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domingo, 6 de abril de 2008

Rituales



Por Esteban Ruquet




El campo de batalla, por momentos, se ve límpido y espejado hacia el sol. Un camino, el camino entre los distintos pueblos cercanos, se había vuelto, más que nada por el Tedio Soberano de los reyes aqueos, un lugar sacralizado para el ritual.

Luego, negras nubes cubrían el firmamento, producto de las barricadas de las fuerzas antagónicas, que, de salirse de control un engranaje gubernamental, saquearían y conquistarían las calles.

De un lado, el silencio más impresionante. Disciplina estricta, formación cerrada. Los cascos y los escudos relucían al sol, realzando más aún los oscuros uniformes de los hombretones inmensos y poderosos. Las armaduras negras brillaban de limpias, y tras las primeras líneas, los hombres más delgados portaban armas más largas. Ellos permanecían firmes, esperando una señal para atacar.

Del otro lado, la exuberancia. Hombres indisciplinados, portando miles de banderas diferentes que representan sus cientos de miles de aldeas y facciones, unidas para resistir contra los inhumanos ejércitos de hombres autómatas, permanecen armados con simples garrotes y piedras, cubiertas sus cabezas con pañuelos o máscaras de tela, gritando enfebrecidos pullas a
sus contrincantes, protegidos tras las barricadas de fuego y humo, entonando feroces canciones guerreras, de honor y virilidad.

El sol quemaba en lo alto, calentando el suelo de piedra y brea. Todo estaba dispuesto. La batalla comenzaría. Los caballos del primer lado hacen el primer avance: cargan con toda su terrible majestuosidad, descargando sus armas humeantes, repartiendo golpes a diestra y siniestra, mientras se abate sobre ellos una granizada de piedras enormes y furiosas. Dos hombres
con sus rostros cubiertos para protegerlos del humo, como una imagen de los antiguos guerreros sarracenos, avanzan, portando una bolsa enorme llena de pequeñas esferas que se desparraman a lo largo de toda la calzada, haciendo resbalar a los caballos y tirando a los eximios jinetes
sobre las murallas de fuego sabiamente dispuestas.

El humo marea a los caballos, y a los disciplinados hombres que no llevaban protección. La Infantería procura avanzar, se alzan los escudos en formación cerrada, para resistir la lluvia
de piedras que no deja de caer sobre ellos. La retaguardia no deja de descargar sus armas humeantes sobre su enemigo acérrimo. Sus líderes gritan órdenes con voz firme y autoritaria,
órdenes que se cumplen con decisión y sin vacilación o dilación alguna.

Del otro lado, los tambores y la música de guerra resuenan, atronadoras. Algunos bailarines, espléndidos, vestidos coloridamente para la ocasión, se encargan de elevar los ánimos y la
moral frente al ejército represor de individualidades, de libertad, de esperanza.

Los bailarines revolean sus piernas rítmicamente, mientras los soldados enemigos avanzan, mientras las tropas de la libertad se pasan sus brebajes mágicos, místicos, que elevan su moral aunque entorpezcan un poco el movimiento.

La infantería de los Soldados del Orden al fin llega a las barricadas, y aunque los piedrazos y las descargas continúan, la lucha se vuelve mucho más violenta al desarrollarse la refriega.

Las armas se entrechocan, las muchedumbres apenas tienen la fuerza suficiente para resistir, merced a su coraje y su número, a los poderosos golpes de sus contrincantes, que derrumban
barricadas y aplastan cualquier resistencia.

La fuerza desplegada, muy inferior a los desarrapados y sucios contrincantes en cuanto a número, es mucho más efectiva, sus armas mucho más útiles, sus escudos firmes
en la defensa de sus ideales, sus yelmos protectores brillan al abrasador sol del mediodía.

Un hombre, magnífico, sublime, se eleva de entre las apaleadas y aplastadas Hordas de la Libertad. Su torso desnudo, casi desprovisto de vello y brillante como la piel de un gladiador,
es poderoso y bello. El hombre grita, con toda la gran fuerza de su voz, y salta de su montículo de escombros hacia la refriega, aplastando soldados y escudos, rompiendo las formaciones al meterse entre medio de las tropas del Orden, atizando a cuanto sujeto se le cruce. Sus allegados más poderosos se introducen por los huecos de la formación, quebrándola. Algunos caballos
aún quedan en pie, aplastando con sus cascos a sus enemigos, y el magnífico y salvaje guerrero se dirige hacia ellos, abriendo una brecha considerable en la Infantería, por donde
se introducen sus compañeros de batallas.

Su grito salvaje resuena. La liza está en su apogeo, pues nadie sabe quién ganará. El caos se alza a través de todo el campo de batalla, confundiendo todo. El salvaje guerrero avanza con su séquito, triunfante, inmenso, heroico, esquivando proyectiles y soportando golpes. Un neófito soldado del
Orden se asusta, al ver a tan magnífico hombre avanzar directo hacia él, a tan temible contrincante, y saca un arma prohibida de su cinturón. Un temblor sacude el cielo, el estampido
del arma descargada silencia el caos infernal de la batalla. El guerrero cae, sosteniendo su pecho con ambas manos, el pecho del cual mana borboteante la negra sangre, espesa y cálida.

Antes de alcanzar el suelo ya ha muerto, sin poder creerlo. El furor se hace presa de dos hombres que lo acompañaban, que sacan sus cuchillas y siegan la vida del soldado de un simple tajo, pero luego son detenidos por sus propios compañeros.

El ritual se ha roto. La batalla se ha terminado, y las lamentaciones y los aullidos de horror no se hacen esperar. Los soldados del Orden también se detienen y retroceden, espantados. La situación se ha salido de control.

Al otro día, en los periódicos locales sale: “Trágico conflicto entre la policía y distintos grupos piqueteros, trae como consecuencia dos víctimas fatales y gran cantidad de heridos”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

BIEN LOCO! MUY BUENO. yo se que nadas mejor que yo ajajaja.

saludos
sutter kaihn