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sábado, 2 de febrero de 2008

Retrato criminal


Por Darío César Dublanc

Desdichado del hombre que no ve más que la máscara. Desdichado del hombre que no ve más que lo que ella oculta. El único hombre dotado de visión verdadera ve en el mismo momento, y en un solo relámpago de luz, la hermosa máscara y el rostro terrible que detrás de ella se oculta. Feliz el hombre
que detrás de su frente crea la máscara y el rostro en una síntesis que la naturaleza aún desconoce. Sólo él puede tocar con dignidad y gracia la doble flauta de la vida y de la muerte”.
Nikos Kazantzakis.

Como un alga marina rosada, mi mano derecha en gestación, en el vientre de mi madre. He matado. He sido prolijamente condenado, mi mano derecha fue cortada y destruida.
Aprendí a encender mis cigarrillos con la mano izquierda, no es tan malo, me quedan unos mil, pequeño tesoro, recuerdo del siglo XXI; lo lamentable es que el sistema de oxigenación de la celda extrae automáticamente el humo, casi no puedo disfrutarlo. También aprendí a escribir
con mi única mano, aunque no es necesario en el siglo XXII. La Tierra está razonablemente limpia y controlada. No hay sobresaltos, éstos se encierran y se inutilizan pulcramente.

El Director de la cárcel hoy ha venido a verme. Se limitó a dejarme un sobre cerrado y se fue. Debe ser realmente importante: su presencia y dejar algo por escrito no son las formas usuales. Observo todo a través de mi breve nube de humo que se diluye en el agujero negro de la ventilación. Lo abriré después de cenar. El silencio de la noche me pertenece, lo
siento inviolable y me sirve.

Las pastillas sintéticas de la cena aún reptan por mi esófago cuando con ayuda de mi muñón abro el sobre. Tres hojas pulcras y dobladas, breves. Leo todo cuidadosamente, con lentitud, en la cárcel se aprende esto, cada acto es moroso, se estira tal vez para seducir al tiempo, quizás
este sea más benévolo con uno. Luego aparto las hojas y enciendo un nuevo cigarrillo, trato de alejarme lo más posible del agujero negro de la ventana, quiero disfrutar del humo.

El Director me ofrece un trato. En la Galaxia X-13, las autoridades tienen curiosidad por el siglo XXI Terráqueo. Se les hará un envío especial para estudio como cortesía intergaláctica. Sonrío. Si
acepto el trato, a la vuelta podré ir a una celda normal, con compañeros y patio de recreo virtuales. El humo de mi cigarrillo prosigue escapándose por el agujero negro de la ventiventilación y demora mi pensamiento.

Iría en una nave automática, caminaría a mi antojo, vería el Universo por un visor.

Respiré hondo y de pronto miré mi muñón; la cortesía para la Galaxia X-13 será una mano derecha. Para que llegue fresca, debe viajar injertada. No se me han dado más detalles, casi
con indiferencia se espera mi decisión.

El médico me dijo que la anestesia será total, no quiere contratiempos. Todo fue muy rápido, o al menos me pareció. Permanecí una semana en la enfermería del laboratorio, mientras la mano se
nutría de mi sangre, se adaptaba a mis tendones adormilados.

Nuevamente en la celda, seguí fumando con mi mano izquierda, recelaba de mi nuevo huésped. Parecía rehuir al ser tocada, de noche dormía bajo la almohada. Mis nervios aumentaron haciendo peligrar mi reserva de cigarrillos.

Una mañana, recién levantado, en ese lapso en que todo aún es expectativa, frente al espejo virtual, ya que está prohibido a los reclusos contemplar su propia imagen, la mano tocó mi rostro.
-Recuerda que soy un asesino- le dije para establecer una distancia, un reparo. rostro que yo no podía ver.

Una mañana partimos, no se me permitió llevar mis cigarrillos, se me reintegrarían a la vuelta, me dijeron. Me controlaron y me prepararon mediante visores y robots eficaces e indiferentes.
La base despidió a la nave como un insecto molesto e inevitable. Respiré hondo, me imaginé un cigarrillo en los labios, y analicé la situación en la pantalla de la computadora: nave automática,
velocidad de la luz, rumbo Galaxia X-13, con mano injertada, tiempo de viaje: un año terráqueo.
Mi celda volante era eficaz y gris.

Ya en el espacio abierto, miré por el visor, los planetas giraban mirándonos pasar.

Comencé a dormir mucho, en las cárceles uno hace esas cosas. Extrañaba mis cigarrillos, hubieran sido una compañía. La mano derecha parecía un animalito reconociendo su nuevo hábitat. Sentí que nada había cambiado, irónicamente en el medio del espacio, en una
celda, mis sombras seguían intactas, desde la Tierra, mi nave ni siquiera despertaba la expectativa de un control, alguna forma de nexo.

Un día, ya no sé qué día, -ya no miro controles ni computadoras-, comencé a observar un planeta. Se me impuso con sus tonos rojos, azules violentos, comencé a sentir sensaciones no esperadas. De pronto me encontré con una hoja de papel y un lápiz en mi mano derecha, dibujando frenéticamente ese planeta, reproduciéndolo en sus contornos, tratando de captar sus giros, sus irregularidades.

Sentía cómo el corazón bombeaba sangre a cada una de mis extremidades, redimiéndolas.
Luego dejé todo y aturdido traté de comprender. Mi mano derecha ya no me pareció inocente, semejaba a un animal agazapado. Cuando el misterio es demasiado grande, uno se entrega, no puede pedir concesiones.

Busqué lápices de colores de hacer gráficas interplanetarias, tomé papel y me dejé llevar por mi mano derecha. Dibujé planetas, nebulosas, asteroides de imagen breve. Sensaciones vitales
me desbordaban y no había soledad.

Dibujos por todos lados tapaban las pantallas de los monitores, de las computadoras, fragmentos del universo palpitaban dentro de mi celda. Poco a poco, una convicción, una sensación de intranquilidad, me fue ganando. Busqué el informe secreto que debía ser entregado al llegar a la Galaxia X-13. La computadora fue reticente, pero al final logré arrancarle el secreto.

El informe era frío, exacto y eficaz: mano derecha perteneciente a un artista plástico del Siglo XXI; conservada como curiosidad de actividades superfluas, se solicita destrucción posterior al estudio. Creo que ella se dio cuenta. Mientras pintábamos un planeta de rojo intenso que parecía querer hablar, lo decidimos. Logré desconectar el automático de la nave, luego destruí el sistema de comunicación y rastreo, y puse rumbo al infinito.

Pensé sonriendo que extrañaría mis cigarrillos, al menos el humo ya no se iría por el agujero negro del extractor de aire.

El papel en blanco me miró como un espejo. Los lápices de colores giraron en la ingravidez del espacio como pequeños cometas expectantes. Mi mano derecha recorrió lentamente mi rostro, luego se dirigió hacia ellos como un animal decidido. Respiré profundamente y miré por el visor.

Como un alga marina rosada, mi mano derecha en gestación, en el vientre del Universo.

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