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viernes, 18 de enero de 2008

Culpable


Por Santiago Marelli (*)






La noche lo cubría todo, densamente, la luna era un olvido de nácar en un rincón del cielo, no daba más luz que un fósforo tembloroso en la oscuridad. Mis padres habían salido de vacaciones. Salí a dar un paseo. Me llamó la atención no escuchar la orquesta de grillos que obstinadamente ponen al verano su monótona banda musical. Ni siquiera estaban los mosquitos que este verano habían contraído la odiosa costumbre de picarme unas veinte veces por día. Nada me reclamaba a esas horas fuera de mi casa, ninguna necesidad, ningún compromiso, tan sólo las ganas de vagar
sin apuro ni rumbo fijo.

Hice pocos pasos cuando sentí que el frío me dolía en los huesos, la humedad me helaba la respiración. Sin embargo, no desanduve camino, sino que seguí, ciegamente, como un
sonámbulo atraído por una fuerza irresistible. Todo ese paisaje infinitamente familiar se había vuelto repentinamente inquietante. Ningún ruido dentro de las casas -aunque no serían
más de las 10-, nadie en la vereda, aunque tenía muy fresca la visión de muchos vecinos chupando el mate interminable del aburrimiento y conversando de casa a casa mientras el sol
atardecía con paciencia-, ni siquiera un perro husmeando hambriento en la basura. Llegué a la casa de Pedro, mi mejor amigo, entré sin llamar, como tantas veces, y lo que vi me aterrorizó:
la casa estaba completamente vacía. Ni Pedro, ni sus padres, ni su hermana, ni muebles, ni mesas, ni sillas. Absolutamente nadie ni nada. O se había mudado -lo que resultaba extraño porque hacía pocas horas que lo había visto-, o un misterio se había apoderado de todo. Sólo paredes desnudas, viejas, descascaradas, húmedas, como si hiciera muchos años que la casa estuviera abandonada.

Un graznido me sobresaltó: un cuervo me miraba fijamente desde la ventana, y salió volando. Lo seguí, sin saber por qué lo seguí, cruzando las tinieblas de la noche. Se detuvo sobre la vereda, cuando me agaché cautelosamente para atraparlo, el pajarraco graznó con furia y se perdió para siempre de mi vista. Un fuerte sacudón en un árbol hizo llover una tempestad de hojas, sin embargo, pese a que esforcé mi vista, no pude distinguir ningún ser vivo como causante de esa pequeña hecatombe. Esas baldosas por las que yo había galopado con el caballo de madera de mi infancia y que me habían sonreído brillantes de sol, ahora resonaban bajo mis pasos como lúgubres amenazas. Un arponazo de claridad me atravesó la conciencia: todas las casas parecían definitivamente deshabitadas. No sólo la de mi amigo, sino todas. Ni un sonido, ni una luz de delataba la presencia de moradores. Es sabido que cuando una casa es habitada, un hálito de vida trasciende las paredes, y aunque esté cerrada, adivinamos en su interior seres que están durmiendo, amándose, divirtiendo o borrándose el alma mirando televisión. Pero estas casas que digo, estas casas que yo tan bien conocía, y cuyos dueños podía identificar hasta con sus apodos, estaban frías, yertas, irreparablemente ausentes. De improviso me detuve a tocar timbre en la casa de don Pablo, quien siempre se acuesta tarde porque se queda escuchando programas de tangos. Esperé el milagro de los pasos de ese abuelo de espalda arqueada por incontables años de oficinista manso abriendo la puerta con su sonrisa de hombre bueno. Fue vano el segundo intento, ya sabía que nadie habría de atenderme. No eran convincentes las palabras con las que me hablaba a mí mismo, inconsistentes todas las explicaciones que me daba, falsos todos los consuelos.

La oscuridad era cada vez más impenetrable. Adiviné, más que vi, la casa de Rocío, quien además de vecina era compañera de escuela. “Rocío”, dije en silencio, y fue una lenta ola tibia que me arrastró sin fuerzas a la orilla de una dicha olvidada. Fue un conjuro que convocó a un tiempo a los movimientos del mar, los susurros de la hierba, el recuerdo de un cuerpo apretado contra el dulce refugio de mi pecho.

“Rocío”, repetí, y un relámpago rajó la noche con una luz violenta que iluminó una silueta erguida en el umbral de esa casa, una mueca horrorosa le desfiguraba el rostro en una risa demente y unos brazos esqueléticos se extendían hacia mí reclamándome, irónicamente: “Pablo, abrazame”.

Estuve a punto de lanzar un grito de pánico, cuando un nuevo relámpago me descubrió que se trataba sólo de una alucinación. Seguí caminando, acatando ese misterioso instinto que me instaba a no quedarme quieto. Sentí claramente el llamado de unos dedos golpeteando levemente mi espalda, luego una respiración pesada sobre el hombro, y un murmullo inaudible. El espanto me inmovilizó. Luego de unos segundos que duraron una eternidad, giré lentamente la cabeza. No había nadie. Volví a escuchar el murmullo, esta vez el sonido era más alto, apremiante y airado. Pude distinguir una palabra: “Culpable”.

Apenas una hilacha de sentido discernible en esa masa compacta de voces que subían de la tierra y se desprendían del cielo, confusamente, asediándome e inmovilizándome en una fiebre helada. Me tomé la cabeza. “Debo estar volviéndome loco”, pensé, como si todo hubiera nacido de la intimidad vertiginosa de mi conciencia y se tratara de una pesadilla vivida con los ojos abiertos. Quise gritar, pero mi voz estaba presa en la garganta. “Culpable” volví a escuchar. Y fue un soplo helado apagándome las últimas fuerzas. Un ruido me hizo abrir los ojos. Un micro venía circulando lentamente. Estuve a punto de salir corriendo para detenerlo, cuando vi, por la luneta trasera, unos ojos fosforescentes mirándome con fijeza. El micro se detuvo en la esquina, se escuchó el chirrido de la puerta abriéndose, y el hombre bajó lentamente, sin dejar de mirarme.

Era un cuchillo al rojo la mirada de esos ojos desiertos. No atiné a escaparme -para qué, hubiera sido en vanono me quedaba más que sentir esa mano apoyándose pesadamente en mi
hombro, y una voz que se arrastraba como sobre vidrio molido, para decirme: “Todo esto es por tu culpa”.

(*) El autor tiene 14 años.