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domingo, 17 de febrero de 2008

Final feliz


Por Marcos Zocaro

Dos años y tres meses fue lo que me llevó terminar mi primera novela, mi pequeña gran obra de arte. Y a Garmendia sólo le bastó menos de un mes para robármela.

Garmendia, Javier Garmendia, era uno de mis mejores amigos y, al igual que yo, amaba la literatura y soñaba con convertirse en un best seller. Pero lamentablemente, jamás se le caía una
idea de la cabeza. Eso fue lo que yo debí haber tenido en cuenta antes de prestarle el borrador de mi relato: un mes después, en vez de recibir su opinión sobre el libro, recibí una prolija carta donde me invitaba a la presentación de su novela Vértigo...

El desgraciado ni siquiera se había molestado en cambiarle el título. La presentación sería esa misma tarde, en el Pasaje Dardo Rocha. Y uno de los oradores que acompañaría a Garmendia sería, ni más ni menos, que Tomás M. Rocazo, el escritor que ambos tanto admirábamos. Mi indignación no podía ser mayor.

Aprovechando una distracción de mi padre, pude quitarle del cajón de la mesa de luz su pistola reglamentaria.

La escondí entre mi ropa y me dirigí hacia el Pasaje Dardo Rocha. En un principio, mi plan (descabellado, si se quiere) no era más que ocultarme entre la muchedumbre y, en medio de
la presentación, ponerme de pie, apuntar con mi arma a quien alguna vez había sido mi amigo y obligarlo a confesar su plagio. Sin embargo, ya en el lugar, todo cambió.

Para calmar mis nervios, mientras esperaba que Garmendia apareciese, decidí tomar uno de los ejemplares de Vértigo que descansaba sobre un estand. Al tenerlo en mis manos, mi furia creció más: la cubierta era tal como yo la había imaginado. En ese momento, más que nunca, pude sentir cómo me penetraba el frío de la Glock en la cintura. Luego, por curiosidad, comencé a ojear el libro hasta que llegué al final y descubrí algo que me terminó de descolocar, algo que hizo
alterar drásticamente mi plan.

Apenas Garmendia se presentó ante la multitud y se sentó detrás de un improvisado escritorio, saqué la pistola, le apunté y, después de contemplar por unos instantes su rostro lleno de terror,
le vacié el cargador en medio del pecho... El afeminado de mierda le había cambiado el final a mi novela por uno “color de rosas”.

Yo no lo podía creer. Lo que Garmendia había hecho, simplemente, no tenía perdón de Dios.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

para de escribir marquitos, te va a hacer mal, jajaj. esta zarpado los dos, felicitaciones

Anónimo dijo...

http://sutterkahne.blogspot.com

saludos