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domingo, 27 de enero de 2008

Yo el peor de todos


Por Diego Eijo

La trampa estaba preparada, sólo había que esperar. Los datos del colorado habían sido muy precisos. La casa amarilla, la de la esquina, enfrente de la Estación de Servicio. El negro se había ubicado al lado de uno de los surtidores y con su pechera de YPF, atendía a los clientes como si esa hubiera sido la tarea de su vida. Yo apostado en el kiosco de revistas tenía un panorama claro de quien podía entrar o salir por el portón del costado. Cuando yo encendiera el cigarrillo, el turco arrancaría el Falcon, Cevallos y los otros dos que estaban en el auto se encargarían de todo. Repetirían su tarea con la precisión y las torpezas de siempre. Si algo fallaba, estaba el negro y en el último de los casos yo, que era el más bravo de todos. Sólo había que esperar.

Leopoldo estaban ocupados en sus distintas tareas. Sergio revolvía una olla humeante, a la vez que pelaba unas papas y las iba agregando pausadamente en eso que intentaba ser un guiso. Elisa leía la editorial de “El combatiente” en voz alta para que la escucharan los otros dos. Leopoldo planchaba las camisas y los pantalones que usarían al otro día al amanecer. Cada tanto miraban el reloj, la hora no pasaba nunca. Eduardo ya tendría que haber llegado. La campanilla del teléfono sonó tres veces y luego se cortó. Respiraron aliviados. Eduardo estaba al llegar. Sólo había que esperar.

La calle estaba oscura, la temperatura había descendido demasiado. El dueño del kiosco ya se estaba fastidiando, le mostré la pistola que estaba en mi cintura, a la vez que con mi bota lo apreté más contra el piso. ¿Qué pensaba, que nuestra tarea era joda? pendejo de mierda. Por el fondo de la calle se divisaron las luces de un auto que avanzaba, al acercarse y pasar al lado
del Falcon, lo divisé claramente. Podía ser el fitito que estábamos esperando. Pasó lentamente, pero no se detuvo frente a la casa. Además era un “4L”. Yo que ya tenía el cigarrillo en la boca tuve que desistir de encenderlo y guardé los fósforos en el bolsillo. A lo mejor estaba recorriendo
la zona para asegurarse de que no los estuvieran siguiendo. Pasó el tiempo y el auto no volvió. Mis ganas de fumar eran cada vez mas urgentes. Quería prender el maldito cigarrillo, cumplir con mi tarea y volver rápido para encontrarme con la Carmen. Pero lo único que podía hacer era
tener paciencia. Solo había que esperar.

Eduardo al manejo del “4L” avanzaba a una velocidad considerable, las calles de ese barrio eran oscuras, pero él ya las conocía lo suficiente, hacía más de un mes que vivía en esa nueva casa operativa y estaba acostumbrado a hacer este viaje. Hoy era un día muy especial; volvía de la Capital con el auto lleno de juguetes. Iba repasando su coartada por si lo paraban: diría que era el dueño de un kiosco, además tenía todas las boletas de compra, no tenía por qué preocuparse, pero uno nunca sabe... Se acercaba a la esquina de la YPF. Le extrañó el Falcon parado con tres hombres adentro, era algo común para la época, pero tenía que tener cuidado. Para colmo, el que atendía la estación de servicio no le era conocido y tenía puestas unas botas de cana. Siguió avanzando sin detenerse, algo raro pasaba, pero igual, como estaba a unas cuadras de su destino continuó su marcha. Pensó en el pobre tipo al que estarían esperando, posiblemente un compañero, pero él no podía hacer nada. Divisó a lo lejos el portón. Se acercó lentamente esperando que le abrieran. Detuvo la marcha. Sólo había que esperar.

Leopoldo, que estaba atento, cuando sintió el ruido del motor del “4L” corrió abrir el portón. El auto de Eduardo entró inmediatamente. Los dos jóvenes se abrazaron y pasaron al interior de la casa, donde ya Elisa y Sergio habían preparado la mesa para cenar. Después de la comida se
reunieron para terminar de ajustar los detalles del día siguiente, todo estaba en orden, lo único fuera de lugar era que Raúl que no había ido a la última cita, ya habían pasado 48 horas, no tuvieron ninguna manifestación de peligro y ningún otro compañero había dado el alerta. En la segunda cita seguramente se aclararía todo. Sólo había que esperar.

Estaba amaneciendo y no había pasado nada. El fitito no había llegado, los del Falcon estaban durmiendo. El negro había dejado de atender en la YPF y estaba en la oficina de adentro. Yo había llamado y no tenía confirmación de nada, en una hora me avisarían para levantar o no la operación. Sería posible que el hijo de puta nos hubiera macaneado. Sólo había que esperar. ensangrentada, estaba apoyada contra el frío del piso. Se incorporó un poco, llevó las manos
hacia su pelo colorado y lo encontró totalmente pastoso, trató de acomodarlo. Le dolía todo el cuerpo y no podía parar de temblar, el frío era muy intenso y la tortura había sido tremenda, abrió los ojos y vio la luz del día que se asomaba por el ventanuco, esbozó una sonrisa de triunfo, a esa hora los compañeros ya estarían camino a su tarea. El, a pesar de estar todo maltrecho,
había podido engañar una vez más a esos hijos de mil putas. Sólo había que esperar.

El “4L” hacía un rato que había dejado atrás la estación de servicio. Eduardo no había visto nada extraño. El Falcon no estaba y el que atendía era el de siempre. Avanzaron rápidamente por las callejuelas hasta llegar a la entrada de la villa, el camión con los alimentos ya había llegado y los repartía ordenadamente entre la gente. Se colocaron las boinas con la estrella, los pantalones y las camisas ya las tenían puestas. Abrieron la puerta trasera y comenzaron a repartir los juguetes. Era hermoso ver las caras alegres de los chicos que posiblemente recibían por primera
vez un regalo en el día del niño.

Avancé casi corriendo por el estrecho y oscuro pasillo, me acompañaba el negro con su tremenda cara de furia, llegamos a la puerta que buscábamos y ahí estaba el colorado hijo de puta. Nos recibió con una carcajada a pesar de estar totalmente destrozado. Nos había engañado y tendido
una trampa, pero él todavía no sabía que yo era el peor de todos. Sólo tenía que esperar.

Raúl intentó levantarse, pero ya tenía la pistola sobre la cabeza. Sólo alcanzó a gritar: “A morir o vencer por la Argentina”. Un ruido ensordecedor fue lo último que alcanzó a vivir.