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martes, 15 de enero de 2008

Maleficarum


Por Nicolás A. Fleming

Las ruedas de mi auto chillaron fuertemente en aquella calurosa noche de verano cuando me detuve frente a la casucha de los barrios bajos de la ciudad, y al ver la tenebrosa luz que se derramaba de sus ventanas parcialmente tapiadas comprendí que había llegado demasiado tarde, que ni azuzado por la desesperación y la certeza del peligro pude encontrar antes una respuesta satisfactoria al enigma que se me había presentado.

Mi nombre es Felipe Anselmo, y en mis quince años de carrera como detective del departamento de policía nunca tuve que pasar por tanta tensión mental. Recuerdo a la madre del difunto Joel venir desesperadamente a mi oficina hace poco menos de una semana. Entre sollozos me describió los cambios de comportamiento de su hijo mayor, de los días que pasaba encerrado en su habitación prohibiendo la entrada al resto de sus familiares, del gran número de libros antiguos en los que había comenzado a invertir el dinero de la familia y hasta de un peculiar cambio en su tono de voz, volviéndose hasta siniestro y suspicaz.

La mujer me acompañó hasta su casa, y me dio la llave de la habitación del muchacho. La advertencia que el
mismo le había hecho antes de desaparecer era tan terrible que ni ella ni nadie se habían atrevido a entrar a esa habitación, aunque pudieron comprobar que él mismo no estaba dentro gracias a que la cortina de la ventana había quedado descorrida.

Entré en esa polvorienta habitación, y me sorprendieron las torres de libros tan amarillentos como cubiertos de polvo que se apiñaban aquí y allá. Pero un bollo de papel, el único contenido del cesto de la basura, llamó mi atención. Allí estaban escritos caracteres totalmente extraños, por lo que sólo atiné a guardar este papel en mi bolsillo, y a cargar con la mayor cantidad de libros posibles para investigarlos por mi cuenta.

Pasaron siete días desde aquella noche, y recién esta tarde logré identificar lo que decía aquel papel. Leía un
libro particularmente grande y pesado y en el margen de una página se encontraba escrita una dirección. La
misma página contenía información suficiente para lograr traducir el contenido del papel, y esto era lo que decía: “Ven a mí, en siete días ven a mí, sólo para eso has nacido...”

Subí desesperado a mi automóvil y me dirigí a aquella dirección, dejando el libro sobre mi escritorio.

Tragué saliva y pateé la puerta, encontrando a Joel agachado sobre el suelo, en medio de un charco de sangre.
Su cuerpo aparecía marcado a fue que hallé en el papel, y de sus ojos emanaba una inexplicable luz verde.
De repente esos ojos se posaron en mí, y el maldito comenzó a reír terriblemente. Sólo atiné a cargar mi arma y dispararle a la cabeza, abatiéndolo instantáneamente. Pero sus risas... sus risas no cesaban... no hasta que incineré el cadáver en el fondo de esa casucha...

Se informó a la madre que el joven se había suicidado, obviamente enloquecido por la particular e insana lectura que coleccionaba. En alguna parte de mi estudio, un pesado libro titulado “MALEFICARUM” se desvanecía en el aire.