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domingo, 13 de enero de 2008

El cordón de plata


Por Marcelo A. Argemí

Aterrorizada.

Así miraba ella a través de los anteojos oscuros en aquella mañana de verano.

Los ocasionales caminantes diurnos no podían ver los ojos atemorizados.

Ella, a su vez, no se animaba a abrir la boca o a hacer el mínimo gesto para alertarloso pedirles socorro, por el temor que le causaba pensar que aquel cuchillo amenazanteentre las costillas, fuera hendido.Seguramente antes de que alguien pudieradarse cuenta, el portador que ahora la sujetaba con la otra mano sobre el antebrazoizquierdo, hubiese escapado caminando tranquilamente.

La situación era desesperante.

Unicamente su corazón, que latía descontrolado, gritaba el pedido de auxilio tan ansiado. Pero el bullicio de los micros y autos que transitaban por la avenida 7, lo enmascaraba todo. Nadie podía escucharlay ella no se atrevía a hacer nada.

Caminaron así, como siameses unidos por el vil metal, varias cuadras.Pensaba en algún arma, en alguna piedra y tantas otras cosas... Todo en torbellino,todo mezclado... ¿un policía quizás? ¿Alguien que desde la ventanilla de un microme viera y reconociera?, ¡oh, por Dios!, exclamó hacia su interior.

En ese momento, quien conducía sus pasos la hizo voltear rápido, furiosamente, hacia una puerta improvisada que, presuntuosa,pretendía tapar la entrada de una casa en construcción, absolutamente desolada.

Pateó la puerta dos veces, no hizo falta más. Abandonada a la intrusión, permitió el paso de la pareja y del metal que los unía.

Un ambiente, dos y los cuerpos se separaron.

- Tranquila- dijo él aflojando el cinturón con una mano y sin abandonar el cuchillo en la otra- no debe ser tu primera vez.

Tras un segundo, uno de esos que duran horas, ella decidió cambiar de actitud. Primero pensó en su propio terror, luego en la inutilidad de tratar de eludir lo que seguramente iba a ser por la fuerza, dado el tamaño y el porte de su oponente. Debía luchar con otras armas. Pero, ¿qué tenía? Una cartera grande, maquillaje, femineidad, dinero... sus anteojos. Todo enel mismo segundo se sucedía en su mente.

Una mente que podía haber abandonado a cualquier otra mujer, pero no a ella. En el último eslabón de la cadena de pensamientos, encontró un arma y trazó rápidamente un plan.
Lo miró directamente a los ojos y le sonrió. El quedó atónito.

Dejó caer la gran cartera al piso y se sacó los anteojos con la otra mano, arrojándolos a lo lejos a través de esa ventana que no estaba, hacia un patio inundado de escombros y bolsas de cal vacías.

Instintivamente la mano de él se aferró al bastón metálico, al mismo tiempo que la desconfianza comenzaba a producir más adrenalina.

Ella notó el cambio y se sintió más fuerte. Se agachó hacia el bolso mientras que él se acercó un poco. -Por las dudas- pensó.

Sacó un gancho para el pelo, de esos típicos alargados que asemejan a un pico de tucán, pero más fino, y se recogió el cabello rápidamente. El día caluroso lo ameritaba. Lo que venía, era lo más difícil.

- Tranquilo vos- le dijo con voz irreconociblemente segura -te va a gustar...

Y comenzó a acercarse.

Los nudillos de él estaban blancos por la fuerza con que se aferraba al cuchillo. Desconfiaba.
Ella siguió adelante. Limpió el piso al frente con el pie, sin quitarle los ojos de encima.Se agachó posando las rodillas sobre el pedregullo que aún quedaba. No le importó el dolor. El estómago se le dio vuelta del asco, pero abrió la boca.

Poco a poco, él se fue relajando. La mano sobre el cuchillo tomó la suave presión con la que sostenemos a un canario, tratando de no asfixiarlo, pero sin que se nos vuele.
En un momento, ella levantó la cabeza hacia él y le sonrió con picardía.

El bajó la vista a mirarla y vio cuando se soltó el pelo. -Qué imagen bella- pensó.

Volvió a bajar la cabeza y esperó a que él se entregara totalmente.

No tardó en ocurrir. Una mujer sabe eso.

Era el momento justo y obró en consecuencia. Tomó con más fuerza el gancho para el pelo que no había abandonado y lo elevó tan rápido y certero como pudo, en el mismísimo momento que cerraba la quijada cercenante. La punta del “pico” se incrustó muy adentro de él, que reaccionó casi con la misma velocidad, pero era tarde.

Los cuerpos, por segunda vez desde que entraron a la casa en construcción, se separaron.
Los gritos de él quedaban apagados por el estrépito del tránsito exterior. El cordón de plata que los mantenía unidos, tornó al rojo vivo.

Ella, tendida a unos pocos metros, dejaba entrever una sonrisa distinta, sincera, que leiluminaba el rostro. Observaba agitada el cuerpo quieto que se revolcó por el dolor durante un breve lapso.
Las sombras llegaban a sus ojos ahora hundidos. “Estado de penumbra”, lo llaman los médicos. El pulso débil y rápido completaba el cuadro.

Y es que la herida profunda sobre la carótida izquierda era letal. El último corte de aquel cuchillo estilo Bowie, sumamente afilado, tuvo la mala suerte de ser a la altura de la cuarta vértebra cervical, justo donde se dividen ambas carótidas: la interna y la externa.

Su destino estaba sellado.

-Por qué no habré sido pintora en lugar de enfermera- se bromeó a si misma.
La respiración se hizo más ruidosa y más lenta. El coma era inminente.

-No importa, a mí no me toca ir hoy al infierno balbuceó mientras la mano izquierda aflojaba la presión sobre el cuello, aunque hubiese sido más fácil arrojar la cartera en la calle...
La Policía encontró los cuerpos tres días después.

- Shock hipovolémico- dijo el médico forense señalando a la mujer.
Ninguno pudo explicar cómo los anteojos negros de ella habían llegado hasta el patio.

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