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lunes, 28 de enero de 2008

Los claveles rojos


Por Pablo Ontivero

No fue un año del cual podamos armar un álbum de recuerdos en la mente de Julia, con imágenes y diálogos recónditos en algún lugar de la misma. Teniendo en cuenta muchos parámetros, su año fue devastador para ella y su entorno: precario de risas y alegrías, plagado de salinidad ocular y trizas de sueños en el piso.

Sus ojos verdes miraban un horizonte tan infinito como el vacío de su alma; lo miraban borroso y aturdido, pero lo miraban, y quedaban fijos buscando el alba de un nuevo día, de una nueva vida. Julia era una imagen bíblica viviente. Sus caricias (tan suaves y profundas) sanaban cualquier herida a cielo abierto, las nutría con la fuerza incondicional de mil dioses y las cerraba para toda la vida. Julia sonreía con cada gota de lluvia que regaba el amplio parque de su casa mientras se invitaba a jugar con su hijo Dante, bajo los intensos chaparrones. También sonrió alguna vez cuando su marido dormía a Dante cantándole bellas canciones que él improvisaba con una suave y dulce tonada. Dueña de un amor puro y sincero, Julia se arrimaba a la perfección, pero no así su fragilidad.

Las noches de Julia eran su karma en vida, la cruz que injustamente le tocó llevar. Su marido arribaba al hogar junto con una madrugada ya comenzada hace rato y un fuerte aroma a licor barato que su boca emanaba sin recelo. Llegar a su morada y encontrar a su esposa desvelada y plagada de justos reproches (que según él no lo eran) lo ponía de muy mal humor: lo irritaba al
punto de golpes de puño inminentes sobre el rostro de su amada, y seguido reiteradas veces de un humillante acoso que terminaba en el llanto de Julia y en el de su pequeño de 10 años.

Un miedo invadía al esposo de Julia luego de culminar la tortura, y huía lo más rápidamente posible a buscar un refugio donde pasar la noche. Siempre terminaba en lo de José, un amigo de la infancia que desconocía la situación y era fácilmente engañado con falsos testimonios que este truhán le proporcionaba. Al otro día, arrepentido por la situación y con una culpa incrustada en el pecho, volvía a su casa con un hermoso y costoso ramo de claveles rojos, seguido de una tarjeta que imploraba el perdón de Julia, y que terminaba siendo concedido. Se fueron reiterando durante casi una década. El atardecer causaba en Julia un profundo temor y la preparaba para lo
peor: La noche y sus estrellas vivas, el paso constante de los segundos en el reloj de pared, el ruido de las llaves, las lágrimas que comienzan a rodar por su mejilla, un silencio que ensordece, los gritos que lo quiebran, el maltrato, la humillación, la huida, los claveles rojos.

Las torturas se reiteraban, pero esta vez, no tuvieron el mismo final. La huida dejó un cuerpo sin vida recostado sobre un parqué adornado con una abundante cantidad de sangre que fluía sin prisa por el cráneo de Julia. Si siempre su cobardía lo hizo escapar de la perversa situación que generaba, ¿Por qué precisamente ésta iba a ser la excepción?

Esta vez su refugio no fue la casa de su amigo, sino una estancia alejada que su padre poseía y que hacía varios años estaba deshabitada. Tomó su coche y luego de varias vueltas accedió a la entrada de la ruta. El sol comenzaba a dar sus primeros destellos en el firmamento e iluminar el rostro de todos los que admiraban el alba, inclusive el suyo. El tránsito estaba congestionado; los bocinazos y los nervios de los conductores lo hacían poner aún más tenso. Tomó un viejo camino alternativo (aunque más largo) que alguna vez su padre aprovechó para eludir algún control policial, que lo dirigió hacia su destino llegando sin mayores sobresaltos. Dejó su coche en la parte trasera de la estancia y entró en ella por la puerta de atrás que daba a una cocina tenebrosa por la falta de luz. Sacó del bolsillo de la camisa un encendedor de bencina e iluminó como pudo la habitación. De reojo divisó un gran bulto que yacía sobre la mesada; avanzó hacia él con curiosidad e intriga; un gran ramo de claveles rojos se reflejó en sus gigantes pupilas plagadas de
miedo y nervios, en el mismo momento que una suficiente cantidad de plomo besaba su espalda y apagaba su vida. Un segundo antes de caer, su asesino rompió el silencio de ese caótico amanecer
con una voz familiar:

“Te recordaré siempre por tus canciones, pero no por tus tratos a mamá”.

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