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jueves, 3 de enero de 2008

MM





Por Flavio Mogetta


Habían pasado unos cuantos minutos de las diez cuando observé mi reloj. El aliscafo abría parsimoniosamente el agua marrón mientras yo tomaba un café irlandés acompañado por una rubia de pelo corto, ojos verdes y un par de pechos de esos que desbordan cualquier escote. Llevaba puesto uno de esos vestidos livianos que propicia el verano y que dejaba entrever una bikini anaranjada. No pasaba desapercibida para nadie, como no lo había resultado para mí cuando la vi entrar junto a otrastres amigas cargando mochilas a la sala de espera que tenía Fast Ferry en el puerto de Buenos Aires. Todas llevaban vestimentas similares, pero algo en ella la hacía sobresalir. Quizás su sonrisa. Ella acompañaba nuestracharla, que había virado hacia la literatura, con un submarino. Mi café irlandés ameritaba alguna firma en el libro de quejas de la empresa, pero no tenía intenciones de desviar la conversación que mantenía con Carla. El whisky erade lo peor, era capaz de avinagrar el sabor y el aroma del café exprés que excelso flotaba en el aire de la confitería.

Había comenzado una circunstancial charla en la borda mientras los dos observábamos como el barco se alejabade Buenos Aires dejando atrás puentes, cadáveres de embarcaciones, ruido a máquinas y contaminación. El aliscafoen su derrotero aportaba algo de combustible al río. La salida del puerto era gloriosa y digna de fotos y filmación. Eso era lo que hacía ella con sus amigas: retratar el instante, mientras que yo fumaba un cigarrillo negro contemplando esa fotografía que veía casi semanalmente y que aún así nunca conseguía aburrirme.

Carla iba a pasar el fin de semana a Colonia con sus amigas, yo volvía de hacer un trabajo en Buenos Aires y teníaen la ciudad uruguaya escala antes de continuar mi viaje en auto hasta Montevideo, donde vivía. No era uruguayo,sino un argentino que había emigrado a principios de los ochenta, pero nunca había perdido el contacto,de hecho viajaba casi semanalmente a mi país. Solía quedarme en Buenos Aires dos o tres días, salvo en ocasionescomo esta que sólo había permanecido veinticuatro horas. Siempre mis viajes respondían a motivos laborales nuncaeran por vacaciones, para esas oportunidades elegía el norte de Brasil.

Cuando llegué a la ciudad porteña lloviznaba y habían pasado unos pocos minutos de las doce del mediodía deljueves. Tomé un taxi y me dirigí directamente al departamento que me habían asignado. Subí por las escaleras lossiete pisos, los escalones de mármol largos y altos, acompañaban haciendo un espiral un ascensor de esos antiguoscon red de metal negra, tan típicos de los viejos edificios.

Abrí la puerta y dejé los zapatos a un lado. Estiré sobre la mesa de algarrobo el mapa de Buenos Aires y marqué con fibra indeleble roja los cinco lugares que debía visitar. Todos estaban relativamente cerca uno del otro, y el trazado de red de subterráneo iba a permitirme que me movilizara con rapidez y sin demasiados sobresaltos.

Tardé un poco más de siete horas en completar el trabajo, si algo me caracterizaba además de mi efectividad era lometódico, detallista y prolijo que era. Estaba tan acostumbrado a cargarme tipos que ya no me despertaba ningúnsentimiento, a veces me sentía un médico de terapia intensiva próximo a jubilarse.Pero esta vez el encargue del jefe había sido distinto, de las cinco víctimas dos eran sicarios como yo, alguna vez ya había hecho un trabajo parecido. También eran frecuentes las mejicaneadas.

Lo único distinto en este trabajo fue el momento en que me cargué al zurdo Lucas. Por proximidad con el departamento donde paraba y quizás por un respeto inconsciente que él me infundía, lo había dejado para el final. Con la línea D del subte llegué hasta Diagonal Norte y allí empalmé la línea C hacia Constitución para bajarmedos paradas después. El zurdo tenía una fonda de mala muerte que le servía de fachada y en la que paraban mayoritariamente taxistas. Corrí el cortinado de plástico y colgado sobre el mostrador un televisor color devolvíaun partido de fútbol en diferido. No se veía ningún empleado, y el único comensal bebía ginebra mientras hacíalos autodefinidos de un diario. Crucé el local, y me dirigí a la cocina. Ahí lo encontré. El zurdo comía un plato de tallarines con tuco, llevaba puesta una musculosa blanca metida dentro de un pantalón de jogging azul. Cuando me vio entrar no intentó efectuar ningún movimiento defensivo, tan sólo esbozóuna sonrisa antes de escupir una frase.

-Muchas veces estuve en tu lugar y nunca entendí la pasividad con que se entregaban los colegas. Disfrutalo mientras tengas trabajo, alguna vez hasta la rueda más aceitada deja de girar. Le devolví la sonrisa y le disparé sin titubear. La bala se metió por la frente y le sacudió la grasienta cabellera. Salí de la cocina como si nada pasara, el tipo de la ginebra seguía concentrado en su batalla intelectual. Era tarde, ya no habíasubtes, así que caminé las cuadras que me separaban del departamento. Esperé hasta que amaneciera y me toméun taxi hasta el puerto. El aliscafo había zarpado a la hora señalada, a las ocho en punto.

-Paró de llover- dijo Carla- ¿salimos un rato afuera?
Acepté la invitación y continuamos la charla apoyados en la baranda de la popa observando el río. Hice un comentario gracioso que mereció su sonrisa y que me besara la comisura de los labios.

-Ya va a ser hora.- dijo.

-¿De qué?.-le pregunté sonriente.

-De qué nos conozcamos mejor- dijo con una sonrisa que encerraba picardía y mucha malicia.

-Cuando quieras- le conteste antes de comenzar a sentir un malestar que provenía de mi estómago o quizás delos intestinos. Eran como nauseas pero acompañadas de sequedad en la boca y mucha transpiración.

-¿Te pasa algo?-preguntó preocupada.

-Nada- dije mintiéndole pero no pudiendo evitar arrodillarme por el dolor.

-¿Cuál fue la última estación de subte en la que bajaste anoche?

La miré desde mi lugar sin entenderla. Ella sonreía.

-¿En qué estación bajaste antes de matar al Zurdo?

-En Moreno.- le dije comprendiendo en este instante mi destino y antes de derrumbarme. La miré desde el piso, elcielo ya estaba azul y huérfano de nubes.

Le sonreí pero no tuve fuerzas para repetir la frase que me había escupido el zurdo Lucas pero si para repasarlamentalmente. Fue en ese instante que terminé de comprender que no existía el azar, y que finalmente iba a morircomo un NN, como MM, como Mariano Moreno en alta mar.