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domingo, 17 de febrero de 2008

La séptima víctima


Por Marcos Zocaro

De pie en medio de su oficina, Sabrina está shockeada, el pánico le impide moverse. La fotografía
que sostiene le quema las manos. Se pregunta si sus amigos también han recibido una como esa antes de morir.

La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a otra época, una época
de felicidad, de sueños por cumplir, de pura amistad. Los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara fotográfica sin saber que en ese mismísimo instante firmaban su sentencia de muerte.

Sabrina observa atónita el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos. El asesino los
ha recortado prolijamente; salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva,
su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el
peor de todos los presagios: ella será la octava víctima. Morirá al igual que sus amigos, y nada
lo impedirá. Nada.

Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose por delante a varias personas, entre ellos a su jefe. Sube al coche estacionado en la puerta y se dirige a su casa a
toda velocidad.

Mientras adelanta a toda clase de vehículos y aprieta aún más el acelerador, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la despertó, llorando. “Encontraron el cadáver de Alex en el río”,
le dijo, y luego añadió: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la fría camilla metálica donde descansaban los restos
de lo que había sido su amigo Alex. Estaba irreconocible, y no hubiesen podido reconocerlo si no fuese por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.

Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana, la muerte llamó a la puerta de Nadia: su cuerpo, salvajemente golpeado, fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina
no relacionaría ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela... Un bocinazo la devuelve a la realidad; pero en lugar de aminorar la marcha acelera más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo.

No puede perder ni un segundo. Está decidida a no ser la octava víctima.

Diez minutos más tarde llega a su casa. Se baja velozmente del coche y corre hacia adentro. Al abrir la puerta, se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho. Quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada
del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.

Avanza un par de metros hacia el interior de la casa, y no tarda en advertir que está todo
revuelto: infinidad de papeles tirados en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y macetas todas rotas... El asesino ya ha estado allí.

Sin que ellas les de la orden, sus piernas comienzan a huir. Corre hacia el coche, sube y acelera a
fondo. Por un segundo, la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por
delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiera llegado a advertirle...

Luego, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar. Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto contra una torre de iluminación.

Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.

La imagen de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente; y al recordarla no puede evitar estremecerse.

De repente se le ocurre algo. Gira en el primer retorno y se dirige hacia el este, hacia el campo de
sus padres. Aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida, por lo menos por un tiempo.
En ningún momento del trayecto piensa en recurrir a la policía. Sebastián ya lo pensó antes y
acabó misteriosamente con una bala enterrada en la cabeza.

Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta en el horizonte,
llega al campo. El paisaje es extremadamente desolado; sólo una pequeña casa en medio del campo interrumpe la plantación de manzanas.

Antes de apearse, mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca
que un grito desesperado escape de su garganta . Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido. Presa del pánico, abandona el auto y camina a pasos acelerados hacia el interior de la casa.

No hay luces encendidas y la oscuridad la envuelve. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra. La oscuridad le impide ver.

Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y luego... El grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la escalofriante fotografía tomada en Brasil. Y los rostros, recortados, se hallan desparramados por el suelo, formando una alfombra que cubre cada rincón.

En ese instante, el miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá
en la octava víctima.

De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, e instintivamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y..., retrocede aterrorizada. No puede creer lo que sus ojos le muestran. Sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella y apuntándole con un arma.

Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.

1 comentario:

Anónimo dijo...

http://sutterkahne.blogspot.com

saludos