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martes, 8 de enero de 2008

La última vez


Por Marcos Zocaro

El hombre se encuentra en el interior de su vehículo, a resguardo del hiriente frío nocturno y vestido íntegramente de negro, como si deseara mimetizarse con la oscuridad que lo rodea. Mantiene su profunda mirada clavada en la lejana puerta marrón, al otro lado de la calle. Por esa misma puerta, de un momento a otro, saldrá su objetivo. Su último objetivo. Después de éste ya no habrá otros, así se lo acaba de prometer a una emocionada Andrea.

Las agujas del reloj siguen avanzando, y la espera continúa.

Cuando una anciana pasa junto al coche, acelerando su paso, acaso alcanzada por el odio que desprende la mirada del hombre, éste arroja su cigarro encendido en medio de la calzada. Es en ese instante cuando la puerta marrón comienza a abrirse aparece una elegante y anónima mujer y, detrás de ella, usando el mismo traje oscuro que viste en la fotografía que su verdugo sostiene entre las manos, sale La Rata. El hombre, entre la cautela y la adrenalina, se sorprende: la mujer no debería estar allí. El monto acordado corresponde a un solo objetivo. Rápidamente se quita el guante de la mano derecha, marca un número en su celular y pide instrucciones.
A partir de ahora los veinte mil dólares pasan a ser treinta mil.

Sin saber que ésta será su última noche, La Rata sube a la mujer a su imponente auto deportivo y arranca. A varios metros de distancia, y aún envuelto en la oscuridad, el hombre no deja de observarlos, mientras enciende su propio vehículo. El viaje será largo pero necesario. La voz en el teléfono fue lo suficientemente clara: debe morir en su propio refugio.

El hombre se mantiene a una distancia prudencial y con las luces apagadas. De todas formas, La Rata debe estar demasiado concentrado en las piernas de la mujer como para percatarse de su presencia. Durante el trayecto, inesperadamente, el hombre siente una inmensa curiosidad por saber quién es La Rata, a qué se dedica, cuál es el oscuro personaje al que ha molestado y que ahora lo quiere muerto.
Piensa en que éste es su primer trabajo en el que no sabe absolutamente nada sobre su víctima. Ayer la voz fue terminante: “Treinta y dos gramos de plomo en su cerebro, así de sencillo. Y no pregunte quién es”. A continuación, como una catarata de recuerdo, llegan a su mente cada uno de los asesinatos. El primero siempre intentó olvidarlo, no debido al hecho de quitarle la vida a una persona, una vida que por cierto no valía demasiado, sino por cómo lo hizo: torpe, sin una
pizca de profesionalismo, con un navajazo poco certero que mantuvo al tipo con vida, aunque inconsciente, por más de una hora. Ya en el segundo encargo, mejoró su modalidad cambiando la ineficiente y prehistórica navaja por una nueve milímetros, el abogado no tardó ni un segundo en morir. Pero no fue hasta el tercer asesinato que, por consejo del gran Mendizábal, comenzó a usar silenciador. Así pasó una larga sucesión de crímenes. ¿Cuántos fueron? ¿10? ¿15? A esta altura ya perdió la cuenta. El último, por obvias razones, es el que tiene más presente: el único hijo de Mastroiani, de Don Mastroiani, el individuo encargado de que cada rincón de la ciudad tuviera su ración de polvo blanco. Cincuenta mil dólares por un simple tiro en la nuca.

Después de veinte minutos, y de atravesar todo el lado sur de la ciudad, La Rata estaciona su lujoso coche frente a un edificio de la calle Brown que, sorpresivamente, resulta ser el mismo donde, un par de semanas atrás, el único hijo de Mastroiani fue ultimado. A cincuenta metros de distancia, anonadado por la situación, el hombre también apaga el motor y aguarda. Piensa que sería más efectivo poner una bomba en el lugar y acabar de una vez por todas con aquel nido de ratas.

Al cabo de unos segundos, al ver a las dos figuras abandonar el auto en medio de la penumbra, saca un arma y un silenciador de la guantera y se dirige hacia ellos, sus blancos, que continúan sin percibir la cercanía de la muerte e ingresan a la mole de cemento que pronto se convertirá en su tumba. El hombre acelera el paso, a la vez que coloca el silenciador en la boca de la Glock nueve milímetros. Llega a la puerta a tiempo para evitar que se cierre. Y, repentinamente un fugaz deja vu lo arrastra quince días atrás... Cuando entra, el ascensor comienza a moverse, pero no pierde ni un instante en ver en qué piso se detendrá: lo hará en el primero. Sigue de largo y sube muy lentamente por la escalera. La luz es tenue y el silencio ensordecedor. El frío de
la Glock penetra su guante y le recorre todo el cuerpo. No importa cuán profesional sea, la sensación de miedo siempre está presente.

Sólo cuatro escalones y un pasillo lo separan del final de su carrera asesina.

Tres escalones.

Dos.

Uno.
Llega al rellano y gira hacia la izquierda, pero no logra ver el pasillo. Un arma, muy similar a la suya, le bloquea la visión. Ha cometido un gravísimo error, ha subestimado a La Rata, ha subestimado a Don Mastroiani. Sabe que es el fin. Cierra los ojos, piensa en Andrea por una última vez, y luego todo se oscurece...

El asesinato de mi esposa

Mi empleada doméstica fue la primera en hallar los cadáveres. Un lunes, tal como lo hacía todas las mañanas, María ingresó a la casa con su copia de las llaves. Y apenas puso un pie en la vivienda, percibió un fuerte olor que provenía de la cocina. Fue hacia el lugar y al llegar quedó helada: un hombre yacía tendido en el suelo, junto a la mesa y con un cuchillo enterrado en el pecho. Pero el espanto no terminaba ahí: a un costado de la entrada, su patrona, mi esposa, también estaba muerta. El cuerpo sin vida, arrojado sobre el suelo, tenía signos de una terrible golpiza. Uno de los golpes más fuertes había sido contra la cabeza, de la que escapaba una gran cantidad de sangre.

María salió corriendo a la calle, desesperada, y comenzó a gritar. No pedía ayuda, sus gritos eran producto del miedo. La Policía, alertada por los vecinos, no tardó en llegar.
Yo tampoco.

El perímetro de la casa fue cercado con uncordón policial y ni siquiera yo pude ver la escena de los crímenes. Debí permanecer en las inmediaciones del lugar mientras los peritos realizaban su trabajo, y tuve que conformarme con ver por última vez a mi mujer cuando, metida dentro de una bolsa azul, la subían a la ambulancia.

Terminados los peritajes, y hechas ciertas averiguaciones, la Policía dedujo que el hombre (que vestía sólo ropa de color azul) era empleado del correo, pero que ese día no tenía ninguna correspondencia para entregar en mi domicilio. Después, debido a los golpes en el rostro que presentaba mi esposa,determinaron que el hombre (ayudado por su vestimenta) había ingresado a la casa con el ánimo de robar. Asustada, mi mujer se refugió en la cocina, tomó un cuchillo y, al tener la oportunidad, se lo clavó en el tórax. Pero el individuo, con el resto de fuerza que le quedaba, le dio un último golpe que la estrelló contra la pared. Ese impacto fue el que le provocó la muerte a ella también.
El hecho fue un golpe muy duro, en especial para mis hijos: Leo y Laura, los mejores hijos que un padre podría desear. Hasta ese momento, habíamos sido una familia feliz, con varios problemas, pero felices al fin.

Mañana, primer día de las vacaciones de invierno (y a casi un mes de los hechos), realizaré un viaje al sur con Leo y Laura. Ellos intentarán (no olvidar a su madre, porque eso sería imposible), pero sí comenzar a cerrar la herida que les provocó su muerte.
Pormi parte, aprovecharé para descansar y descargar toda la tensión acumulada durante este último tiempo: antes de hacerlo, no creí que me iba a dañar tanto matar a la perra de mi mujer y a su amante. Eso sí: no me arrepiento de nada, si me tocara atravesar la misma situación unas mil veces más, estoy seguro que las mil veces volvería a hacer exactamente lo mismo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Exelentes relatos. Te mantienen atrapado hasta el ùltimo momento. Felicitaciones de un humilde lector.
Lic. Octavio Maza

Anónimo dijo...

Genial, bye

Anónimo dijo...

Felicitaciones. El que mas me gusto fue La ultima vez, es muy bueno, el mejor que leì hasta ahora.
Bruno

Anónimo dijo...

Grande Marquitos! sos el mejor

Anónimo dijo...

muy muy muy buenos relatos, te dejan impactado. haz una historia mas larga, y si el destino te da una oportunidad, un libro