Bienvenido !

Un relato por dia. Envia el tuyo a castillo@diariohoy.net
Extensión sugerida 5000 caracteres.


Las opiniones vertidas y/o contenidos de los cuentos son exclusiva responsabilidad de los autores. Siempre Noticias S.A no se hace responsable de los daños que pudieran ocasionar los mismos

jueves, 17 de enero de 2008

Rutina


Por Sergio Severoni

¡Carajo! Si hay algo que me rompe las pelotas es que me despierten a la madrugada, porque a un boludo inoportuno se le ocurre morir en forma violenta. No es algo que en general me ponga irritable, pero hacía sólo un par de horas que me había caído sobre la cama, después de tomar
unos tragos en lo del Gordo. Bueno... Después de todo la culpa la tengo yo, por haberme metido en la Fuerza y haber hecho carrera en Homicidios. La cuestión es que ahí estaba, con una resaca que todavía no era tal, una camisa barata con la cual había dormido y un dolor de marulo insoportable, manejando hacia el lugar del hecho.

A primera vista todo parecía tediosamente familiar: un par de giles uniformados en la puerta del edificio coqueto de Belgrano, vecinos curiosos, un portero testigo del hecho que narra una y otra vez lo que presenció, con una cara como si nunca le hubiese pasado nada mejor en su puta vida y los infaltables cronistas morbosos, que siempre me ganan. ¿Es que nunca duermen esos turros?

Siempre llego a la escena en cuestión con la vana esperanza de encontrar un crimen satánico o algo extrañamente sádico, que me saque de la rutina por un tiempo y me otorgue quince minutos de fama, pero no... Siempre la misma bosta: delincuentes chabacanos que matan pasados de falopa, crímenes pasionales, o algún imbécil que vio demasiadas veces El Padrino. Esa vez no me pasaba lo mismo, por el simple hecho de que sólo tenía tres neuronas sobrias, una que me mantenía en pie, otra que disimulaba la situación y la tercera... Al pedo, ya había muerto.
En fin, sólo intentaba cumplir mi deber con el poco recato que me quedaba.

Asco. Sencillamente eso es lo que me produce ver a esa clase de testigos llorones. ¡Qué repulsión! ¿Es que son todos una manga de maricones? Está bien que era la madre la que estaba tendida en el suelo con la mitad de su cerebro tapizando la sala, pero tampoco para hacer escándalos. ¿Cómo es que ese cristiano podía tener tantas lágrimas? Encima, cuando parecía reponerse, sólo bastaba que le preguntaran algo para que se volviera a quebrar. En fin, dejé al sensible deudo con la sargento y me dediqué a escudriñar la escena.

Era un piso elegante y confortable, los muebles eran de estilo y las paredes estaban insoportablemente atiborradas de cuadros, platitos y demás huevadas. En el aire flotaba un agradable aroma a incienso, mezclado con ese meticuloso olor a limpieza que caracteriza a los hogares bacanes. Todo estaba estudiadamente en su lugar y, excepto la sangre, los pedazos de cráneo y masa encefálica que adornaban las paredes y el sofá, no había rastros de violencia.

La propiedad era de la difunta, Clorídea Gómez Herrera, de 65 años, viuda de un próspero comerciante judío, León Goldstein, que según me informaron, se había suicidado unos años antes, sin razón aparente. Alberto, de 44, hijo único del matrimonio, vivía junto a su madre y una doméstica paraguaya con cama adentro, que fue a visitar a su familia en Ituzaingó aprovechando el día franco. Ella fue la que encontró el cuerpo y avisó al encargado del edificio, quien se ocupó de llamar al Comando y a media ciudad. Según pudo declarar Alberto, entre sollozos y desconsuelo, había salido después de cenar a mirar una película con una amiga y llegó cuando ya estaba la Policía. Indagado sobre el posible móvil del crimen, comentó que faltaba la caja de seguridad que se encontraba oculta dentro de la encuadernación del Diccionario de la Real Academia Española, el alhajero de su madre, así como también su reloj, billetera y algunos objetos de menor importancia. Ante la pregunta sobre si había algún arma en la casa, respondió negativamente. Aunque no llegó a convencerme. En este oficio se aprende a semblantear a la gente, a percibir los más ligeros cambios en su conducta, a oler su miedo como lo hace un perro con su presa y a no dejarse llevar por una fachada de cordero degollado. Ese chabón escondía algo y no necesitaba estar completamente sobrio para darme cuenta de ello. Pero no era momento de apretarlo, necesitaba algo más que corazonadas.

Los de Científica ya habían llegado y de inmediato comenzaron los peritajes. Hay que ser minucioso en estos casos, no está bien visto que el homicidio de una señora de clase alta quede impune.

No necesitaba la autopsia para arriesgar algunas certezas. A simple vista se notaba que no hubo resistencia por parte de la víctima, no había laceraciones ni marcas de golpes. La ropa, una blusa de seda blanca, un pantalón azul y zapatos de tacos negros, estaban prolijamente acomodados, sin rastros de lucha, salvo la gran cantidad de sangre proveniente de la cabeza.

El arma homicida debió ser algún grueso calibre, con gran velocidad y energía cinética, ya que literalmente le había volado la mitad de la cabeza. Seguramente el proyectil debió tener punta hueca o ser algún otro tipo de munición blanda, que se deforma al momento del impacto, generando terribles destrozos. Un trabajo efectivo, pero nada agradable a la vista. Definitivamente no fue un profesional, ya que hubiese utilizado un calibre pequeño, como el 22, consiguiendo un resultado prolijo.

Tuve que volver a la Comisaría, necesitaba unas cuantas tazas de café, ya que a mi estado general calamitoso, se le había sumado una fuerte náusea y no es aconsejable vomitar la escena del crimen. De inmediato llamé a un amigo funcionario del Renar, para confirmar ciertas sospechas. Además, pedí que citaran a la supuesta amiga con la cual había salido la noche
anterior el hijo de la víctima, para que ratificara la coartada.

¡Bingo! Detesto tener siempre la razón. León Goldstein había registrado en el ‘85 un revólver Smith & Weson, calibre 357 Mágnum. ¿Dónde se encontraba ese arma? Por si fuera poco, la supuesta amiga negó haber pasado la noche con Alberto. Dijo que después del cine, la acompañó
hasta su casa y se despidieron a eso de la 1. Además, mencionó que lo había notado preocupado y completamente ido. La farsa duró demasiado poco.

Hice traer de inmediato al incauto parricida y me apresuré por quebrarlo antes de que cayeran sus bogas.

Con la mirada huidiza, sumamente nervioso y atento al mínimo movimiento en la sala, él solo se acusaba. No perdí tiempo. Después de las primeras preguntas de rigor, que a gatas pudo responder sin incriminarse, arrojé sobre la mesa la blusa de su madre que aún conservaba la humedad de la sangre. Su espanto fue tal que volteó la cara e intentó levantarse de la silla, cosa que el Subcomisario Mansilla evitó de un violento golpe en sus hombros. Acerqué la prenda a su cara mientras lo interrogaba a los gritos, los cuales se mezclaban con el llanto del infeliz, que no resistió más y confesó.

Tomé su brazo, le acerqué un vaso con agua y le convidé un pucho. Después de tranquilizarse aceptó declarar, no sólo el homicidio de su madre, sino también el de su padre, años antes, a quien había arrojado desde el balcón. El Smith & Weson apareció junto con los objetos faltantes
en el baúl del auto. Más tarde sus abogados intentarían echar por tierra su declaración alegando apremios ilegales, pero su defendido se negó.

Ya anocheciendo, caí nuevamente en lo del Gordo a cobrarme unos favores que me debía con whisky. Al fin terminaba otro tedioso día en la oficina.