa leía la editorial de “El combatiente” en voz alta para que la escucharan los otros dos. Leopoldo planchaba las camisas y los pantalones que usarían al otro día al amanecer. Cada tanto miraban el reloj, la hora no pasaba nunca. Eduardo ya tendría que haber llegado. La campanilla del teléfono sonó tres veces y luego se cortó. Respiraron aliviados. Eduardo estaba al llegar. Sólo había que esperar.

La calle estaba oscura, la temperatura había descendido demasiado. El dueño del kiosco ya se estaba fastidiando, le mostré la pistola que estaba en mi cintura, a la vez que con mi bota lo apreté más contra el piso. ¿Qué pensaba, que nuestra tarea era joda? pendejo de mierda. Por el fondo de la calle se divisaron las luces de un auto que avanzaba, al acercarse y pasar al lado
del Falcon, lo divisé claramente. Podía ser el fitito que estábamos esperando. Pasó lentamente, pero no se detuvo frente a la casa. Además era un “4L”. Yo que ya tenía el cigarrillo en la boca tuve que desistir de encenderlo y guardé los fósforos en el bolsillo. A lo mejor estaba recorriendo
la zona para asegurarse de que no los estuvieran siguiendo. Pasó el tiempo y el auto no volvió. Mis ganas de fumar eran cada vez mas urgentes. Quería prender el maldito cigarrillo, cumplir con mi tarea y volver rápido para encontrarme con la Carmen. Pero lo único que podía hacer era
tener paciencia. Solo había que esperar.

Eduardo al manejo del “4L” avanzaba a una velocidad considerable, las calles de ese barrio eran oscuras, pero él ya las conocía lo suficiente, hacía más de un mes que vivía en esa nueva casa operativa y estaba acostumbrado a hacer este viaje. Hoy era un día muy especial; volvía de la Capital con el auto lleno de juguetes. Iba repasando su coartada por si lo paraban: diría que era el dueño de un kiosco, además tenía todas las boletas de compra, no tenía por qué preocuparse, pero uno nunca sabe... Se acercaba a la esquina de la YPF. Le extrañó el Falcon parado con tres hombres adentro, era algo común para la época, pero tenía que tener cuidado. Para colmo, el que atendía la estación de servicio no le era conocido y tenía puestas unas botas de cana. Siguió avanzando sin detenerse, algo raro pasaba, pero igual, como estaba a unas cuadras de su destino continuó su marcha. Pensó en el pobre tipo al que estarían esperando, posiblemente un compañero, pero él no podía hacer nada. Divisó a lo lejos el portón. Se acercó lentamente esperando que le abrieran. Detuvo la marcha. Sólo había que esperar.

Leopoldo, que estaba atento, cuando sintió el ruido del motor del “4L” corrió abrir el portón. El auto de Eduardo entró inmediatamente. Los dos jóvenes se abrazaron y pasaron al interior de la casa, donde ya Elisa y Sergio habían preparado la mesa para cenar. Después de la comida se
reunieron para terminar de ajustar los detalles del día siguiente, todo estaba en orden, lo único fuera de lugar era que Raúl que no había ido a la última cita, ya habían pasado 48 horas, no tuvieron ninguna manifestación de peligro y ningún otro compañero había dado el alerta. En la segunda cita seguramente se aclararía todo. Sólo había que esperar.

Estaba amaneciendo y no había pasado nada. El fitito no había llegado, los del Falcon estaban durmiendo. El negro había dejado de atender en la YPF y estaba en la oficina de adentro. Yo había llamado y no tenía confirmación de nada, en una hora me avisarían para levantar o no la operación. Sería posible que el hijo de puta nos hubiera macaneado. Sólo había que esperar. ensangrentada, estaba apoyada contra el frío del piso. Se incorporó un poco, llevó las manos
hacia su pelo colorado y lo encontró totalmente pastoso, trató de acomodarlo. Le dolía todo el cuerpo y no podía parar de temblar, el frío era muy intenso y la tortura había sido tremenda, abrió los ojos y vio la luz del día que se asomaba por el ventanuco, esbozó una sonrisa de triunfo, a esa hora los compañeros ya estarían camino a su tarea. El, a pesar de estar todo maltrecho,
había podido engañar una vez más a esos hijos de mil putas. Sólo había que esperar.

El “4L” hacía un rato que había dejado atrás la estación de servicio. Eduardo no había visto nada extraño. El Falcon no estaba y el que atendía era el de siempre. Avanzaron rápidamente por las callejuelas hasta llegar a la entrada de la villa, el camión con los alimentos ya había llegado y los repartía ordenadamente entre la gente. Se colocaron las boinas con la estrella, los pantalones y las camisas ya las tenían puestas. Abrieron la puerta trasera y comenzaron a repartir los juguetes. Era hermoso ver las caras alegres de los chicos que posiblemente recibían por primera
vez un regalo en el día del niño.

Avancé casi corriendo por el estrecho y oscuro pasillo, me acompañaba el negro con su tremenda cara de furia, llegamos a la puerta que buscábamos y ahí estaba el colorado hijo de puta. Nos recibió con una carcajada a pesar de estar totalmente destrozado. Nos había engañado y tendido
una trampa, pero él todavía no sabía que yo era el peor de todos. Sólo tenía que esperar.

Raúl intentó levantarse, pero ya tenía la pistola sobre la cabeza. Sólo alcanzó a gritar: “A morir o vencer por la Argentina”. Un ruido ensordecedor fue lo último que alcanzó a vivir.

sábado, 26 de enero de 2008

Gerardo Ochoa


Por María Florencia Rodríguez (*)

Gerardo Ochoa no había superado aún la muerte de su amada esposa. Luz había significado todo
para él, era casi como el aire que respiraba. Es más, los diez años que habían pasado desde ese trágico suceso no habían aplacado en él el amor y la desdicha que sentía.

Por eso había dedicado esos eternos diez años en encontrar a los asesinos de su mujer. Aprovechó cada segundo de su carrera de detective para llegar a ese fin, ya que el móvil lo conocía; Gerardo siempre le había advertido a Luz que esas cosas en las que andaba no eran para nada confiables, la mafia no la iba a llevar a nada bueno. Pero ella insistía, sólo así podría ayudar económicamente a sus padres. Gerardo la dejaba, no podía negarse a nada que le pidieran esos ojos pequeños y negros como la noche.

Esa fue la razón de la perdición de su querida esposa. También fue la razón a la que le había dedicado los últimos diez años. Esos mafiosos eran tan difíciles de ubicar... Por eso se sorprendió cuando, una mañana, fue llamado para investigar el crimen de tres hombres que habían
sido encontrados muertos en un prostíbulo de los suburbios de la ciudad.

Y lo que más impactó a los investigadores fue ver que los cadáveres pertenecían a los hombres a los que el gran Gerardo Ochoa había dedicado diez años para seguirles el rastro. Al parecer, ya no tendría de qué preocuparse, pensaban sus colegas. Ni él, ni nadie.

Uno de los hombres muertos, el más gordo y alto, de cara amarillenta y repleta de cicatrices causadas por cuchillos, era el jefe de la mafia más peligrosa del país, mafia para la cual había trabajado Luz Santos de Ochoa. Su aspecto era intimidante, y vestía un traje negro con rayas verticales y blancas. El hombre que se encontraba muerto a su izquierda, irónicamente, era la mano derecha del jefe. Era mucho más flaco que el anterior, pero casi igual de alto, pelirrojo y con algunas cicatrices parecidas a las de su jefe, pero en menor cantidad. Ambos habían muerto a causa de un certero disparo en la frente. En cuanto al tercero, era un hombre rubio, pero de piel más bien morena, con un aro en la ceja izquierda y otro en la esquina derecha del labio inferior. Este presentaba cruentos signos de violencia extrema, había sido golpeado horriblemente antes de morir de cuatro tiros en el pecho. Los policías no sabían por qué se habían ensañado tanto con este hombre, ya que ni siquiera tenían noticias de que fuera de algún círculo cercano al jefe, y hasta sospechaban que ni siquiera pertenecía a la mafia.

La investigación quedó a manos de Gerardo Ochoa. No tuvo que investigar mucho, las cosas eran muy evidentes, por lo que concluyó que era un crimen por encargo, como el de su esposa, pero provocado por algún rival del “negocio”. Se sabía públicamente que esa mafia contaba con pocas personas a su disposición, las cuales eran especializadas en lo que hacían, pero que en cuanto el
jefe y su mano derecha fueran sacados del camino, todos los demás huirían, la telaraña se desarmaría, y entonces la policía se habría liberado de una organización mafiosa. Entonces, muertas las cabezas de esta última, no habría nada más que temer. Sólo una cuestión quedaba inconclusa: ¿Quién era el hombre rubio y moreno con los aros en la cara? ¿Por qué había sufrido el mismo destino que los otros dos? ¿Y por qué parecía que se habían desquitado más que nada con él? Además, faltaba todo el dinero que el jefe había recaudado en su “negocio”. Absolutamente todo, no quedaba rastro siquiera de una moneda.

Para todas estas preguntas el detective Ochoa también tenía respuestas. Si bien no sabía cuál era la identidad del sujeto de los aros, había concluido que el hombre se encontraba en el prostíbulo cuando el sonido de dos disparos llamó su atención. De este modo, entró a la habitación de donde habían llegado las detonaciones, y al ver a un hombre con un arma en la mano, se tiró encima de él con la intención de quitársela, probablemente pensando que los dos hombres en el piso estaban vivos aún y que podría salvarlos. Allí fue donde comenzó la lucha, en la que el hombre de los aros
recibió esos horribles golpes y en la que terminó muerto de cuatro disparos por la cólera del asesino, quien se deshizo del que se había interpuesto entre él y su huida. En cuanto al dinero, era más que obvio que el asesino se había apoderado de él. Eso fue todo; fue esa la explicación que durante una semana Gerardo Ochoa sostuvo ante sus superiores, los medios, y toda la gente que quisiera oírlo. Después de todo, era el mejor detective de todos. Incluso pudo organizar a la gente de barrio para cazar al asesino de los mafiosos, quien seguramente era peor que los hombres a los que había matado. Toda la gente se puso en campaña a favor de las teorías de Ochoa.

Después de un arduo día de trabajo, Gerardo volvió a su casa, otra vez pensando en Luz. Mientras se sacaba la corbata, pensaba que quizá no la había querido tanto... pero no, eso no podía ser. Seguramente el tiempo había calmado lo que sentía en su pecho por ella. Pero si la amara aún, Ochoa no habría hecho lo que hizo. Quizá sólo quería venganza, ver bien parado su nombre ante su propia conciencia. Mientras pensaba estas cosas, sacaba su bolso de viaje, lleno de ropa desde hacía dos días. Recordó cómo se había escabullido por la ventana del prostíbulo, cómo se había deshecho de los dos cabecillas de la mafia, sorprendiéndose de que no se encontrara en la habitación su objetivo principal. El jefe y su mano derecha eran una excusa,
y de paso, también estaría haciendo un bien a la sociedad. Allí había sido cuando su objetivo salió del baño interior del cuarto. Gerardo lo golpeó, descargó toda su ira, dejó en el cuerpo del asesino
de su esposa, el hombre de los aros, marcados los diez años de agonía psicológica que había sufrido por su culpa. Gatilló cuatro veces en el pecho del hombre, con placer. Observó unos segundos su trabajo, con orgullo, y robó el dinero del jefe mafioso. Ese dinero aún estaba en el mismo maletín de doble fondo, trampa para que otros no se dieran cuenta de lo que llevaba realmente allí. Con todas las cosas preparadas, Gerardo Ochoa se dirigió al aeropuerto; sus
destinos eran Asia y otra identidad, donde ningún discípulo del jefe pudiera encontrarlo.

(*) La autora tiene 17 años.

viernes, 25 de enero de 2008

Feliz año


Por Silvina Sartelli



El trabajo de Shara nunca ha sido fácil, aunque siempre bien remunerado. El último cometido que se le asignó revistió todos los caracteres de los anteriores: complejo, arriesgado, intrigante.


Lo único que difería de los otros era el ámbito donde habría de desempeñarse. Nunca había estado en ese punto de Oriente. A pesar de estar acostumbrada a viajar casi a diario quedó impactada al arribar a Shangai. Su gente, el ruido, las luces, los múltiples rascacielos que parecían
perderse en el infinito.


Era un día fresco y nublado, típico del lugar, según le habían comentado. Prontamente tomó un taxi indicándole al chofer, en un perfecto chino que le llevó años de estudio, la dirección hacia la
cual se dirigía. Arribó al hotel 15 minutos más tarde y al entrar en la habitación halló sobre la cómoda un sobre rojo que, de acuerdo al Hóng baoi, sería muy utilizado en los festejos venideros. “Las instrucciones”, pensó. Sin equivocarse, leyó cuidadosamente cada una de las líneas que habrían de indicarle los próximos pasos a seguir durante su estadía en aquel lejano país.



Lee, el jefe de la banda dedicada al tráfico ilegal de piedras preciosas, con gran ramificación en el resto del continente asiático, era un hombre de aproximadamente 48 años, alto, robusto, y un tanto atractivo. En el transcurso del prolongado período que trabajó con el grupo, Shara tuvo asiduo contacto con él. Sus encuentros se concretaron siempre fuera de oriente, y lograron engendrar en ella la amarga sensación de que era una persona de temer. Y algo de razón tenía.


El día clave coincidía con la celebración propia del Año Nuevo Chino. La ciudad se vestiría de fiesta, y los cientos de miles de residentes del lugar se aprontarían a cumplir con cada uno de
los típicos rituales para dar la bienvenida al nuevo ciclo. Regido por el calendario lunar, el evento acontecería el 7 de febrero. Cita obligada en esta fecha tan esperada, la danza del dragón o wu
lóng, comúnmente utilizado por los chinos en toda ocasión en la que sea importante ahuyentar los malos espíritus, habría de adueñarse de las transitadas calles de Shangai.


Shara debía estar a las 13:00 horas en el centro de la ciudad, justo donde tendrían lugar los festejos primordiales. Una multitud se congregó para formar parte de la celebración, lo que dificultaba precisar con exactitud la ubicación de cada uno de los integrantes del resto de la banda, que, de acuerdo a lo pactado, se situarían a su alrededor. Ella, por su parte, atenta a todos los movimientos de quienes la rodeaban, rápidamente divisó entre la muchedumbre a Ji, el asiático con quien debía estar en permanente contacto durante la operación.


Según se le había indicado, los diamantes le serían entregados en una diminuta bolsa de terciopelo negro, exactamente en el mismo instante en que el gran dragón, principal atracción del día, transitaría la avenida principal. Se preveía éste como el momento de mayor entusiasmo
entre los presentes, y por ende, el más propicio para cumplir con la parte del plan que tenían trazado. Anunciando la llegada triunfal del animal, símbolo de la cultura oriental. Alrededor
de quince porteadores llevaban en alza al dragón, ocultando sus rostros bajo el cuerpo de la mitológica criatura. Corrían y movían sus cuerpos en forma serpenteante al ritmo de la música, invocando los movimientos de la bestia, mientras la muchedumbre agitaba alegremente los
brazos, en signo de contento generalizado. Shara, en cierto modo, y por primera vez en su vida, temía por el éxito de la causa. Sabía que en gran parte, aquello que se estuvo pergeñando por largo tiempo y en sus más mínimos pormenores, dependía de ella. Nadie dudaba de su capacidad, de hecho había resultado elegida para tan arriesgada operación por sus innatas y probadas habilidades.


El crucial momento se acercaba, la adrenalina crecía. Lo que aún desconocía Shara era de qué forma se llevaría a cabo le entrega. Era frecuente que la información entre los mismos miembros
de la banda resultara escasa. Siempre funcionaba así en las mafias. Y ella estaba acostumbrada a eso. “Códigos”, se dijo en voz baja, como si eso la tranquilizara un poco. El dragón estaba a pocos
metros, algo inminente debía suceder.


De pronto Ji hizo un moderado gesto con su mano derecho. Shara, de acuerdo a lo planeado, se abrió paso entre la gente que la rodeaba, hasta que finalmente, no sin esfuerzo, se detuvo sobre el cordón de la vereda. La cabeza del dragón brillaba por doquier, se movía de un lado a otro
grotescamente, sin intermisión. La música, de a ratos, resultaba ensordecedora.


Sus años de experiencia le advertían que algo extraño sucedía. Nadie se le acercaba. La espera se tornaba angustiante, la tan ansiada bolsa no aparecía. Dudó entre abortar el plan o esperar
unos segundos más. Los fuegos artificiales teñían el cielo de innumerables colores, al tiempo que un espeso humo se apoderó del ambiente, agitado aún por las risas de los que disfrutaban de la celebración. La cabeza del dragón se dirigía sinuosamente hacia Shara. Algo aturdida,
no reparó en el estrepitoso movimiento que, esta vez, la malvada criatura dibujó sobre el asfalto caliente, situándose frente a ella. Tenía la mirada clavada en el gentío, en un vano intento
por distinguir, entre las miles de caras con ojos rasgados, a alguien que le resultara familiar.



En cuestión de segundos, el danzante que conducía la cabeza de ese temible monstruo, se quitó su fantasmal máscara, dejando al descubierto su siniestra mirada. Haciendo uso de una indiscutida destreza, se lanzó sobre Shara, hundiendo en su delgado y blanco cuerpo una filosa navaja, al tiempo que exclamaba, con voz irónica y por demás enfurecida: Xinnián
ku…ilŠ (Feliz año nuevo).


Tras un agónico grito, y el inevitable estupor que se acaparó de los allí presentes, decenas de occidentales surgieron desde distintos rincones, con el único propósito de socorrer a quien más tarde se conociera como una de las destacadas espías de la policía británica.


El sonido del gong, incesante, marcaba los últimos minutos de Shara en Shangai. Su infructuosa misión había terminado.

20 segundos


Por Alejo Santander


La ventanilla se cerró frente a mis narices, y apenas terminó de hacerlo, sonaron los seguros en las cuatro puertas. Quedé mirando mi reflejo, tenía la cara sucia y el pelo revuelto; la imagen
desapareció cuando el semáforo dio verde y sólo la vi pasar. Volví al cordón y el Tano estaba ahí. Ahora que lo veo todo más claro fue ese mediodía, sentados en el cordón, donde empezó todo.

El Tano tenía 15 años, era del barrio y paraba en el semáforo desde antes que yo. La mayor parte de su vida la había pasado en la calle, era por eso que conocía a todos y que todos lo conocían. Yo era dos años más chico y me gustaba andar con él, de más pibe mi vieja no me dejaba salir mucho, así que prácticamente no había tenido relaciones, y el Tano fue como un nexo, una forma de recuperar el tiempo perdido. Lo había conocido de casualidad, una tarde en la puerta de casa, él pasó y se me quedó hablando, tenía la costumbre de pararse charlar con todo el mundo. El me llevó al semáforo, y ahí conocí a Mario y Andrés.

Ese mediodía en el cordón, el Tano nos juntó a los tres y nos contó el plan. Era en un almacén no muy lejos del barrio, yo había pasado por ahí un par de veces y lo ubicaba. Los tres le dijimos que sí enseguida, nadie quiso ser menos.
La tarde del afano nos juntamos en la esquina y fue el Tano el que dividió los roles: Mario y Andrés de campanas, uno en la esquina y el otro en la puerta del almacén, y yo con él, adentro. Me gustó que el Tano me eligiese a mí para acompañarlo, eso me decía que le inspiraba cierta onfianza. Entramos y el tipo del almacén ordenaba unos cajones, cuando levantó la vista y nos vio, me di cuenta, por la cara que puso, que algo sospechó. Pero antes de que pudiera hacer nada, el Tano sacó de entre las ropas el “caño” y lo apuntó a la cabeza, -¡dame todo gordo!- le gritó y el tipo tiró 500 pesos sobre el mostrador; yo los junté rápido y salimos corriendo. Los 4 nos perdimos en el barrio, ya estaba planeado, nos veríamos recién al otro día en el semáforo para repartir la guita. De los 500 de ese primer robo fueron 100 por el arma y 100 para cada uno de nosotros. Ahí me di cuenta de que en 10 minutos podía hacer más que en varias semanas de semáforo.

Hicimos un par de kioscos, verdulerías y algún locutorio. Una vuelta en uno de los kioscos un tipo me manoteó de la remera cuando íbamos saliendo, creí que me agarraban, pero el Tano se dio vuelta y le dio un culatazo en el medio de la cara. La nariz le explotó en sangre al tipo, se cayó
sobre el mostrador y rompió todo. Al rato nos estábamos cagando de la risa de él y de que al quiosquero encima le iba a salir más caro, porque además de que le habíamos robado, tenía que comprarse un mostrador nuevo.

El Tano me confesó que quería vivir así para siempre, que lo había pensado y prefería morirse en 20 segundos de un balazo, que de hambre, lento, y viendo a la familia morirse igual. Quería sacar a la vieja de toda esa basura en la que estaba; que no tuviera que salir más a laburar de noche,
para que al otro día nunca alcanzara la comida. El Tano tenía 4 hermanos mas chicos
y con los afanos por lo menos había podido hacer que comieran todos los días. La vieja sabía que él andaba en algo raro, no le gustaba, pero comían todos y por eso no preguntaba; ella sabía, pero prefería no enterarse.


Esa tarde nos juntamos en la plaza, ya no íbamos al semáforo porque estábamos muy expuestos, alguno podía reconocernos. El Tano nos dijo que tenía una fija, un tipo de una agencia de lotería. Ese viernes tenía que pagarle a los empleados y por eso iba a tener toda la guita ahí, en el negocio. No sabía cuánto, pero era mucho, y con eso podíamos tomarnos unas vacaciones, decía. Salvo el incidente del mostrador, nunca habíamos tenido ningún problema, así que con la confianza intacta, todos aceptamos.

Ese viernes nos reunimos en la plaza y repasamos el plan hasta el mediodía, que era cuando la agencia quedaba prácticamente vacía de clientes. A esa hora la plata iba a estar ahí, porque el tipo pagaba los sueldos al final del día. El Tano chequeó en la plaza el arma y se la guardó entre la ropa. Ibamos los cuatro caminando juntos, cada uno fue tomando posición sin decir palabra: Andrés dejó de caminar en la esquina, Mario se sentó en la puerta de la casa anterior a la agencia y el Tano y yo, entramos.
Había tres empleados, uno en cada caja y sentado en un rincón el que debía ser el dueño, más viejo y de lentes. El Tano lo apuntó a él directamente y le gritó para que le diera la plata, el tip largó el mate que estaba tomando y le dijo que todo lo que había estaba en las cajas. El Tano se le
fue al humo y le pegó una patada al banco donde el viejo estaba sentado, lo tiró al piso y le dijo: ¡Dame la plata porque te bajo! El viejo se levantó y sacó de atrás del mostrador una cajita de madera, el tano me hizo señas con la cabeza para que la abriera. Yo me acerqué y cuando la abrí,
vimos que estaba toda la guita, había fajos chicos agarrados con cintas elásticas que
apretaban papeles con los nombres de los que debían ser los empleados, y otros fajos
más grandes sin nombre.

El Tano me sonrió, se dio vuelta y apuntando al primer cajero le dijo: ¡Ahora sí, vaciá la caja!-, no terminó de decir eso cuando escuché la explosión. El Tano se desplomó frente a mí, el viejo
estaba parado ahí con el arma en la mano y ahora me apuntaba, yo me arrodillé al lado del Tano y le agarré la cabeza, tenía la remera empapada de sangre, por el vidrio vi que Mario no estaba más. -Quedate tranquilo Tano, todo va a salir bien, no te muevas que vas a ir al hospital-. le dije.
No, dejame acá... viste, al final se me dio, en 20 segundos no paso hambre nunca más.

miércoles, 23 de enero de 2008

El final


Por Joaquín Rodríguez (*)

El hombre que estaba escribiendo sobre ese escritorio era un aspirante a escritor de novelas policiales. Había utilizado mucho tiempo en encontrar la trama perfecta, el detective perfecto, la forma de escribirlo con maestría. Su objetivo era ser reconocido a través de los años como el hombre que realizó el mejor cuento policial, ganándole incluso al Sherlock Holmes de Conan Doyle. Y al parecer lo estaba logrando.

Llevaba meses viendo la forma perfecta de escribir ese cuento. Era seguro que ganaría el primer premio del concurso del que iba a participar, sí, el triunfo era seguro y ya lo tenía plasmado en el rostro.

El detective que había creado era de lo más ingenioso. Tenía las dosis perfectas de cada tipo de emoción, incluyendo el amor. ¿Por qué un excelente detective no iba a hacerse un lugar en su
alma para un verdadero amor? Después de todo, si es tan brillante, debería también poder vivir con normalidad como cualquier otro ser humano. Con sentimientos y todo. ¡Sí, estaba yendo por el camino perfecto!

El caso... debería resolverlo él. Que sea difícil. Que los lectores piensen una cosa... que después dé la impresión de ser otra... y que el final sea completamente inesperado. ¡Y ese gran final! Siempre lo tuvo pensado. Un gran secreto que nadie, absolutamente nadie, iba a poder revelar hasta el último párrafo del cuento. Quizá le agregaría un pequeño epílogo explicando un poco más allá, explorando la profundidad del asunto. Porque había gente a la que no le gustaba los finales abruptos. Y como la explicación tampoco iba a ser mucha, iba a dejar satisfecho a todo el que lo leyera. ¡Ay, qué buen cuento, era el mejor de todo el mundo! Era la maravilla, la perfección. Algo nunca antes visto, único e inigualable.

El escritor pensó que había sido acertado no habérselo dicho a nadie más que a su representante. Después de todo, él siempre le había publicado sus cuentos. Nunca uno policial, siempre de magia, de monstruos, infantiles. Era un gran salto el hacer un cuento policial, encima, de esa estirpe... El escritor no podía comprender cómo había surgido eso de su imaginación, se sentía tan orgulloso de sí mismo... así que por eso había hablado con su representante; si bien no lo iba a publicar con él (ya que ese cuento estaba destinado a ganar un concurso), era muy habitual que lo llamase para alardear de su obra, para tener a alguien con quien ensayar sus discursos, o simplemente para hablar consigo mismo, pero teniendo un testigo que oyera sus palabras.

Esta vez el orgullo lo había llevado a contarle todos los detalles de su obra maestra. Todos, a excepción del gran final. Ese sí era un dato que se reservaría. Incluso a su representante lo sorprendería, quizá a él más que nadie, ya que estaba acostumbrado a las “sobrenaturalidades”
de la literatura de su escritor.

¡Era muy gracioso! Haberle contado sobre su arte perfecto a ese hombre tan mediocre... lo único que su representante podía hacer bien era publicarle sus obras. Nada más. Le provocaba risa,
porque incluso era incapaz de escribir sin faltas de ortografía... pero no debía pensar en eso ahora. No. Ya estaba terminando el cuento. Había buscado con su mente las palabras justas con las que largar ese final.

El escritor había empezado a escribir el anteúltimo párrafo, el cual había escrito en su cabeza. Ya era de noche. Estaba tan entusiasmado... quizá por eso no oyó los ruidos en la cerradura de la
puerta de su pequeña casa de campo. Este... sí, eso es lo que tiene que hacer el detective. ¡Es perfecto! Tal vez esa euforia y la concentración no le permipermitieron percibir los pasos que se acercaban lentamente hacia su escritorio, de espaldas a la puerta e iluminado sólo por una lámpara de noche. Así que fue demasiado tarde cuando escuchó el golpe en su lámpara, y vio a su representante enfrente suyo, mientras trataba de concluir ese último párrafo, con unos guantes negros y apuntándole con un arma directamente a la cabeza. Entonces todo se oscureció para el escritor.

¡Es muy bueno escribir en un diario íntimo! Te permite escribir las cosas de la forma que quieras sin que nadie te esté criticando. Como ese asqueroso escritor.

Siempre me trató de menos, era una porquería. Sin embargo, tenía razón en que no puedo hacer nada bien. ¡Por qué no apunté bien! En el pecho le tenía que pegar... pero igual, internado y todo, esa herida es mortal... tiene que ser mortal, si no, estoy perdido. A menos que entre y... pero no, ¡va a morir, tiene que morir! JAJAJA, y cuando muera habrá deseado leer cómo pinté su fin en estas hojitas de diario íntimo. Realmente no puedo parar de reírme. Sin embargo, estoy nervioso. Pero va a morir. Tengo que rogar que así sea, ¡por favor!

Y a pesar de todo, siempre confió en mi, su representante... sin saber que yo me vengaría de todos los años en los que me basureó tan insensiblemente, refregándome por la cara su éxito, haciendo suyo mi sueño de escribir cuentos infantiles... realmente se siente extraño. Mi sueño era escribir cuentos infantiles y ahora...

Será mejor que concluya este cuento que el escritor dejó inconcluso. Maldita sea, sí que es bueno. Pero tendría que haber esperado más para matarlo. Bueno, va a morir, así que el disparo fue como si lo hubiera matado. Al menos tendría que haberme asegurado que terminara de escribir su cuento. Pero bueno, lo hecho, hecho está. Esto está tan bueno que le ponga el final que le ponga, va a ser un éxito igual. Quizá podría concluir con algo así como que el detective es el culpable... ¡qué se yo!

Mmmm... bueno... ya está, creo. Y esto va a llevar mi nombre, qué gracioso. Listo. Ahora me voy a hacerlo entrar en el concurso. ¡Diario, deseame suerte! Voy a ganar. Estoy seguro.

(*) El autor tiene 15 años

martes, 22 de enero de 2008

El disparo instintivo


Por Darío César Dublanc

El disparo instintivo, el disparo rápido y al bulto se eleva entre las rutinas diarias, diáfano, íntegro y seducido por su propio destino incierto e inamovible. El cuerpo alerta como una serpiente sobresaltada. Las manos que suben juntas atrapando la culata del arma, montando al mismo tiempo el martillo, tratando de no apresurarse dentro de la rapidez, de la locura que requiere el momento. Buscando certezas en un instante de total incertidumbre, por la velocidad de las circunstancias. El cuerpo propio buscando cubrirse, buscando el cuerpo del otro, tal vez los ojos del otro, o solamente el cuerpo, quién sabe o quién se acuerda en una ocasión así.

La boca seca por la angustia, por el humo de la pólvora que entra por la garganta sin asimilarla, el estampido de los disparos que casi no se sienten en los oídos aliviados por la creciente descarga de adrenalina. Mientras la boca del cañón del arma del otro lo busca a uno, tratando de llegar primero y definir la balanza a su favor más allá de las razones, de la justicia. Tal vez ese momento no pertenece a la justicia o a la razón o a la equidad. Quién sabe. El cuerpo buscando reparo y los disparos que ya resuenan en el aire, y aún con la convicción y el deseo de no ser uno el herido, seguir disparando para que del otro lado no haya más disparos.

Desear estar en otro lado o no desearlo. Tal vez desear estar en esa situación por la adrenalina, por la detención en el tiempo o tal vez porque hay una intuición de justicia o de caballero cruzado
en ese instante límite.

Quizás realmente no hay otro enfrente disparando. Tal vez es uno mismo disparando a sus propios fantasmas, rutinas, miedos, falta de convicciones, y el otro enfrente haciendo lo mismo, tal vez también disparándose a sí mismo, a sus propias impotencias, desventuras, frustraciones.

Y los dos contendientes, en definitiva, intercambiando atenciones, en esa ocasión cumbre, no buscada, o sí, no deseada, o sí, en que los hombres tratan de probar cosas en nombre de sí mismos, la justicia, las instituciones, las marginaciones. Y las cápsulas vuelan vacías de las pistolas, y en ese momento, porque todo pertenece a ese momento, sentirse único, irrepetible.
En ese instante odiado y tal vez íntimamente deseado. Tratando a la fuerza por ambas partes de descorrer un velo misterioso atrás del que se en El disparo instintivo, el disparo rápido y al bulto se eleva entre las rutinas diarias, diáfano, íntegro y seducido por su propio destino incierto e inamovible. El cuerpo alerta como una serpiente sobresaltada. Las manos que suben juntas atrapando la culata del arma, montando al mismo tiempo el martillo, tratando de no apresurarse dentro de la rapidez, de la locura que requiere el momento. Buscando certezas en un instante de total incertidumbre, por la velocidad de las circunstancias. El cuerpo propio buscando cubrirse, buscando el cuerpo del otro, tal vez los ojos del otro, o solamente el cuerpo, quién sabe o quién se acuerda en una ocasión así. La boca seca por la angustia, por el humo de la pólvora que entra por la garganta sin asimilarla, el estampido de los disparos que casi no se sienten en los oídos aliviados por la creciente descarga de adrenalina. Mientras la boca del cañón del arma del otro lo busca a uno, tratando de llegar primero y definir la balanza a su favor más allá de las razones, de la justicia. Tal vez ese momento no pertenece a la justicia o a la razón o a la equidad. Quién sabe. El cuerpo buscando reparo y los disparos que ya resuenan en el aire, y aún con la convicción y el deseo de no ser uno el herido, seguir disparando para que del otro lado no haya más disparos. Desear estar en otro lado o no desearlo. Tal vez desear estar en esa situación por la adrenalina, por la detención en el tiempo o tal vez porque hay una intuición de justicia o de caballero cruzado en ese instante límite.

Quizás realmente no hay otro enfrente disparando. Tal vez es uno mismo disparando a sus propios fantasmas, rutinas, miedos, falta de convicciones, y el otro enfrente haciendo lo mismo, tal vez también disparándose a sí mismo, a sus propias impotencias, desventuras, frustraciones. Y los dos contendientes, en definitiva, intercambiando atenciones, en esa ocasión cumbre, no buscada, o sí, no deseada, o sí, en que los hombres tratan de probar cosas en nombre de sí mismos, la justicia, las instituciones, las marginaciones. Y las cápsulas vuelan vacías de las pistolas, y en ese momento, porque todo pertenece a ese momento, sentirse único, irrepetible. En ese instante odiado y tal vez íntimamente deseado. Tratando a la fuerza por ambas partes de descorrer un velo misterioso atrás del que se encuentran algunas respuestas, o no, al hecho de seguir vivos, o al hecho de terminar muertos. Tal vez sobrevivir a esa tormenta terminal, definitiva, ¿quién lo puede decir?

Generalmente no hay mucho tiempo para pensar en la profesión de ninguno, porque la vida empuja como una catarata en la cual uno permanentemente está cayendo sin llegar nunca al fondo. Sólo hay tiempo para actuar, más o menos acertadamente y acudir al disparo instintivo lo mejor posible, lo más entrenado posible. Y el otro también, cualquiera sea la razón de cada lado, todos acuden al disparo instintivo. Las cápsulas vacías, que parecen caer en cámara lenta, rebotan contra el piso y se desparraman como bellotas caídas de un árbol distinto, un árbol de fuego, con frutos color fuego, bellotas que no se traducirán en semillas que se enterrarán en tierra fértil, sino que permanecerán eternamente en la superficie, a la vista, como una conciencia presente y que reprocha y siempre será así.

Luego de terminado todo, empezar a comprobar el propio cuerpo, determinar si se está herido, porque los impactos no duelen en el momento, no duelen. Solamente sobreviene una creciente debilidad, una pérdida gradual de conciencia, dependiendo del lugar del impacto. Y del otro lado tratar de ver qué pasó con desesperación, con asombro, tratar de vislumbrar la realidad del otro lado, que tal vez alcanzó a huir o está en el suelo frente a nosotros entre las cápsulas semillas. Es la parte en que la pistola vuelve a la funda o al piso, depende. Si fuimos heridos, ya en la camilla la misma rutina, el médico, el gusto a sangre en la boca, mezclado con la pólvora, el hospital, la antitetánica, los antibióticos. El médico que habla y dice como un veredicto condescendiente:

Es operable, el proyectil entró y salió limpio, no tocó órgano ni huesos. Luego, en la cama inmensamente blanca como una página en blanco, fumando un cigarrillo a escondidas bajo la mirada de la enfermera acostumbrada a ver todo, que nos sonríe casi complacida por nuestra transgresión. El suero gotea y arde en la vena, como una realidad nueva que entra de a poco en nuestra realidad inmediata de remedios, dolores e interrogantes. Por la ventana, el día y la vida desarrollan sus estrategias ajenas a todo. Tal vez la vida nos protege con su actitud indiferente a los dramas particulares, nos insta a seguir, como a esos chicos que lloran cuando se golpean solamente si los padres los miran, si no se las aguantan y siguen adelante.

lunes, 21 de enero de 2008

Sonidos


Por Denisse A. Morzilli

Cory’s Song I wish the night would end, I wish the day’d begin, I wish it would rain or snow, Or the wind would blow, Or the grass would grow, I wish I had yesterday, I wish there were games to play. By Cory Dollanganger age 8, 1960 (Flowers in the attic V.C. Andrews)

La noche parecía demasiado silenciosa, lo que me hacía sentir solo, casi abandonado, ni una hoja se movía en el bosque, lo que creaba en mí una sensación de inquietud, lentamente caminaba por la habitación sin animarme a salir, mucho silencio... demasiada quietud...

El silencio no me gustaba y menos en este momento de mi vida, me hacía pensar en cosas que no quería recordar. Para ser sinceros, no quería pensar en ella, mi único pensamiento, que acudía a mi memoria una y otra vez. La amaba..., era única y sin embargo... sin embargo... un suspiro que parecía provenir de mi triste alma escapó de mis labios trémulos. El amor había llegado como un fantasma, un extraño que no golpea a la puerta y nos sorprende cuando menos lo esperamos, “el amor es como los niños recién nacidos, hasta que no lloran no saben
si viven”, recordaba esa frase, hacía poco la había leído en algún lado y no pude dejar de pensar en lo cierta que era.

No conocí el amor hasta que la encontré a ella; claro que amaba a Julie pero había algo, un lazo invisible, una fuerza superior que me unía a ella, que me hacía sentir solo, triste, desconsolado. ¿Eso era amor? Eso era sufrimiento, últimamente sólo pensaba en eso y en su brazo alrededor de mi cintura, en las estrellas, aquella noche... y... “¡Vaya, qué tonto soy!” Me convencí. Salí afuera dando un portazo, el bosque, el aroma de los árboles, el viento estático que no quería soplar y las hojas quietas, el calor... adormecían mis sentidos, y pensé: “Hoy se lo diré”. Claro que ése era un pensamiento imposible, estábamos destinados a odiarnos, no a amarnos,
era el destino... pero a veces uno se empeña en cambiar el destino. Cómo me gustaría hablar de eso con Julie, ella
tenía una solución para todo, pero si había alguien a quien no podía comentarle esto era a Julie justamente, pobrecita. Si sólo lloviera, si el viento soplara, si sólo fuera un juego en el que se pierde o se gana, pero era la vida real, y no se perdía ni se ganaba, no pasaba nada... sólo pensamientos, inútiles, estériles, que no llevaban
a ninguna parte...

Su brazo... el brazo en su cintura...

La mano suave...

Su rostro ovalado, perfecto...
....

¿Por qué el amor no despertaba en mi más que dolor?

¿Acaso la gente enamorada se sentía feliz, dichosa? No, de ninguna manera

Sus ojos...

1, 2, 3, 4... las veces que rozó mi mano aquel día,

7... las veces que su rostro se acercó al mío, que su aliento casi tocó mi cuello

1, 2, 3, 4, 5 las veces que la abracé, que busqué una excusa para tocarla, para abrazarla...

6 las excusas que busqué para llamarla por teléfono, para verla al menos 5 minutos

2 veces las que la esperé a la salida de su casa y ahora estaba lejos...

Y yo en el bosque, solo, sin viento, sin lluvia, sin soles y solo en la noche...

9, 10 veces las que soñé con ella...

Y ni una vez pude llorar... a pesar del dolor de no tenerla junto a mí De no poder hablarle, ni una vez pude
llorar...

Lentamente me alejé de la cabaña y caminé por el bosque, esperando, esperando...

Si ahora empieza a llover significa que ella me quiere

Si mañana sale el sol ella me va a llamar

Si camino tres pasos a la izquierda y uno hacia atrás significa que me vendrá a ver

Tontos juegos de niño, si me quedo en casa, no me llama

Si camino por el bosque solo, no me quiere

Mi cabeza era un torbellino de ideas maravillosas, de tonterías, de cosas bellas, de cosas horribles...

La deseaba... la deseaba... tanto...

Sólo la deseaba a mi lado...

1, 2, 3, 4 ,5, 6... 20 puñaladas eran las que Julie tenía en su corazón, porque la había llamado bruja, había dicho que yo no la amaba, que “ella” me había embrujado, que sólo jugaba conmigo. LA HABIA LLAMADO BRUJA y otras cosas tanto peores, a ella... a mi amor más grande. Una gota cayó en mi cabello, otra y otra, había empezado llover, empecé a contar las gotas...

1, 2 ,3 ,4... empezaron los sonidos...

Angelito de Dios


Por Daniel Almirón

Difícil quitar la vista de los oscuros y profundos ojos del pequeño, se podría decir que subrayaban casi como una muda súplica el pedido que le había hecho. Sonriendo se quedo estático, pensó en sus propios hijos, en esa edad donde la rebeldía comienza a expresarse, niños que se duermen a diario con el estómago lleno, cuya única obligación es estudiar, si para los sacrificios está él, para eso está todo el día en ese kiosco, entre golosinas, útiles escolares y tarjetas prepagas de teléfono, un pequeño universo que lo sustenta, junto a su familia, desde hace doce años.

Los labios del pequeño vuelven a moverse. El sigue abstraído en esos ojos profundos, despacio amplía el foco, la ropa un tanto desaliñada, definitivamente muy usada y sucia, qué triste destino para esa niñez que sólo puede vagar por la calle, que es presa de pegamentos y drogas más sofisticadas, una niñez sin cuentos de hadas, sin juguetes, sin desayunos atiborrados de pan con manteca y café con leche, sin timbres de recreo ni maestras solícitas, sin días del niño; una niñez de escalones de mármol en edificios públicos donde dormir, de deambular por restaurantes y otros locales mendigando una moneda...

La boca del chico se mueve otra vez, pero el sonido pegadizo de un tango de Julio Sosa le llena los oídos y la cabeza, siempre quiso bailar tango, quizás si lo hubiera hecho en la juventud podría haber juntado buen dinero, bailando en el extranjero, en lugar de regentear un kiosco de barrio, donde debía lucir una perenne sonrisa a pesar de las viejas cargosas llenas de tiempo libre y ocioso que sólo se entretenían discutiendo todos los precios de las pequeñeces que llevaban. A
veces se sentía miserable. El era un hijo obediente, en qué habrá fallado para que los suyos se comportaran así. Sabía que su mujer hacía lo posible para ponerlos a raya, claro, eso al volver del trabajo, el trabajo, al trabajar los dos la mayor parte del día es lógico que sus hijos actuaran con semejante rebeldía; pobre Nora, sabía que se sentía impotente y a veces lloraba en silencio, qué linda que era cuando se conocieron... sonríe al recordar ese primer beso robado en un banco de plaza, algo de esa jovencita se encuentra aún en lo profundo de sus tristes ojos celestes...

¿Qué? el chico dice algo más, el extraño tono lo saca de su ensimismamiento, un tanto sorprendido de que un pequeño de ocho o nueve años se exprese de manera tan exigente, lo mira, se ve tan extraño, por un lado tan desamparado y por el otro tan decidido, le sonríe...

Los vecinos lo encuentran aún con la sonrisa dibujada en los labios, pero enmarcada en un rictus de sorpresa, el pequeño círculo negro, casi como un tercer ojo, se ve como una nota discordante en la frente del comerciante, los ojos bien abiertos a la nada, vidriosos, cajas de golosinas por el suelo, las tarjetas de teléfono ausentes y la pequeña caja registradora abierta y vacía, el charco de sangre se mezcla con las blancas hojas de los repuestos escolares y los caramelos.

Un día más en un barrio más...

Quebrada


Por María Vidart


Desde chica se resbalaba de la cama, se enredaba con el cable del velador y despertaba con el reloj entre las piernas.

Se caía de todas las sillas. En la escuela nadie jugaba con ella porque aplastaba a los demás chicos en los recreos.

La ponían en penitencia en un rincón del patio, y ni bien sonaba el timbre, caminaba con cuidado, pero tropezaba y volvía a caer.

-Es torpe- decía la mamá.

-Es algo boba- decían los hermanos.

-Pobrecita- decía el papá y miraba hacia otro lado.

-Para mí que lo hace a propósito, es mala- decía la vecina.

Andaba a los tumbos. Caía, se golpeaba. Herida, maltrecha, a los porrazos. Se derrumbaba sobre los otros, los lastimaba, hacia doler. Por eso la evitaban, se cuidaban de ella.

-Mejor tenerla lejos- decían.

Vivió quebrada hasta los cuarenta y siete años. Clavícula fisurada, costillas astilladas, yeso, vendas, muletas, cabestrillos, sillas de ruedas, amputaciones, bastones y trípodes. Machucada, desdentada, arruinada.

Nunca supo el por qué de tanto golpe. Estaba rota. El día de su cumpleaños numero cuarenta y ocho amaneció herida, magullada, las uñas quebradas, las caderas moradas, el tabique nasal demasiado cerca de la oreja izquierda. El codo derecho apuntaba hacia el norte y
las rótulas al sudeste.

Suavemente, como siempre lo había hecho, su sombra la tomó de los hombros, la llevó hasta la terraza... y entonces le dio el último empujón.

sábado, 19 de enero de 2008

El gallo rojo


Por Pablo Gómez

Fue en un congreso de criminales a distancia, que me tocó -a pedido de los nuevos grumetesrelatar una de las experiencias más desagradables de mi corta carrera delictiva. Era una noche solitaria de esas en que la oscuridad invita. Todo estaba preparado para pasarla bien; seguramente una bella mujer de almanaque, un buen auto, un par de billetes, un celular. Pero ella no llegó a la cita. Habíamos acordado reunirnos, aunque el sol de verano arrancó de mí la posibilidad... el corte de agua de 48 horas hizo estragos... amarnos, ya saben, con la grasitud de las pantallas solares, la transpiración y, fundamentalmente, sin la planchita.

Al terminar las patitas de pollo fritas y la royalita, encendí la TV, vi que repetirían Dr. Little hasta el cansancio y fue entonces que decidí salir a robar. Tenía varios puntos marcados en mi mapa virtual, pero como mi ordenador no funcionaba, aproveché la guía de páginas amarillas que había llegado a fin de año junto con la correspondencia. Reflexioné rápidamente que no es sencillo comprar helado. Entonces, por casualidad o no, la página se abrió en un anuncio que decía “Vida de perros drugstore”. El anuncio se proclamaba como un reducto especializado en comida para hámsters e hipocampos.

Sí, necesitaba un cómplice, un amigo en quien confiar para darle exactitud al golpe. Así que llamé a mi fiel perro “Chorizo” para que hiciera de campana. Juntos, nos encaminamos sigilosamente, hasta que caí en la cuenta de que en el colectivo en el que se viaja como ganado no se admiten
animales. Una de esas cláusulas municipales, como la de la Terminal de ómnibus, que, para evitar despedidas, impide ingresar a un familiar hasta en la valija. Entonces le ordené al can que se dirigiera rápidamente hacia la dirección del anuncio. El aumento de los boletos me hizo dudar, pero afortunadamente tenía unas monedas de más. Desde la ventana del colectivo vi las luces de neón: era una de esas veterinarias modernas; y el cartel “vendía” que el alimento para
animales está mejor elaborado que el de cualquier receta casera.

Al advertir que mi perro amaestrado tardaría un poco más, decidí adentrarme por la puerta trasera, no sin antes verificar que no hubiera ni una forma humana. Salté el corral de los asnos y adopté las mismas formas animalescas con las que iba a toparme, a modo de camuflaje. Esquivando las nauseabundas inmundicias de los porcinos, y colgándome de los troncos y lianas de la jaula de los monos, pude caer sencillamente de un salto felino en la pileta de los lobos marinos. Nadie notó que había irrumpido en sus hábitats.

El puma, animal noctámbulo del norte argentino, encendió sus ojos. Afortunadamente, yo había colocado sobre mi cabeza una media de mujer con impresión de gatopardo y pude así confundirme entre las hierbas silvestres.

Inútilmente encendí mi linterna, pues había olvidado recargar las pilas. Lleva 4 de las grandes y es realmente un presupuesto. Me orienté de espaldas al viento y percibí en mi nuca el resoplar de un cuadrúpedo. Felizmente confirmé que no era un burro, sino un camello. La mirada de un perro muy tierno también me perturbó... se llamaba Paco y tenía todo el aspecto de haber sido robado.

Para llegar a la caja fuerte, que seguramente estaría custodiada por leones o serpientes, debía agudizar mis sentidos. Aproveché los segundos de sobra ganados al pisar los cocodrilos y eludir
las telas de araña, para acariciar un delfín recién nacido que se había tragado una pelota. A su lado colgaba una hoja en la que el médico había garabateado la siguiente indicación: “No tocar, Flipper está a la espera de un hombre de brazos suficientemente largos. Llega el lunes del Conurbano”.

Pronto divisé una luz amarilla. Mi atención y mis conocimientos de ladrón rápidamente advirtieron que algo andaba mal. Me invadió un calor profundo. Y al acercarme, mi olfato detectó una aglomeración de vidas. No podía creer lo que mis ojos negaban: debajo de un calefón inútil se encontraba un centenar de pollitos apilados debajo de una sugestiva e intermitente luz que variaba entre el amarillo y el rosa, atormentando a la multitud de crías de gallina. Por un momento creí percibir una vista aérea de una fiesta electrónica, algo así como creamfield. Pero no, era un perímetro de cartón (comúnmente llamado caja) abarrotado de criaturas amarillas piando como chinos en allanamiento.

No pude permitir que en pleno siglo XXI, en pleno avance de la identidad ecológica, se maltratara de ese modo a una especie. Esta vez me quedaría sin botín, pero estaba dispuesto a recostar la cabeza sobre la almohada de la más sucia de las prisiones, con tal de liberar a estos rehenes de la luz mala.

Un gallo rojo fue mi cómplice. El reloj marcaría las 6, hora en que el animal debe cumplir con su trabajo. Con un guiño de ojos, me ofreció unos minutos más. Suficientes para huir.

Los diarios titularon “el ladrón de los pollitos”. El chofer del micro no se percató de lo que había en la caja. Ahora vivimos todos juntos, si bien algunos están muy grandes y también tienen sus familias, mis amigos me recomendaron un cambio de rubro... que no diera más vueltas con el tema, o en realidad sí.

Por eso es que desde hace un tiempo estoy de este lado del mostrador, los cambié de habitáculo, ya no están apretujados, la temperatura es estable, tienen su ritmo sin moverse, y miran a la calle. También la economía del país me ayudó en mi regeneración al estabilizar los precios... pude mantener la oferta: “Dos pollos con papas, 14 pesos”.

viernes, 18 de enero de 2008

Culpable


Por Santiago Marelli (*)






La noche lo cubría todo, densamente, la luna era un olvido de nácar en un rincón del cielo, no daba más luz que un fósforo tembloroso en la oscuridad. Mis padres habían salido de vacaciones. Salí a dar un paseo. Me llamó la atención no escuchar la orquesta de grillos que obstinadamente ponen al verano su monótona banda musical. Ni siquiera estaban los mosquitos que este verano habían contraído la odiosa costumbre de picarme unas veinte veces por día. Nada me reclamaba a esas horas fuera de mi casa, ninguna necesidad, ningún compromiso, tan sólo las ganas de vagar
sin apuro ni rumbo fijo.

Hice pocos pasos cuando sentí que el frío me dolía en los huesos, la humedad me helaba la respiración. Sin embargo, no desanduve camino, sino que seguí, ciegamente, como un
sonámbulo atraído por una fuerza irresistible. Todo ese paisaje infinitamente familiar se había vuelto repentinamente inquietante. Ningún ruido dentro de las casas -aunque no serían
más de las 10-, nadie en la vereda, aunque tenía muy fresca la visión de muchos vecinos chupando el mate interminable del aburrimiento y conversando de casa a casa mientras el sol
atardecía con paciencia-, ni siquiera un perro husmeando hambriento en la basura. Llegué a la casa de Pedro, mi mejor amigo, entré sin llamar, como tantas veces, y lo que vi me aterrorizó:
la casa estaba completamente vacía. Ni Pedro, ni sus padres, ni su hermana, ni muebles, ni mesas, ni sillas. Absolutamente nadie ni nada. O se había mudado -lo que resultaba extraño porque hacía pocas horas que lo había visto-, o un misterio se había apoderado de todo. Sólo paredes desnudas, viejas, descascaradas, húmedas, como si hiciera muchos años que la casa estuviera abandonada.

Un graznido me sobresaltó: un cuervo me miraba fijamente desde la ventana, y salió volando. Lo seguí, sin saber por qué lo seguí, cruzando las tinieblas de la noche. Se detuvo sobre la vereda, cuando me agaché cautelosamente para atraparlo, el pajarraco graznó con furia y se perdió para siempre de mi vista. Un fuerte sacudón en un árbol hizo llover una tempestad de hojas, sin embargo, pese a que esforcé mi vista, no pude distinguir ningún ser vivo como causante de esa pequeña hecatombe. Esas baldosas por las que yo había galopado con el caballo de madera de mi infancia y que me habían sonreído brillantes de sol, ahora resonaban bajo mis pasos como lúgubres amenazas. Un arponazo de claridad me atravesó la conciencia: todas las casas parecían definitivamente deshabitadas. No sólo la de mi amigo, sino todas. Ni un sonido, ni una luz de delataba la presencia de moradores. Es sabido que cuando una casa es habitada, un hálito de vida trasciende las paredes, y aunque esté cerrada, adivinamos en su interior seres que están durmiendo, amándose, divirtiendo o borrándose el alma mirando televisión. Pero estas casas que digo, estas casas que yo tan bien conocía, y cuyos dueños podía identificar hasta con sus apodos, estaban frías, yertas, irreparablemente ausentes. De improviso me detuve a tocar timbre en la casa de don Pablo, quien siempre se acuesta tarde porque se queda escuchando programas de tangos. Esperé el milagro de los pasos de ese abuelo de espalda arqueada por incontables años de oficinista manso abriendo la puerta con su sonrisa de hombre bueno. Fue vano el segundo intento, ya sabía que nadie habría de atenderme. No eran convincentes las palabras con las que me hablaba a mí mismo, inconsistentes todas las explicaciones que me daba, falsos todos los consuelos.

La oscuridad era cada vez más impenetrable. Adiviné, más que vi, la casa de Rocío, quien además de vecina era compañera de escuela. “Rocío”, dije en silencio, y fue una lenta ola tibia que me arrastró sin fuerzas a la orilla de una dicha olvidada. Fue un conjuro que convocó a un tiempo a los movimientos del mar, los susurros de la hierba, el recuerdo de un cuerpo apretado contra el dulce refugio de mi pecho.

“Rocío”, repetí, y un relámpago rajó la noche con una luz violenta que iluminó una silueta erguida en el umbral de esa casa, una mueca horrorosa le desfiguraba el rostro en una risa demente y unos brazos esqueléticos se extendían hacia mí reclamándome, irónicamente: “Pablo, abrazame”.

Estuve a punto de lanzar un grito de pánico, cuando un nuevo relámpago me descubrió que se trataba sólo de una alucinación. Seguí caminando, acatando ese misterioso instinto que me instaba a no quedarme quieto. Sentí claramente el llamado de unos dedos golpeteando levemente mi espalda, luego una respiración pesada sobre el hombro, y un murmullo inaudible. El espanto me inmovilizó. Luego de unos segundos que duraron una eternidad, giré lentamente la cabeza. No había nadie. Volví a escuchar el murmullo, esta vez el sonido era más alto, apremiante y airado. Pude distinguir una palabra: “Culpable”.

Apenas una hilacha de sentido discernible en esa masa compacta de voces que subían de la tierra y se desprendían del cielo, confusamente, asediándome e inmovilizándome en una fiebre helada. Me tomé la cabeza. “Debo estar volviéndome loco”, pensé, como si todo hubiera nacido de la intimidad vertiginosa de mi conciencia y se tratara de una pesadilla vivida con los ojos abiertos. Quise gritar, pero mi voz estaba presa en la garganta. “Culpable” volví a escuchar. Y fue un soplo helado apagándome las últimas fuerzas. Un ruido me hizo abrir los ojos. Un micro venía circulando lentamente. Estuve a punto de salir corriendo para detenerlo, cuando vi, por la luneta trasera, unos ojos fosforescentes mirándome con fijeza. El micro se detuvo en la esquina, se escuchó el chirrido de la puerta abriéndose, y el hombre bajó lentamente, sin dejar de mirarme.

Era un cuchillo al rojo la mirada de esos ojos desiertos. No atiné a escaparme -para qué, hubiera sido en vanono me quedaba más que sentir esa mano apoyándose pesadamente en mi
hombro, y una voz que se arrastraba como sobre vidrio molido, para decirme: “Todo esto es por tu culpa”.

(*) El autor tiene 14 años.

jueves, 17 de enero de 2008

Rutina


Por Sergio Severoni

¡Carajo! Si hay algo que me rompe las pelotas es que me despierten a la madrugada, porque a un boludo inoportuno se le ocurre morir en forma violenta. No es algo que en general me ponga irritable, pero hacía sólo un par de horas que me había caído sobre la cama, después de tomar
unos tragos en lo del Gordo. Bueno... Después de todo la culpa la tengo yo, por haberme metido en la Fuerza y haber hecho carrera en Homicidios. La cuestión es que ahí estaba, con una resaca que todavía no era tal, una camisa barata con la cual había dormido y un dolor de marulo insoportable, manejando hacia el lugar del hecho.

A primera vista todo parecía tediosamente familiar: un par de giles uniformados en la puerta del edificio coqueto de Belgrano, vecinos curiosos, un portero testigo del hecho que narra una y otra vez lo que presenció, con una cara como si nunca le hubiese pasado nada mejor en su puta vida y los infaltables cronistas morbosos, que siempre me ganan. ¿Es que nunca duermen esos turros?

Siempre llego a la escena en cuestión con la vana esperanza de encontrar un crimen satánico o algo extrañamente sádico, que me saque de la rutina por un tiempo y me otorgue quince minutos de fama, pero no... Siempre la misma bosta: delincuentes chabacanos que matan pasados de falopa, crímenes pasionales, o algún imbécil que vio demasiadas veces El Padrino. Esa vez no me pasaba lo mismo, por el simple hecho de que sólo tenía tres neuronas sobrias, una que me mantenía en pie, otra que disimulaba la situación y la tercera... Al pedo, ya había muerto.
En fin, sólo intentaba cumplir mi deber con el poco recato que me quedaba.

Asco. Sencillamente eso es lo que me produce ver a esa clase de testigos llorones. ¡Qué repulsión! ¿Es que son todos una manga de maricones? Está bien que era la madre la que estaba tendida en el suelo con la mitad de su cerebro tapizando la sala, pero tampoco para hacer escándalos. ¿Cómo es que ese cristiano podía tener tantas lágrimas? Encima, cuando parecía reponerse, sólo bastaba que le preguntaran algo para que se volviera a quebrar. En fin, dejé al sensible deudo con la sargento y me dediqué a escudriñar la escena.

Era un piso elegante y confortable, los muebles eran de estilo y las paredes estaban insoportablemente atiborradas de cuadros, platitos y demás huevadas. En el aire flotaba un agradable aroma a incienso, mezclado con ese meticuloso olor a limpieza que caracteriza a los hogares bacanes. Todo estaba estudiadamente en su lugar y, excepto la sangre, los pedazos de cráneo y masa encefálica que adornaban las paredes y el sofá, no había rastros de violencia.

La propiedad era de la difunta, Clorídea Gómez Herrera, de 65 años, viuda de un próspero comerciante judío, León Goldstein, que según me informaron, se había suicidado unos años antes, sin razón aparente. Alberto, de 44, hijo único del matrimonio, vivía junto a su madre y una doméstica paraguaya con cama adentro, que fue a visitar a su familia en Ituzaingó aprovechando el día franco. Ella fue la que encontró el cuerpo y avisó al encargado del edificio, quien se ocupó de llamar al Comando y a media ciudad. Según pudo declarar Alberto, entre sollozos y desconsuelo, había salido después de cenar a mirar una película con una amiga y llegó cuando ya estaba la Policía. Indagado sobre el posible móvil del crimen, comentó que faltaba la caja de seguridad que se encontraba oculta dentro de la encuadernación del Diccionario de la Real Academia Española, el alhajero de su madre, así como también su reloj, billetera y algunos objetos de menor importancia. Ante la pregunta sobre si había algún arma en la casa, respondió negativamente. Aunque no llegó a convencerme. En este oficio se aprende a semblantear a la gente, a percibir los más ligeros cambios en su conducta, a oler su miedo como lo hace un perro con su presa y a no dejarse llevar por una fachada de cordero degollado. Ese chabón escondía algo y no necesitaba estar completamente sobrio para darme cuenta de ello. Pero no era momento de apretarlo, necesitaba algo más que corazonadas.

Los de Científica ya habían llegado y de inmediato comenzaron los peritajes. Hay que ser minucioso en estos casos, no está bien visto que el homicidio de una señora de clase alta quede impune.

No necesitaba la autopsia para arriesgar algunas certezas. A simple vista se notaba que no hubo resistencia por parte de la víctima, no había laceraciones ni marcas de golpes. La ropa, una blusa de seda blanca, un pantalón azul y zapatos de tacos negros, estaban prolijamente acomodados, sin rastros de lucha, salvo la gran cantidad de sangre proveniente de la cabeza.

El arma homicida debió ser algún grueso calibre, con gran velocidad y energía cinética, ya que literalmente le había volado la mitad de la cabeza. Seguramente el proyectil debió tener punta hueca o ser algún otro tipo de munición blanda, que se deforma al momento del impacto, generando terribles destrozos. Un trabajo efectivo, pero nada agradable a la vista. Definitivamente no fue un profesional, ya que hubiese utilizado un calibre pequeño, como el 22, consiguiendo un resultado prolijo.

Tuve que volver a la Comisaría, necesitaba unas cuantas tazas de café, ya que a mi estado general calamitoso, se le había sumado una fuerte náusea y no es aconsejable vomitar la escena del crimen. De inmediato llamé a un amigo funcionario del Renar, para confirmar ciertas sospechas. Además, pedí que citaran a la supuesta amiga con la cual había salido la noche
anterior el hijo de la víctima, para que ratificara la coartada.

¡Bingo! Detesto tener siempre la razón. León Goldstein había registrado en el ‘85 un revólver Smith & Weson, calibre 357 Mágnum. ¿Dónde se encontraba ese arma? Por si fuera poco, la supuesta amiga negó haber pasado la noche con Alberto. Dijo que después del cine, la acompañó
hasta su casa y se despidieron a eso de la 1. Además, mencionó que lo había notado preocupado y completamente ido. La farsa duró demasiado poco.

Hice traer de inmediato al incauto parricida y me apresuré por quebrarlo antes de que cayeran sus bogas.

Con la mirada huidiza, sumamente nervioso y atento al mínimo movimiento en la sala, él solo se acusaba. No perdí tiempo. Después de las primeras preguntas de rigor, que a gatas pudo responder sin incriminarse, arrojé sobre la mesa la blusa de su madre que aún conservaba la humedad de la sangre. Su espanto fue tal que volteó la cara e intentó levantarse de la silla, cosa que el Subcomisario Mansilla evitó de un violento golpe en sus hombros. Acerqué la prenda a su cara mientras lo interrogaba a los gritos, los cuales se mezclaban con el llanto del infeliz, que no resistió más y confesó.

Tomé su brazo, le acerqué un vaso con agua y le convidé un pucho. Después de tranquilizarse aceptó declarar, no sólo el homicidio de su madre, sino también el de su padre, años antes, a quien había arrojado desde el balcón. El Smith & Weson apareció junto con los objetos faltantes
en el baúl del auto. Más tarde sus abogados intentarían echar por tierra su declaración alegando apremios ilegales, pero su defendido se negó.

Ya anocheciendo, caí nuevamente en lo del Gordo a cobrarme unos favores que me debía con whisky. Al fin terminaba otro tedioso día en la oficina.

miércoles, 16 de enero de 2008

Las reglas del juego


Por María Sol García Cejas

Estás solo, en la oscuridad, esperando. Algo te dice que será esta noche y siempre seguiste tus pálpitos. El sonido de la cerradura que se fuerza, te confirma que estás en lo cierto.

Un hombre irrumpe en tu habitación.

-Bienvenido- le decís encendiendo la luz-. Veo que las noticias corren rápido. Sabía que tarde o temprano iba a recibir visitas y, como verá, me tuve que preparar...

El hombre mira el revólver en tu mano y se apoya contra la pared. Te gustaría ver la expresión de su rostro, pero un pasamontañas se lo cubre.

-Siéntese y ponga su arma sobre la mesa, despacito, sin trucos- ordenás. Te obedece y se sienta frente a vos. Las pestañas que recubren sus ojos azules ni siquiera parpadean.

-A pesar de haber entrado sin permiso, tendrá el honor de compartir conmigo un juego. Espero que haya oído hablar de la “ruleta rusa”. Las reglas son bastante conocidas: un revólver, una sola bala, la boca del cañón en la sien, disparamos por turnos, uno vive, el otro muere. -¿Está claro, no?- le preguntás mientras hacés girar el único proyectil depositado en el barrilete.

El joven asiente con la cabeza.

-Es simple pero letal: hay seis posibilidades de vivir y una de morir. Usted apostó su vida en el momento en que eligió entrar en mi casa. Yo haré lo mismo con la mía. Así que no perdamos el tiempo.

Buscás tu moneda de la suerte en el bolsillo de la camisa.

-Cara, empieza usted. Ceca, yo. Mi mamá siempre me decía “nene, el juego te va a matar”, espero que esta noche se equivoque.

Sonreís por primera vez en la noche.

Tu dedo pulgar impulsa la moneda hacia-Cara, el primer turno es suyo.

Le entregás el calibre 22.

-No se haga el vivo, cualquier movimiento extraño y el juego se termina pronto. Ya me fijé y la suya está llena de balas, le advertís.

El desconocido no puede dejar de mirar el gatillo. Demasiadas preguntas tiene atragantadas en la garganta, demasiadas preguntas que tal vez de un tiro se queden sin respuestas.

-Si piensa tanto, pierde la gracia. Este juego tiene que ser rápido... -¡Ya, ya, ya! - le gritás.

Apoya la boca del cañón sobre su sien. Cierra los ojos y dispara.

Nada.

El juego continúa.

-¡Tuvo suerte para la desgracia!- bromeás. Ahora me toca a mí.

No dudás, casi como un acto reflejo, arriba. La dejás caer sobre la mesa la pistola está en tu cabeza, tu índice en el gatillo y lo jalás. El percutor retorna abruptamente a su posición original, pero la bala permanece en el barrilete.

-Ahora estamos parejos, en la primera jugada el segundo jugador tiene ventaja y eso no me gusta mucho. Fue la moneda la que eligió. ¿Sabe que yo nunca hice trampa? No me gusta ganar así, no tiene sentido para mí... No, señor... Cada juego tiene sus reglas y hay que cumplirlas, porque si
no se respetan, al final tocará pagar las consecuencias. ¿No le parece?

El muchacho ya ni siquiera te mira. Con la frente apoyada sobre la mesa, toma conciencia de que el próximo turno es suyo.

-¿Quiere un vasito de ginebra para matar los nervios?, le ofrecés.

No te contesta.

-No importa. Me tomo el suyo y el mío. Vaciás las dos medidas en tu boca. El revólver vuelve a estar en las manos de tu oponente. Esta vez, no se toma su tiempo, quiere que todo termine rápido. Dispara, pero la bala no se hace presente.

-Desde que gané los cuatro millones en la Lotería, siempre supe que los tendría que defender con mi vida. Así como el azar me los entregó, decidí que fuera el mismo azar el que me los quite -le confesás-. Le doy una data: la clave de la caja fuerte es 9984, los últimos cuatro números del billete ganador. Está escondida debajo del cuadro de “Jerry”, mi caballo. ¿Sabe que tengo un pura sangre, no? Mientras hablás, apretás el gatillo.

La bala permanece en el tambor.

-Bueno, concéntrese, si logra salir victorioso de este juego, además de estar vivo, va a ser rico- le decís para animarlo.

Oprime el gatillo. Ninguna descarga.

El intruso lanza una carcajada cargada de lágrimas, de tensión, de pánico. Una risa que hace estremecer hasta al demonio. Es la primera vez en la noche que emite un sonido.

Quedan dos espacios, un proyectil y el cincuenta por ciento de posibilidades de morir o de vivir.

Ahora, la pistola está apoyada en tu sien y estás dispuesto a todo. De pronto, tu rostro palidece, como si hubieras tenido una visión, como si alguien te hubiese contado un secreto.

Repentinamente, dirigís la punta del revólver hacia tu rival y disparás. La única bala que había en el tambor se deposita en la frente del participante involuntario, cuyo cuerpo cae desplomado
sobre la mesa. Su sangre no alcanza a teñir tu moneda de la suerte.

-Pálpitos son pálpitos- pensás, mientras guardás la moneda en tu bolsillo.

Ilustración: Damián Soriano