Bienvenido !

Un relato por dia. Envia el tuyo a castillo@diariohoy.net
Extensión sugerida 5000 caracteres.


Las opiniones vertidas y/o contenidos de los cuentos son exclusiva responsabilidad de los autores. Siempre Noticias S.A no se hace responsable de los daños que pudieran ocasionar los mismos

domingo, 27 de abril de 2008

Favores


Por Alejandra Castillo.


Ami jefe lo pueden tres cosas: la guita, las cámaras y las minas. Sabe, como todo el mundo, que la primera atrae a las segundas y las terceras vienen solas. No es malo. Es mi jefe. Y hace una semana me convocó a su despacho pulcramente perfumado de la DDI.

-¡¡Moreno!!- gritó, sabedor de que preferiría que me llamara por mi nombre

-Felipe- rumié, cuidando que no me escuche- si no es tan difícil, no es Rigoberto, ni Octavio, ni Segismundo- y hubiera seguido toda la vida (o un rato más), pero los 20 metros que me Separaban de su oficina concluyeron demasiado pronto.

-Si, jefe...

-Moreno... ¿qué hacés?... ¿Vos estás más flaco?

-No.

-Las minas, Moreno, te matan. ¿Vos te separaste, no?

-Si.

-Ah, si, si, me contaron. Una loquita, olvidate

-¿Me necesitaba para algo? -lo corté.

No quería que llegara a la parte de “cornudo”.

Y era ineludible.

-Ah, si- dijo, como si acabara de arrancarlo del planeta “amigos” para arrastrarlo de los fundillos hasta éste, regido por el perfumado escalafón de la fuerza- andá a verlo a Chupete.
Chupete. Ratero varias veces condenado por robos menores y estafas indefectiblemente
desbaratadas. Un delincuente de poca monta y menos luces para el delito, pero dotado de un delicado equilibrio en el pantanoso fango de la delación.

Un buchón, bah.

-¿Qué hizo ahora? Me irritaba perder tiempo con ese matoncito, mientras causas que valían
la pena se volvían amarillas sobre mi escritorio.

-Nada. Me dijo que tiene algo para nosotros. Para en la esquina de siempre, pero anda vestido de payaso -Me está jodiendo...

-No, che. Qué cosa tenés con este pibe.

¿Te hizo algo?

-No. Es un chorro, miente y vende falopa, nada más.

-Bueno- me devolvió el jefe en el tono conciliador que usa para las entrevistasparece que ahora se dedica a la globología. Dale el beneficio de la duda, capaz que cambió... la vida te da sorpresas
empezó a cantar. Y me fui. Chupete estaba donde suele estar, enfundado en un traje que debía añorar la vividez de los colores casi tanto como al jabón en polvo. Detrás de la pintura, y
bajo la peluca naranja, eran fácil de distinguir esos ojos inescrutables y oscuros, como el abismo de un aljibe. El disfraz amenazaba estallar a la altura del abdomen; lo único que no era de utilería.
Fumaba, con el pie derecho apoyado contra la pared. A sus plantas rendidos los globos.

-¡¡¡Moreno!!!- me recibió; como si fuera yo un viejo amigo que asomaba sin previo aviso y después de un larguísimo tiempo. En lo del tiempo no exageraba. Había pasado mucho.

-Chupete, qué sorpresa, ¿ahora traficás helio?
Largó una carcajada con olor a tabaco.

-Me encanta el humor de los vigis... ¿cómo andás?

-Dejá los sociales para otro día. El jefe me dijo que tenías algo para darme.

-Tu antiguo compañero era más simpático, ¿cómo se llamaba? ... Rodríguez...
¿sigue con tu mujer? Apreté los puños por segunda vez en el día, para no estrangularlo con un perrito de látex colorado. Di media vuelta y empecé a alejarme. No me dejó...

-Pará, che - gritó - me hacés calentar... vení que esto te va a cambiar el humor.
Silencio.

-Tengo la agenda de Malena, con el nombre del último cliente. Malena. Hace un año y medio la encontramos en su departamento, derramada su hermosura sobre la cama. Desnuda.
Frágil como el pañuelo de seda que ceñía su cuello. Muerta ella; sus ojos muertos. Malena. La puta más linda y más cara de la ciudad. Eso me lo contaron. A mí jamás me cobró. Dejé de darle la espalda y volví con Chupete. Me acerqué demasiado a su olor, a su mirada de aljibe.

-Damela- le dije en un susurro.

-¿Recuperaste el humor? ¿ustedes eran amigos, no? Eso explica que le hayan dedicado
más de una semana al caso de una prosti.

Mientras hablaba sacudía la agendita de cuero azul al lado de mi oreja. Apreté los puños por tercera vez...

-¿Cómo la conseguiste?

-Mucha gente me debe favores. Tu viejo compañerito también. ¿El llegó al departamento
antes que vos, no?

-¿Qué querés?

-Nada. No tenés que hacer nada. Eso es lo bueno... nada de nada. El jefe ya sabe.
Lo que yo no sé es qué vas a hacer vos con el último nombre que escribió tu amiga- dijo, y me entregó la agenda.

Contuve la respiración para soportar su vaho y acercarme a menos distancia de la que había estado de una mujer en los últimos dos meses.

-El jefe podrá mirar para otro lado y yo también, hasta que te vea dándole a un pibe algo más que un globo. Yo me voy a olvidar de este favor y vos no te vas a olvidar de mí. Me fui a tiempo. Algo dijo. No sé qué fue. Subí al auto y abrí la agenda. Chupete tenía razón. Cuando se la di al jefe, leyó el nombre, la cerró, y devolviéndomela, dijo: -quemala y olvidate.

Volví a mi casa. Llamé a un periodista amigo, le conté la mala nueva y le pedí el teléfono del fulano. El lo tenía, claro. Y me lo pasó. Lo disqué esa misma noche. Era muy tarde. Del otro lado me atendió una mujer, que dejó de hablar después de que yo hablé. A los dos días abrí el diario
y leyendo el titular de la tapa -“se suicida un juez en su casa”- levanté el mate como si fuera un Jhonny Walker y el aire la mujer más bella.

-Estamos a mano, Malena- Y brindé con la nada.

domingo, 20 de abril de 2008

Treinta Mil


Por My Lady (*)



Cuidado! Que no entre en la casa, muchachos -Apuntó por séptima vez en la medianoche lluviosa; pero, nuevamente, había fallado. La bala impactó en una chapa recostada el portón de entrada, casi al mismo instante en que un joven moreno saltaba sobre ella.

Los tres hombres, todos corpulentos y vestidos de negro, perfilaron sus armas, calibre veintidós; y en el momento en que el muchacho trepaba por el muro del fondo, sintió una quemazón que le destrozaba las entrañas. Su delgado cuerpo se desplomó en el piso de cemento: sus ojos, duros, quedaron en parte tapados por su larga cabellera enrulada.

A unos pasos, a la derecha, la puerta de una casa de material resquebrajada se abría lentamente. Por allí se asomaba una cabellera pelirroja, que el más joven de los hombres alcanzó a ver.

-Miren, hay alguien adentro.

El canoso le pegó una patada al cadáver:

-Ahí están tus treinta mil; para que sepas que conmigo nadie juega, pibe. Apenas podía abrir los párpados por causa de la lluvia -¡Sáquenla!, debe ser la hermanita.

Los otros dos hombres entraron a la casa; y, a los pocos segundos, la trajeron agarrada de los cabellos.

-¡Por favor, no me maten! ¿Yo no tengo nada que ver con ustedes! ¿Qué quieren de mí?

Ante el llanto suplicante de la muchacha, la tiraron al piso y le dispararon: los tres tiros le dieron en el brazo izquierdo. Mientras los hombres estaban ya en la calle frontal, la mujer se levantó y empezó a caminar tambaleándose, hasta llegar al portón. Lo abría cuando recibió una
ráfaga de plomo que le hizo temblar todo su cuerpo.

Dentro de la vivienda, un niño de tres años, y cabellos enrulados, dormía. Unos minutos después, se levantó de la cama y, sin abrir los ojos, salió a la calle y caminó hasta la esquina. Se sentó en la banquina. Su madre, la joven pelirroja, sabía que el niño padecía de sonambulismo pero ni los médicos habían podido determinar la causa.

Una camioneta, de chapa azul reluciente, se paró frente al pequeño. En ella iba una pareja de ancianos.

-Marta, ¿estás viendo lo mismo que yo? Se acomodó los anteojos.

-No lo puedo creer... -Puso ambas manos sobre sus labios- Pero, ¿qué padres abandonan así a sus hijos?. Y a estas horas.

- ¿Y qué querés? Es Villa C..., un barrio como este.

-Vamos a llevarlo, viejo. Nuestra hija murió tan joven: necesitamos un nieto a quien criar, lejos, en el sur. Miralo, es tan chiquito.

En los días siguientes nadie supo de los dos jóvenes asesinados: no hubo preguntas ni respuestas. Los cuerpos habían desaparecido del patio, y la sangre borrada por la lluvia.

El sol de febrero le dio de lleno en sus ojos negros.

-Pero, ¿qué hacés ma? No corras las cortinas que todavía tengo sueño.

-Ya son las ocho de la mañana. Acordate que hoy es tu primer día de clases en la facultad.

La abultada figura se retiró de la ventana: agarró su bastón y caminó hasta un sillón, ubicado en un rincón de la amplia habitación. Se sentó allí - Lo que pasa es que, seguramente, tuviste otra recaída de sonambulismo ¿Tomaste anoche las gotitas del medicamento?-

-Sí, Ma. Se tapó la cara con la almohada-.

Parece que me voy a tener que levantar.

-Nos vinimos a vivir a Buenos Aires para que pudieras estudiar, ser médico, como tu padre.

Eran las 9.45. El joven caminaba rápidamente: llevaba una camisa blanca, que contrastaba con su piel, y un pantalón de jean. Justo en la esquina de calle Corrientes, al mil trescientos, chocó con un hombre moreno y de enrulados cabellos blancos; quizás cincuenta años mayor que él.

Un pequeño recipiente de plástico rodó en la vereda: “Disculpe, señor, no lo vi”, dijo el joven mientras levantaba el frasco: “Es mi medicamento. ¿Puede creer que sufro de sonambulismo? El anciano quedó rígido, con los ojos muy abiertos y, antes de que de que pudiera responder;
el muchacho ya se había perdido entre los transeúntes de la cuadra siguiente.

Pensó algunos segundos; amagó con sacar su revólver, pero se detuvo. Se colocó su sombrero, y prosiguió su camino, rengueando.

(*) Seudónimo

domingo, 6 de abril de 2008

Rituales



Por Esteban Ruquet




El campo de batalla, por momentos, se ve límpido y espejado hacia el sol. Un camino, el camino entre los distintos pueblos cercanos, se había vuelto, más que nada por el Tedio Soberano de los reyes aqueos, un lugar sacralizado para el ritual.

Luego, negras nubes cubrían el firmamento, producto de las barricadas de las fuerzas antagónicas, que, de salirse de control un engranaje gubernamental, saquearían y conquistarían las calles.

De un lado, el silencio más impresionante. Disciplina estricta, formación cerrada. Los cascos y los escudos relucían al sol, realzando más aún los oscuros uniformes de los hombretones inmensos y poderosos. Las armaduras negras brillaban de limpias, y tras las primeras líneas, los hombres más delgados portaban armas más largas. Ellos permanecían firmes, esperando una señal para atacar.

Del otro lado, la exuberancia. Hombres indisciplinados, portando miles de banderas diferentes que representan sus cientos de miles de aldeas y facciones, unidas para resistir contra los inhumanos ejércitos de hombres autómatas, permanecen armados con simples garrotes y piedras, cubiertas sus cabezas con pañuelos o máscaras de tela, gritando enfebrecidos pullas a
sus contrincantes, protegidos tras las barricadas de fuego y humo, entonando feroces canciones guerreras, de honor y virilidad.

El sol quemaba en lo alto, calentando el suelo de piedra y brea. Todo estaba dispuesto. La batalla comenzaría. Los caballos del primer lado hacen el primer avance: cargan con toda su terrible majestuosidad, descargando sus armas humeantes, repartiendo golpes a diestra y siniestra, mientras se abate sobre ellos una granizada de piedras enormes y furiosas. Dos hombres
con sus rostros cubiertos para protegerlos del humo, como una imagen de los antiguos guerreros sarracenos, avanzan, portando una bolsa enorme llena de pequeñas esferas que se desparraman a lo largo de toda la calzada, haciendo resbalar a los caballos y tirando a los eximios jinetes
sobre las murallas de fuego sabiamente dispuestas.

El humo marea a los caballos, y a los disciplinados hombres que no llevaban protección. La Infantería procura avanzar, se alzan los escudos en formación cerrada, para resistir la lluvia
de piedras que no deja de caer sobre ellos. La retaguardia no deja de descargar sus armas humeantes sobre su enemigo acérrimo. Sus líderes gritan órdenes con voz firme y autoritaria,
órdenes que se cumplen con decisión y sin vacilación o dilación alguna.

Del otro lado, los tambores y la música de guerra resuenan, atronadoras. Algunos bailarines, espléndidos, vestidos coloridamente para la ocasión, se encargan de elevar los ánimos y la
moral frente al ejército represor de individualidades, de libertad, de esperanza.

Los bailarines revolean sus piernas rítmicamente, mientras los soldados enemigos avanzan, mientras las tropas de la libertad se pasan sus brebajes mágicos, místicos, que elevan su moral aunque entorpezcan un poco el movimiento.

La infantería de los Soldados del Orden al fin llega a las barricadas, y aunque los piedrazos y las descargas continúan, la lucha se vuelve mucho más violenta al desarrollarse la refriega.

Las armas se entrechocan, las muchedumbres apenas tienen la fuerza suficiente para resistir, merced a su coraje y su número, a los poderosos golpes de sus contrincantes, que derrumban
barricadas y aplastan cualquier resistencia.

La fuerza desplegada, muy inferior a los desarrapados y sucios contrincantes en cuanto a número, es mucho más efectiva, sus armas mucho más útiles, sus escudos firmes
en la defensa de sus ideales, sus yelmos protectores brillan al abrasador sol del mediodía.

Un hombre, magnífico, sublime, se eleva de entre las apaleadas y aplastadas Hordas de la Libertad. Su torso desnudo, casi desprovisto de vello y brillante como la piel de un gladiador,
es poderoso y bello. El hombre grita, con toda la gran fuerza de su voz, y salta de su montículo de escombros hacia la refriega, aplastando soldados y escudos, rompiendo las formaciones al meterse entre medio de las tropas del Orden, atizando a cuanto sujeto se le cruce. Sus allegados más poderosos se introducen por los huecos de la formación, quebrándola. Algunos caballos
aún quedan en pie, aplastando con sus cascos a sus enemigos, y el magnífico y salvaje guerrero se dirige hacia ellos, abriendo una brecha considerable en la Infantería, por donde
se introducen sus compañeros de batallas.

Su grito salvaje resuena. La liza está en su apogeo, pues nadie sabe quién ganará. El caos se alza a través de todo el campo de batalla, confundiendo todo. El salvaje guerrero avanza con su séquito, triunfante, inmenso, heroico, esquivando proyectiles y soportando golpes. Un neófito soldado del
Orden se asusta, al ver a tan magnífico hombre avanzar directo hacia él, a tan temible contrincante, y saca un arma prohibida de su cinturón. Un temblor sacude el cielo, el estampido
del arma descargada silencia el caos infernal de la batalla. El guerrero cae, sosteniendo su pecho con ambas manos, el pecho del cual mana borboteante la negra sangre, espesa y cálida.

Antes de alcanzar el suelo ya ha muerto, sin poder creerlo. El furor se hace presa de dos hombres que lo acompañaban, que sacan sus cuchillas y siegan la vida del soldado de un simple tajo, pero luego son detenidos por sus propios compañeros.

El ritual se ha roto. La batalla se ha terminado, y las lamentaciones y los aullidos de horror no se hacen esperar. Los soldados del Orden también se detienen y retroceden, espantados. La situación se ha salido de control.

Al otro día, en los periódicos locales sale: “Trágico conflicto entre la policía y distintos grupos piqueteros, trae como consecuencia dos víctimas fatales y gran cantidad de heridos”.